Derrotado pero no vencido

En junio de este año, un grupo de 100 personas con responsabilidad de gobierno en anteriores administraciones, directores de campaña en pasadas elecciones y expertos, de orientación tanto republicana como demócrata, se reunieron para realizar una simulación de los posibles escenarios bajo los que transcurriría la transición de poder de un presidente a otro en caso de que Trump perdiera las elecciones. El objetivo de ese grupo era garantizar la integridad del proceso de transición de tal manera que hubiera una entrega pacífica del poder por parte del republicano y que el 20 de enero, tal y como establece la Constitución estadounidense, el país tuviera un nuevo presidente.

El mero hecho de que se convocara un ejercicio de esa naturaleza en un país como EEUU (no en Kosovo, Haití o Gambia), ya proporciona una idea clara de la situación en la que la nación enfrentaba las elecciones. Para complicar más las cosas, el resultado de las cuatro simulaciones dejaba sobre la mesa una transición de poder muy complicada en caso de una derrota de Trump por un estrecho margen (justo lo que estamos viendo). Comparada con este escenario, la disputada elección que enfrentó a Bush hijo con Al Gore en 2000 se quedaba tan corta que había que retrotraerse al caos, violencia y divisiones de la elección presidencial de 1876 para encontrar algo remotamente parecido. Lo peor del ejercicio, leído seis meses después, es que proporciona un guion milimétricamente exacto de lo que estamos viendo desde que a las 6:49 del miércoles el presidente Trump compareciera primero en Twitter y luego ante los medios de comunicación para anunciar que había ganado las elecciones, denunciar el fraude que se estaba cometiendo y reclamar que se detuviera el recuento.

Derrotado pero no vencidoEntre los elementos del guion de junio que se están cumpliendo escrupulosamente destaca la advertencia de que la decisión de litigar sobre los recuentos no requeriría de justificación o base legal y que estos no se resolverían en los tribunales, sino que tendrían como objetivo coaccionar políticamente al adversario para forzar su mano, lo que podría incluir demostraciones de fuerza o violencia en la calle. También, y de forma más preocupante, concluía que la transición estaría en peligro dada la enorme asimetría entre el poder del que dispondría Trump como presidente en ejercicio y el candidato ganador, Biden, no descartando el lanzamiento de alguna operación militar en el extranjero, la destrucción de documentación sobre su mandato, la concesión de fondos federales a sus empresas o la aprobación de indultos para las personas condenadas durante su mandato por interferencia extranjera y otras prácticas corruptas o ilegales.

Trump ha sido derrotado, pero no está vencido, así que hará todo lo posible por quedarse en la Casa Blanca, volver pronto a ella o controlarla desde fuera. Que Twitter y otras plataformas estén etiquetando sus afirmaciones como engañosas y que la cadena conservadora Fox no le esté siguiendo el juego no cambia mucho las cosas. Una parte del partido republicano no romperá con él públicamente, porque Trump, lo han visto con sus propios ojos, es extremadamente eficaz en las urnas. La otra tampoco lo hará porque tendrá tanto miedo a Trump, cuya brutalidad también ha visto con sus propios ojos, como a los votantes, a los que han visto salir a votar en masa por Trump. El relato de victimismo y fraude que está construyendo junto a, hay que reconocerlo, sus muy buenos resultados, son la mejor plataforma para asegurarse de que los cuatro años de Trump no sean un paréntesis populista radical en la vida política de EEUU, sino la consolidación de una política basada en la polarización y la fractura y liderada por él o sucesores calcados de él, incluso genéticamente si, como se sospecha, nombra sucesor suyo a alguno de sus hijos.

Con sus resultados y relato, Trump mantiene secuestrado al partido republicano, que no podrá volver a su ser, e hipotecado a Biden, que por muy razonable que sea no podrá reconstruir los espacios de diálogo y consenso entre los dos partidos que el país necesita, unir a la sociedad, y aún menos lograr que el Senado (que no sabemos si seguirá siendo republicano) y la Cámara de Representantes (donde los demócratas han perdido presencia) trabajen juntos. No descartemos que Trump prefiera salir esposado de la Casa Blanca para así alimentar el relato victimista y antisistema.

