Ya suman mucho los detalles que conducen a bastantes ciudadanos a replantearse el funcionamiento de algunas instituciones políticas. Porque en lugar de acercarles, les alejan del sistema democrático vigente. No de la democracia, sino de su manifestación concreta en España.
En los últimos meses, los síntomas de que hay algo enfermo en la construcción de la democracia en España y en Europa se multiplican. Sin ánimo de ser exhaustivo, cabe referirse a dos recientes decisiones del Parlamento Europeo: la aprobación de la jornada de 65 horas semanales y la directiva sobre el internamiento de inmigrantes. No hace falta discrepar de la ferocidad de su contenido para estar en desacuerdo. Basta con observar el procedimiento.
Los que se sienten heridos por esos debates y sus resultados no son ninguna excepción, sino todo lo contrario, cuando manifiestan su escándalo por el hecho de que unos parlamentarios elegidos se atrevan a votar un texto como el del internamiento. Insisto, al margen de su contenido. Porque no había nada en el programa electoral con el que se presentaron que les habilitara para ello.
¿Quiénes entre los votantes de la lista socialista al Parlamento estaban y están a favor de semejante directiva? Pues me temo que pocos. Pero, sobre todo, a ninguno de estos votantes le ha sido consultada, le ha sido brindada la oportunidad de manifestar su acuerdo o su desacuerdo, o ha podido seguir un debate al respecto. Y eso sobre un texto que altera gravemente el espíritu de la construcción de la Europa de las libertades y la democracia. De las 65 horas se podría decir algo semejante, aunque en ese caso se añade el agravio de que quienes lo han decidido con sus votos europeos viven como rajás, con jornadas laborales y prebendas sin cuento mientras discuten esa brutal propuesta que jamás les afectará a ellos.
Es grave que no sean situaciones excepcionales. Y esto hace pensar en que quizás estamos asistiendo a una deriva, una corrupción severa del sistema de representación política. Por ejemplo, en el terreno doméstico, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero nos avisaba, en la entrevista que concedió al periódico EL PAÍS unos días antes de las elecciones generales, de que él no iba a aplicar la mejora de la ley del aborto porque, aunque estaba en el programa electoral, jamás le habíamos escuchado defender el sistema de plazos.
La vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, nos obsequió días después con un argumento parecido diciendo que no había demanda social para corregir un sistema que otras mujeres, sobre todo las afectadas, consideran humillante y mentiroso, porque obliga a las mujeres que recurren al traumático proceso del aborto a esgrimir desequilibrios psicológicos para ejercer lo que muchos consideramos un doloroso derecho, que tienen que practicarles en clínicas privadas porque el Gobierno no tiene el valor de hacer que se aplique en el sistema público.
Más doméstica aún es la decisión de los socialistas madrileños, que parecen asistir tranquilos al desguace de la enseñanza pública en la comunidad que preside Esperanza Aguirre, y se apuntan a la enseñanza concertada en lugar de exigir que se ponga en pie de una vez la financiación suficiente para que el Estado cubra una exigencia social. Ya sabemos todos que el deterioro tiene su origen en que los institutos se saturan de inmigrantes con un bajo nivel educativo, y sabemos todos que eso sólo se arregla con más inversión y contrataciones de profesores de apoyo. Pero la federación que preside Tomás Gómez ha optado por la solución fácil: enseñanza concertada para los niños españoles y acercamiento facilón a quienes votan a la derecha para intentar quitarle apoyo al Partido Popular por ahí. ¿Ha votado algún elector a los socialistas madrileños para que dejen de lado la enseñanza pública?
Se puede seguir, porque vale mucho la pena. ¿Qué decir de los socialistas catalanes de origen charnego que asumen el discurso victimista del nacionalismo, con las balanzas fiscales por medio, para ganarse el aprecio de los votantes catalanistas? El expolio pasa a ser un argumento y la solidaridad una estupidez, incluso un crimen, que pesa sobre los hombros de la explotada Cataluña. ¿Ha votado algún elector catalán a los socialistas para que digan que ya está bien de alimentar a los parásitos extremeños?
La sobreabundancia de ejemplos, que afectan a casi todos los partidos políticos y a muchas instancias de distinta índole, obliga a plantearse que no se trata de hechos aislados, sino de una bien asentada tendencia que marca una distancia enorme entre las decisiones de los ciudadanos y las de los políticos que teóricamente nos representan. Y resulta lamentable que eso sea aceptado sin apenas (muy honrosas, pero pocas) excepciones entre los políticos que las aplican. Por volver al primero de los ejemplos, salvo Josep Borrell (ya le han castigado) y Raimon Obiols, que votaron en contra, y la abstención de otro eurodiputado, los demás componentes del grupo socialista se inclinaron por dar su sufragio a la propuesta de internamiento sin juicio de personas que no han delinquido.
Yo conozco a algunos de estos eurodiputados, a algunos les respeto y les tengo aprecio. O quizá les respetaba y les apreciaba. ¿Por qué votaron eso, que me consta que va contra su conciencia? Por orden del partido. Esa institución que les garantiza el cargo y les manda con severidad que cometan lo que Santos Juliá ha definido como una infamia. Los rocambolescos argumentos que se sueltan desde el poder para justificarlo se parecen a los que Chamberlain hizo para justificar la entrega de Checoslovaquia a Hitler en 1938: hay que calmar a la bestia, que en este caso es Berlusconi.
Está la tendencia y está el sentido. Porque en todos los casos, sin excepción, se atisba un retroceso en las libertades o en los principios. Hay un discurso que lleva dentro la idea de calmar a la derecha, política o social. Pero a los votantes no nos han preguntado si queremos hacerlo al precio de que no haya ley de plazos para el aborto, que la educación pública se vaya al cuerno, que se abra una brecha xenófoba entre autonomías ricas y pobres o que se pueda meter en la cárcel a los negros miserables.
Y siempre el eterno mecanismo: lo que conviene se borra del programa, o se abordan soluciones que no estaban en el mismo. En función de la legitimidad que los elegidos han obtenido con el voto. Una vez que el voto es suyo, el contenido de las propuestas pierde sentido. El argumento fundamental es el de actuar para ganar elecciones o, más miserable, para mantener el privilegio del cargo. Al margen de la voluntad de quienes les hemos dado nuestro voto, insisto.
Los partidos políticos pueden hacer eso con impunidad porque aún se mantiene incumplido el mandato constitucional de aplicar sistemas democráticos a su gestión. Pero todos sabemos quiénes tienen que votar las leyes que rigen sus mecanismos: los propios interesados, los jefes y los que les obedecen porque les deben el puesto. Es así de sencillo, y de viciado.
Yo tengo que confesar una gran vergüenza: uno de los argumentos que barajé para decidir mi voto en las últimas elecciones fue el miedo a la derecha, que traía consigo un tono y un explícito mensaje capaz de poner los pelos de punta a cualquiera. Pero la mínima decencia me obliga a negarme la posibilidad de incurrir de nuevo en algo así. Porque la democracia y la libertad me importan demasiado.
Sé que lo que digo no responde a un caso aislado. Cada vez hay más ciudadanos que se preguntan sobre su voto. Ciudadanos que, por estar a favor de una democracia solidaria, de derechos y libertades, están más al borde de la desafección.
Jorge M. Reverte es escritor.