Derechos, historia y política

No hace mucho, hablando con unos colegas no catalanes sobre la actual situación política de Catalunya utilicé la táctica de llevar la reflexión al terreno histórico y jurídico y empezar por plantear cómo se había conseguido ejercer los derechos universales. Ya que éramos historiadores, coincidimos en que la democracia se había construido, con no pocas dificultades, a partir de dos principios fundamentales: las leyes siempre tienen que provenir de la voluntad de los ciudadanos y toda la legislación tiene que respetar los derechos fundamentales y universales de las personas. Y que era una cuestión básica que estos dos principios se consideraran de forma simultánea: si faltaba uno de los dos, aquello no era una auténtica democracia.

La segunda cuestión de la conversación se centró en cómo había variado la consideración de cuáles eran los ciudadanos con derecho político. Dos siglos de revoluciones y luchas forzaron grandes cambios respecto de quién podía ejercer como ciudadano. Primero sólo eran los hombres muy ricos, después todos los hombres y, finalmente, lo son todas las mujeres y los hombres. Y eso se consiguió rompiendo la legalidad entonces vigente y denunciando y luchando contra los numerosos argumentos jurídicos, políticos, filosóficos y teológicos que se oponían. Alcanzar derechos que hoy consideramos incuestionables –el voto femenino o la desaparición de la esclavitud– supuso muy a menudo tener que sublevarse contra gobiernos y utilizar la violencia.

Los historiadores sabemos que, desde las revoluciones americana y francesa de finales del siglo XVIII, los derechos naturales o universales de los ciudadanos son considerados como anteriores a toda constitución política y que, por eso, están por encima de ellas. Y también conocemos bastante bien que un principio fundamental del funcionamiento de la democracia es aquel que plantea que hay que cambiar las leyes para poder atender los derechos naturales exigidos por los ciudadanos. Dicho de otra manera, que nunca la legislación democrática puede impedir el ejercicio de los derechos básicos. Así, ante la demanda de un derecho natural o universal no se puede responder que la actual legislación no lo prevé, sino que hay que analizar si se trata realmente de un derecho justo.

Hasta aquí mis colegas y yo estábamos de acuerdo. La tercera cuestión que debatir vino cuando hubo que concretar si los catalanes formamos o no una colectividad homogénea y, por lo tanto, un sujeto político con derecho a decidir libremente sobre cualquier cuestión que le afecte. Es en este terreno en donde se produce la confrontación entre el derecho previo, el natural, y la legislación posterior. El debate, entonces, se centró en varias preguntas: ¿han de prevalecer siempre las unidades políticas estatales acordadas en el pasado?; ¿tienen que persistir estas unidades incluso cuando se impusieron por procedimientos discutibles en términos democráticos?; una minoría, que constituye una colectividad homogénea, ¿tiene que quedar permanentemente sometida a la voluntad de la mayoría?; si esta minoría manifiesta democráticamente su voluntad de separarse, ¿es justo que el Gobierno y las leyes de la mayoría rehúsen este deseo?

Ante la complejidad que provocaba responder, convinimos que había que analizar históricamente cada caso, pero que la lógica histórica y política nos llevaba a considerar que si una colectividad, que tenía instituciones propias –gobierno y parlamento escogidos democráticamente– manifestaba su voluntad mayoritaria de querer decidir libremente su futuro, esta demanda difícilmente podía ser rehusada, dijeran lo que dijeran las leyes aprobadas en el pasado. Y, mucho menos si resultaba, como era el caso español, que las circunstancias en que estas leyes fueron elaboradas eran bastante diferentes a las actuales.

Estuvimos de acuerdo en que las dos cuestiones relevantes que había que tener en cuenta entonces eran verificar si esta voluntad de emancipación era realmente mayoritaria y ver si la colectividad reunía los requisitos para hacer viable el Estado que quería conformar. Respecto de este segundo requisito, hablamos de la necesidad de una historia común, de un territorio definido, de homogeneidad cultural, de viabilidad económica, de capacidad para mantener relaciones internacionales, etcétera. Eso parecía fundamental, pues servía para desautorizar los argumentos absurdos que sostienen que siguiendo el primer principio se podría llegar a que un pequeño pueblo o una barriada también tuviera su derecho de crear un Estado. No, territorios o localidades que no tienen un sentimiento particularista diferente de sus vecinos que nunca han manifestado políticamente su deseo de constituir un Estado propio, y que no son viables por sí solos para hacerlo, nunca pueden ser sujetos de soberanía. De esta manera estos colegas y yo llegamos a la conclusión de que, en el plan teórico e histórico, resultaba evidente que los catalanes tendrían que tener el derecho a decidir libremente su futuro político y que sería antidemocrático, y difícil de justificar en el terreno ético, impedirlo.

Borja de Riquer

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