Para los demócratas es una victoria inmensa, pero agridulce. Han ganado a Trump pero por el momento no han conseguido doblegarlo. Enfrentaron a los votantes de Trump con el candidato menos radical y amenazante que tenían, un hombre mayor, gris y tranquilo que lleva toda la vida demostrando su centrismo y disposición al diálogo, y casi fracasan. Si no llega a ser por la Covid-19, con la economía funcionando como un tiro, la Bolsa al alza y el desempleo en el 3%, Trump se habría impuesto con toda claridad. El shock hubiera sido increíble porque el relato de que en 2016 Trump les cogió desprevenidos, lo cual es cierto, no es posible mantenerlo después de que durante cuatro años, a la vista de todo el mundo, Trump haya demolido una por una todas las convenciones que regían la Presidencia, desde no alentar la violencia a fomentar el racismo, desde no emplear a sus familiares a no hacer negocios o desde despedir a los funcionarios incómodos o mentir descaradamente día tras día en el atril de la Casa Blanca y hostigar a los periodistas.

Como en el binomio Madre y tarta de manzana que se usaba para decir en qué creen todos los americanos, Trump ha logrado que el partido republicano haya vuelto a ser una gran tienda de campaña bajo la cual caben casi 70 millones de votantes unidos por dos sencillas proposiciones: una, que los demócratas son una amenaza para su identidad; dos, que los demócratas son una amenaza para la economía. Al otro lado, los demócratas han logrado otra gran tienda de campaña bajo la cual se han cobijado casi 74 millones de personas unidas por el rechazo a Trump pero no mucho más. Eso permite desalojar a Trump de la Casa Blanca, lo cual lo representa todo, así que, como dicen allí también, «lo que bien acaba bien está».

El mensaje que nos deja la elección estadounidense, y que será leído con mucha atención en todo el mundo, es que la polarización funciona. La internacional nacional-populista, que tanta inspiración, dinero y técnicas de campaña y guerra sucia ha encontrado en Trump, no va a ver en esta elección un incentivo para abandonar la lucha. Al contrario, va a redoblarla recurriendo aún más a las teorías de la conspiración, el constante asalto y debilitamiento de las instituciones y, sobre todo, con la confirmación de lo exitoso, por falso que sea, del guion trumpista en el que solo un líder de fuera del sistema es capaz de hablar en nombre del pueblo contra los poderes establecidos. Con todo, no debemos caer en el pesimismo. El daño que Trump haga desde fuera de la Casa Blanca, tanto a EEUU como al resto del mundo, será infinitamente menor que el que haría en un segundo mandato. Aunque los demócratas no vayan a lograr inmediatamente restaurar el sistema a los valores anteriores del 2016, no ya en términos de políticas públicas, sino de mero funcionamiento institucional y de las administraciones públicas, parar las máquinas y dejar de provocar daño ya abrirá un espacio en el que comenzar a trabajar en la reconstrucción institucional, también en reconciliar a EEUU con Europa y el mundo democrático.

En España, el espectáculo antidemocrático que está ofreciendo Trump, junto con el manejo de las redes sociales por parte de Vox, que reproduce miméticamente las teorías de la conspiración de la extrema derecha estadounidense, ofrecen al Partido Popular otro incentivo adicional para mantener la distancia que su líder, Pablo Casado, comenzó a dibujar en la moción de censura aunque, por desgracia, Pedro Sánchez no se sienta impelido a hacer lo mismo con los nacionalistas y populistas de izquierda de los que depende para seguir gobernando en la creencia, también aquí, de que la polarización mejora sus posibilidades de conservar el poder.

Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED, director de la Oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations y columnista de EL MUNDO.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *