Ni contigo ni sin ti. Con estos términos se podría describir la situación en la que nos encontramos todos los países que compartimos el euro. Con el euro nos vemos forzados a poner en práctica una política económica que nos conduce al estancamiento y, como consecuencia de ello, a la dificultad, que ya veremos si no es imposibilidad, de hacer frente a las deudas privadas y públicas que hemos contraído. Pero sin el euro intuimos que acabaríamos estando mucho peor. En los sondeos de opinión se detecta una pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones de la Unión Europea, especialmente en aquellos países que han sido intervenidos o que corren el riego de serlo, pero en ningún sondeo aparece una mayoría partidaria de salir del euro en ningún país. Se está en contra de la política que la pertenencia a la zona euro implica, pero se está a favor de mantener el euro como moneda. Esta es la contradicción en la que estamos instalados.
Es cierto que no todos los países nos encontramos exactamente igual ante esta situación. La evolución de la prima de riesgo nos lo recuerda diariamente. Pero no lo es menos que, como recordó el expresidente Felipe González en la Fundación Alternativas el pasado miércoles, todos nos encontramos en ella, ya que ningún país de la zona euro escaparía a las consecuencias de una intervención de España e Italia. Mejor dicho, no es posible siquiera contemplar la intervención de España e Italia, porque antes saltaría el euro por los aires.
De esto es casi de lo único que podemos estar seguros en este momento. Dentro del euro no es posible poner en práctica una política de crecimiento económico. Los países que podrían hacerlo, no quieren. Y los demás, no podemos. Mientras no cambie la orientación de la política económica en los países que comparten el euro, es imposible salir de esta situación.
Este es un límite para la acción política con el que hay que contar en el interior de cada Estado. Para la mayor parte de los países del euro una política económica expansiva no es una alternativa. La política de ajuste es la única posible, porque es la única que cuenta con financiación. No sabemos, además, por cuanto tiempo se va a tener que prolongar esta política de ajuste. No disponemos de previsiones sobre el momento en que empezaremos a estar en condiciones de crecer económicamente y de crear empleo. Tras el fracaso de todas las previsiones que se hicieron a lo largo de estos últimos cuatro años largos, ya prácticamente nadie se atreve siquiera a hacerlas. Ajustes por tiempo indefinido. Este es el horizonte en que tenemos que movernos.
Ante ese horizonte el Gobierno puede optar por imponer el ajuste en solitario a partir de su mayoría parlamentaria o por pactarlo con los demás partidos políticos. Tan legítimo es lo primero como lo segundo. Cuando se dispone de una mayoría parlamentaria tan rotunda como aquella de la que dispone el PP en esta legislatura, es obvio que no se le puede hacer ningún reproche porque se considere legitimado para decidir unilateralmente los ajustes que se tienen que hacer. Tanto desde el punto de vista del contenido de los mismos como también del ritmo con que deben imponerse.
Ahora bien, el que sea legítimo no quiere decir que sea prudente. Estamos ante una situación excepcional, como nos ha dicho en repetidas ocasiones en los últimos días el presidente del Gobierno, y ante una situación excepcional, que exige la adopción de medidas excepcionales, no parece que la unilateralidad en la toma de decisiones sea la más razonable.
Entre otras cosas, porque dicha unilateralidad puede derivar fácilmente hacia una imposición autoritaria, en la que se abusa de la legislación de urgencia y se prescinde del elemento deliberativo esencial de toda democracia representativa. Ya se están dando pasos en esa dirección. La utilización frecuente del decreto ley. El anuncio de medidas de recortes de diez mil millones de euros en temas tan sensibles como la sanidad y la educación, mediante una nota de prensa, unos días después de haber presentado oficialmente los Presupuestos Generales del Estado, retrasados durante meses con el argumento de que hacía falta tiempo para hacerlos llegar a las Cortes con la debida maduración. La negativa a aceptar la comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados para explicar tales recortes retorciendo el Reglamento de la Cámara. La huida del presidente en el Senado, a fin de no responder a preguntas de los periodistas sobre los recortes. La línea que separa la unilateralidad legítima de la deriva autoritaria que deja de serlo es muy delgada.
Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla.