Derechos y deberes de la memoria

Valentí Puig, escritor (ABC, 06/06/05).

En los huecos de la memoria histórica se agazapa siempre el error que se reiterará forzosamente a diferencia de aquella magnanimidad que se fortalece y ennoblece en la justa memoria, en la memoria fiel, en la dignidad de recordarlo todo, la sangre en la calle, los casquillos, el estallido y la humareda, la zozobra, el escarnio terrorista, el funeral del adiós. Vencer al terrorismo sin una memoria viva de sus víctimas sería una victoria en falso. En una reflexión sobre la ética y la política, Vaclav Havel alude a situaciones históricas en las que estuvieron enfrentadas dos dimensiones de la responsabilidad política: por un lado, la responsabilidad por la integridad moral de la sociedad, y por otra parte la responsabilidad por las vidas humanas. A la sociedad española se la sitúa en una disyuntiva de esta naturaleza cuando le hablan de un probable final del terrorismo de ETA, de la posibilidad de negociar, de indicios agónicos que afirman la oportunidad de acelerar la fase terminal. Quedó rubricado parlamentariamente, con el apoyo de grupos como IU y ERC.

En la manifestación masiva del sábado convocada por la Asociación de Víctimas del Terrorismo confluían, entre otros, dos elementos: el deber de guardar la memoria respetuosa de los muertos, de las víctimas del terror, y el derecho a requerir que esa memoria no sea tergiversada por la táctica sin contrastes de pretender acelerar ficticiamente el proceso histórico y prometer paz mientras Herri Batasuna y ETA están imponiendo condiciones todos los días. Lo que sabían los manifestantes del sábado es fruto de la experiencia del dolor y también de la simple experiencia: es inútil apaciguar a quienes no quieren apaciguarse. La memoria sirve para comprender que para que una sociedad supere la amenaza del terrorismo es esencial la claridad moral porque la democracia y la libertad no sobreviven indemnes a la ambivalencia. Tantos años aprendiendo esa dura lección para luego caer en un cálculo ingenuista con toques de maquillaje mesiánico: creerse el escogido para sajar los nudos gordianos de la complejidad de un mal histórico como es el terrorismo de ETA. A ese trance tan mudable parece haber llegado Rodríguez Zapatero a lomos de una mayoría tan precaria y apuntalada por el carácter equívoco de sus apoyos parlamentarios.

Natan Sharansky sostiene que es mucha más grande la división entre el mundo de la libertad y el mundo del miedo que la existente entre las facciones que compiten en una sociedad libre. Sería una victoria de ETA que llegásemos a ver como borrosa la diferencia entre ambas distancias: entre el Gobierno y la oposición, entre quienes desean la negociación y quienes la creen inviable, establecemos la distancia propia de las disensiones intrínsecas de una sociedad abierta, pero esa es una relación que puede ser conflictiva y a la vez complementaria: lo otro es muy distinto. Tanto quienes asistieron a la manifestación del sábado como quienes puedan haberla criticado pertenecen al mundo de la libertad y lo que tienen enfrente es el mundo del miedo. Con todo, reconocer a ETA cualquier legitimidad para la negociación viene a ser como contribuir a la perpetuación de los poderes del miedo. Es la diferencia crítica que Saransky advierte entre el mundo del miedo y el mundo de la libertad: en el primero, el desafío principal es hallar la fuerza interna para enfrentarse al miedo; en el segundo, el desafío consiste en encontrar la claridad moral para ver el mal. Estamos exactamente en eso.

Estamos en eso y gobierna España Rodríguez Zapatero. A él le corresponde sacarnos del atolladero, liderar la esperanza colectiva y sumar afanes. A todo gobernante siempre le concierne la gran pregunta de Maura: si alguien perseguido por vociferaciones sectarias o, ciegas o no, buenas o de mala fe, acude a las puertas del poder público y las encuentra cerradas, «¿en dónde se refugiarán la razón y la justicia, ni qué resortes morales le quedan a una sociedad que ve que los poderes abdican y anteponen la comodidad al deber?». Esa es la responsabilidad y la terrible soledad del gobernante. En casos así, la traslación «urbi et orbi» de uno u otro talante es -como seguramente sabe el actual inquilino de La Moncloa- un ensueño y un riesgo cierto. Son de otra índole las filigranas que uno pueda atribuirse legislando para transformar de la noche al día las costumbres morales de una sociedad o inventándose risueñamente un nuevo orden mundial a la medida de un discurso político compartido con la inmadurez. En estos casos, la posibilidad de maniobra, por estrecha y costosa que sea, es constitutivamente distinta a la que se refiere a la bancarrota total de uno u otro terrorismo. Es incluso postulable que en ese territorio ni tan siquiera el estado de gracia tenga validez alguna. Puesto que ahí el gobernante se adentra más que nunca en el corazón de las tinieblas, toda prudencia política es poca.

En coincidencia con la manifestación del sábado, la llama de decenas de miles de velas evocaba en Hong Kong la memoria de los muertos de Tiananmen, hace dieciséis años. Es otro caso en el que memoria viva y desmemoria sistémica pugnan por preservar o desalojar de la escena histórica las víctimas de otro horror. En el caso de las víctimas de ETA, ha sido desafortunado que la desconfianza ante una negociación planteada con premuras y zonas de sombra haya tenido que desembocar en una manifestación, pero así tuvo que ser porque, aunque Zapatero dice que no pagará precio político por la paz, hasta ahora todos hemos percibido y visualizado mucho más el precio que la sociedad iba a pagar que el precio que debieran pagar los terroristas.

El sábado la memoria de los muertos impuso la primacía de lo justo sobre lo políticamente coyuntural. En más de un aspecto, una política de calidad pudiera afianzarse en ese nuevo margen si el presidente del Gobierno intentase ejecutar un gesto moral por encima de su estilística gestual acostumbrada, sumándose a la urgencia de claridad moral. Hay quien dice que eso es impracticable, por falta de visión y por el lastre de sus aliados parlamentarios. Cierto es que, en fase de depreciación demoscópica, la hipótesis de avance que Zapatero tiene más a mano consistiría en la incierta gloria de pactar con el BNG en Galicia. Esa es una dinámica que reduce las posibilidades del optimismo antropológico a la mera duración política entre huecos de la memoria. José Luís Rodríguez Zapatero puede rectificar, pisar a fondo el freno y cambiar la semántica de sus últimas intervenciones o puede proseguir creyendo que a su modo logrará concordar la memoria de las víctimas, la factura de la paz y las estrategias terroristas de ETA y Herri Batasuna. Cuando la claridad moral escasea, un malestar ingrato introduce fisuras innecesarias en las sociedades abiertas. Es el panorama menos saludable para las circunstancias presentes de la vida pública de España, más allá de la conveniencia de los partidos políticos. Hay muchas cosas por hacer y lo que menos podía esperarse era tener que dar pasos hacia atrás para vertebrar el mundo de la libertad frente al mundo del miedo.