Derechos evanescentes

De una manera insensible, imperceptible, se empiezan a poner en cuestión derechos que afectan a la privacidad, a la verdad y a la libertad. Será bueno reaccionar con decisión y con inteligencia y para ello la primera obligación es intentar conocer cuál es la magnitud del problema y valorar cuáles son los riesgos.

El derecho a la privacidad no es ciertamente un derecho menor por más que las generaciones jóvenes lo minimicen o desprecien, y por más que en algunos sectores de opinión se afirme que la obligación de transparencia puede o debe prevalecer sobre tal derecho, en la mayoría de los casos y especialmente cuando se trate de mejorar la eficacia en la lucha contra el terrorismo. No debemos continuar por ese camino.

Hay que proteger la obtención, el uso y la divulgación de la información personal y hay que poder ejercer el derecho a conocer los datos que el gobierno y la administración tienen sobre los ciudadanos. Esos son los objetivos del Comisionado para la Privacidad Canadiense, que es sin duda el país más sensible y el que se ocupa con más profundidad de un tema que está adquiriendo cada vez más importancia y generando cada vez más inquietud en el mundo occidental.

En su último informe al parlamento de su país, el Comisionado para la Privacidad, Daniel Therrien, sin desconocer las ventajas que está aportando la revolución digital, alude al grave problema de que esa revolución ponga en grave peligro la privacidad y alude a una encuesta en la que más del 90% de los canadienses se manifiestan preocupados por ello. De este informe, lleno de interés político y jurídico, se puede destacar la siguiente idea: la tecnología avanza a un ritmo que el sistema legal no puede seguir y se hace necesario no solo adaptar el sistema a los nuevos tiempos sino vigilar permanentemente los avances tecnológicos para poder tener en su momento respuestas prontas y eficaces. Por su parte, el Relator Especial por la Privacidad de la ONU llega a afirmar que «los gobiernos de todo el mundo están restringiendo el derecho a la privacidad en la era digital».

Seamos pues conscientes de que si valoramos nuestra intimidad como se merece habrá que crear un marco de protección mucho más seguro del que tenemos ahora (las técnicas del «blockchain» serían útiles) y que la primera tarea a cumplir será la de sensibilizar a la ciudadanía y a los poderes públicos sobre los peligros que representa esta situación en cuanto a la seguridad personal y a la calidad democrática, especialmente en una época en la que también están en cuestión otros derechos relacionados con este tema.

El «derecho a la verdad» no está reconocido como tal en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Se utiliza esta expresión cuando se afirma la obligación de informar fielmente a las víctimas y a la sociedad en los supuestos de violaciones graves y crímenes contra la humanidad. Pero habrá que extender el derecho a la verdad a otros supuestos porque estamos viviendo la era de las falsedades en un clima de irresponsabilidad generalizada en la que los medios de comunicación en su conjunto, pero también el estamento político y la sociedad civil, no están reaccionando con la suficiente fuerza y determinación. De momento, parece imposible controlar esta invasión de la mentira que inunda unas redes sociales que a su vez multiplican su difusión sin límite alguno. Todos los analistas de este fenómeno (Paul Swenson, Evan Davis, Matthew d’Ancona, Marc Amorós y otros muchos) confirman que las «fake news» son claramente mayoritarias, que circulan con muchísima más rapidez que las auténticas y que generan, ese es el drama, más credibilidad. El efecto real de los ciberataques en todos los comicios electorales ya está fuera de toda duda, incluso con noticias radicalmente inverosímiles e inconcebibles. Ese efecto real se puede ahora multiplicar con las llamadas «deepfakes», falsedades profundas, que permiten la elaboración de videos completamente falsos, sintetizando la imagen humana que se quiere afectar o dañar y superponiendo imágenes creadas por un ordenador.

Algo habrá que hacer para revertir esta situación. No será fácil articular, con efectos jurídicos, el derecho a la verdad, pero es preciso que lo proclamemos solemnemente aunque solo sea para respetar nuestra dignidad intelectual y también para promover, bajo su espíritu, acciones concretas contra este intolerable dominio de lo falso y lo fraudulento.

A todo lo anterior, se une el riesgo de manipulación masiva de datos individuales que podría llegar a eliminar nuestra capacidad para tomar decisiones personales. Ya se afirma que un algoritmo podría entendernos mejor que nosotros mismos y que ello podría impulsarnos a leer, comprar, amar o hacer, no lo que nos gustaría, sino lo que nos «corresponda», o lo que nos «convenga» según otros algoritmos. Es lo que Harari ha popularizado como «la religión del dataísmo», una religión especialmente útil para dirigir, con mano de hierro, unas ansias consumistas que a veces superan todos los niveles de lo ridículo. La libertad es, entre otras cosas, la capacidad de elegir o no elegir entre distintas opciones y si perdemos esa capacidad, entraremos sin darnos cuenta, en formas de dependencia o esclavitud mental.

La privacidad, la verdad y la libertad están auténticamente en juego y su limitación en cualquier forma empobrecería gravemente la condición humana. No lo vamos a aceptar. Hay que decir que no. Ya.

Antonio Garrigues Walker es jurista.

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