Derechos humanos y estatutos de autonomía

Por Lorenzo Martín-Retortillo. Director del Departamento de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense. De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (ABC, 06/04/06):

HE aquí una perspectiva imprescindible a analizar en el actual debate sobre los nuevos Estatutos: ¿Son los derechos humanos materia para los Estatutos de Autonomía o se impone una regulación unitaria para todo el Estado? Adelanto mi opinión en el sentido de que lo correcto y progresista es que el estándar de derechos humanos sea común en toda España. Ojalá todos se aúnen para que todos mejoren y no la fórmula engañosa de a ver quién corre más y adelanta a los otros. Históricamente ha sido un gran paso la internacionalización de los derechos humanos. Por eso entre las páginas brillantes de la «Transición Política» hay que situar las que sellaron el compromiso de España con las grandes «Declaraciones de Derechos»: el Convenio de Derechos Humanos del Consejo de Europa, los Pactos Internacionales de Nueva York, o los Convenios de la Organización Internacional de Trabajo, en materia de derechos de los trabajadores: sindicación, etc. Muchos recordarán la emoción con que se vivían dichos acontecimientos, fruto del esfuerzo conjunto. Como resultó ejemplar la Constitución de 1978 al incluir un ambicioso Título I, actualizando el vivo caudal de dichas Declaraciones, todo, presidido por la Declaración Universal de Derechos Humanos, y vinculándose a la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo: se buscó la conexión inmediata con las fuentes internacionales, en un modelo unitario aplicable a todo el territorio del Estado, sin distinciones o fisuras. Y es que los derechos humanos claman por la generalidad: que en su aplicación no se introduzcan diferencias por razón del sexo, la raza, etc., pero tampoco por razón del territorio. Así se explican dos preceptos clave de la Constitución, el artículo 139, que dispone: «Todos los españoles tienen los mismos derechos (...) en cualquier parte del territorio del Estado», y el 149.1.1ª, que encomienda en exclusiva al Estado, «la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos (...) constitucionales».

Bien distinto el afán de los redactores de los nuevos Estatutos por incorporar nuevos derechos humanos... aplicables sólo en el ámbito de la correspondiente Comunidad Autónoma. Cada uno tirando de la manta y tratando de arrimar el ascua a su sardina. ¡Insólito, sin duda! Si se quiere incrementar el caudal de derechos, los partidos que se unirán para aprobar cada uno de los Estatutos, tienen peso suficiente para conseguir los instrumentos que garanticen que llegue con carácter general a toda España, pero esto no es materia estatutaria (y no me refiero a lo que sea complementar lo existente, sino a lo que se presenta como innovación; aparte de que lo que sea desarrollo de principios rectores de la política social y económica conviene dejarlo a la libre disposición del legislador). Cuando se apuesta por marcar diferencias, se difuminan los ideales de solidaridad firmemente arraigados en algunas fuerzas políticas. Desde hace años, el mundo está en tensión por potenciar los derechos humanos a través de instrumentos internacionales. Se cuentan por decenas los Convenios elaborados aspirando a comprometer cada vez a más Estados, ya sea para auspiciar la eliminación de discriminaciones contra la mujer, para promover los derechos de los extranjeros, para incrementar las prestaciones sociales o, entre otros, para salvaguardar nuevas exigencias ambientales. Es un proceso incesante y permanente, con vivo debate a la hora de la ratificación de los nuevos instrumentos pues no faltan los reticentes, valga como muestra lo que está sucediendo con el Protocolo de Kioto. En la misma línea, la Unión Europea, apuesta decididamente por los derechos humanos, como lo evidencia la Carta de los Derechos Fundamentales del 2000, cualificado instrumento soporte de novedosas aspiraciones: integridad de la persona, no discriminación a consecuencia de la orientación sexual, derecho a una buena administración, condiciones de trabajo justas, etc., que se ha llevado como Parte Segunda del Proyecto de Constitución Europea.

Pensando en ampliar y mejorar, es paradójico lo que sucede con el Convenio de Roma de Derechos Humanos: causa sonrojo que España no haya ratificado aún varios de los Protocolos Adicionales que pretenden incorporar nuevos derechos. Los partidos que apoyan los Estatutos bien podrían aprobarlos: ¡nuevos derechos, pero para todos!

La Constitución abordó el problema de manera global, en el sentido de que además de proclamar los derechos, importa la vertiente judicial y la vertiente penal. Desde la Declaración Universal de Derechos, aparece la idea del «recurso judicial efectivo»: en la práctica no se podría hablar de un derecho humano si no dispone de una opción jurisdiccional. Regular los derechos implica adecuar también el sistema judicial. Cualquier innovación habrá de hallarse sincronizada con la necesaria adaptación del ordenamiento procesal. Por eso, y porque se parte de un bloque unitario, la Constitución encomienda la ordenación judicial y procesal al Estado y no a las Comunidades Autónomas (artículo 149.1.6ª). No es congruente considerarse habilitado para crear nuevos derechos sin disponer de lo procesal. Es como si se quisiera colocar la locomotora cuando aún no están las vías y ni siquiera se sabe si las habrá.

Algo similar ocurre con lo penal. Un Estado no cumple con sólo declarar un derecho: resulta indispensable movilizar importantes energías penales. En dos direcciones. Aludía a la «Transición». Recuérdese una de las consecuencias de los «Pactos de la Moncloa»: dado que los nuevos aires de libertad legitimaban conductas antes prohibidas, había que expurgar el Código Penal. Si se afirmaba la libertad y la igualdad, suprimido el adulterio de la lista de los delitos; lo mismo con las secuelas propias de la libertad de partidos políticos, libertad sindical, etc. Desaparecieron así de cuajo significativos delitos incompatibles con la democracia: ¡a más derechos, menos delitos!

Pero hay otra perspectiva. No basta con afirmar un derecho, el Estado queda comprometido a garantizarlo. Una de las formas de asegurar la garantía es la protección penal. Nadie dudará de la trascendencia de reconocer el derecho a la vida, pero no basta: de hecho, no se protege el derecho a la vida si no se ponen todos los medios para impedir que haya asesinatos. Penetran así en el Código el delito de homicidio o el de asesinato. Como no somos ángeles, cada nuevo derecho que se proclama sería papel mojado sin el refuerzo de los correspondientes tipos penales. Así, ¡a más derechos, más delitos! Por eso, sabiamente, la Constitución atribuyó al Estado la competencia para la redacción del Código Penal (artículo 149.1.6ª), y no a las Comunidades Autónomas. Opción unitaria que se justifica además habida cuenta de la movilidad de una sociedad tan dinámica y tan viajera como la española.

Es sabia la Constitución, dando una visión unitaria a todas las piezas del sistema de derechos humanos. Se comprenden las aspiraciones del ego de la clase política local, pues todos somos humanos. Pero hay cosas serias que deberían estar por encima de veleidades y caprichos, como los derechos humanos, meta nunca definitivamente alcanzada y en la que nos aguardan -a todos- importantes jornadas por recorrer. No entiendo la falta de solidaridad que el intento representa. Pero es que además no encaja en el modelo constitucional. O se cambia, o habrá que admitir que se está burlando.