Desafío tras el 20-D: más allá de un buen relato para la gestión

Amenos de un mes del 20-D, partidos y analistas coinciden en algo: todo puede pasar. La campaña llega tras veinte meses de encuestas que avisan que España dejará de votar por tradición. Desde enero de 2014 la mente de uno de cada dos votantes se ha paseado por opciones políticas diferentes a la siempre albergada. El independentismo y el terrorismo además han irrumpido en la agenda, y podrían llegar a modificar las dinámicas de la intención de voto. Lo que pase en campaña será ciertamente determinante del resultado electoral.

Es posible que unos y otros efectos se equilibren entre sí, y que el resultado sea una recolocación de la tradición. Ahora bien, después del 20-D ya nada será igual en la política española, pues esta incertidumbre de hoy señala que todos los partidos tendrán que adoptar importantes transformaciones en la forma de tratar con los ciudadanos.

Es este un reto que están abordando todos los gobiernos, que además de tomar las medidas para resolver la crisis, tienen que buscar la mejor forma de explicarlas. En ese empeño han caído con frecuencia en la disyunción de si es preferible poner el énfasis en los hechos o en los mensajes, en los datos o en los efectos, en la realidad o en el símbolo.

Pero es esta una disyunción tramposa que, ignorando las propuestas de relevantes científicos sobre el funcionamiento del «cerebro político» así como los avances del neuromarketing (que hace tiempo que instan a integrar en los mensajes ración y emoción), ha llevado a cometer importantes errores: o bien el de quedarse en el relato vulnerando incluso la realidad relatada (como le sucedió a Zapatero con la negación de la crisis, olvidando que el ciudadano también recibe mensaje a través de sus experiencias); o bien a seguir calendarios erráticos, creyendo que un gobierno se puede dedicar primero a gestionar pues ya más tarde lo contará (lo sucedido a Rajoy, a quien los ciudadanos apenas pudieron escuchar durante los primeros tres años de legislatura).

Los estudios sobre cómo los españoles evalúan la política y (des)confían de los políticos señalan que el problema es profundo y complejo. En 2008 se dio un primer punto de inflexión por el que el ciudadano «se desinerció»: si hasta entonces le influía la adscripción partidista, valorando positivamente al gobierno si éste era «de su cuerda», hiciera este lo que hiciese, la grave crisis hizo que al votante le importara más que antes temas como la estabilidad en su puesto de trabajo o la factura de la luz.

Pero los estudios revelan que a partir de 2012 otras motivaciones –en las que la corrupción ha sido determinante– se han hecho además presentes en los españoles a la hora de juzgar: a la gente le importa también el proceso con el que se gestiona la política, y pone el acento en aspectos como la transparencia, integridad y participación. En definitiva, por la crisis ahora el ciudadano premia y castiga (incluso a su partido) mucho más, pero sobre más cosas que sólo la gestión.

Sí, porque hay crisis, al ciudadano le importa que el líder esté enfocado en los problemas. Pero le importa también que quien resuelva lo haga escuchando, poniéndose –sin imposturas– en el lugar del gobernado.

Se equivoca quien piense que esto es sólo una cuestión de estilo, y que bastaría con volver al relato; como también lo hace quien crea que a la gente hoy le importan menos unos buenos resultados. Se trata de una capacidad de diálogo que va mucho más allá de generar una imagen con efecto de cercanía. Por eso, las dos nuevas formaciones –Podemos y Ciudadanos– no son a este respecto más que apuestas parciales. Y los intentos de estos días de humanizar al candidato en nuevos formatos televisivos, además de estar ya obsoletos en otros países, no llegan a la altura de lo que realmente hace falta.

A partidos y gobiernos se les ha puesto por delante el reto de mostrar autoridad (sólo así podrán afrontar los inquietantes desafíos) entablando un verdadero diálogo con la sociedad. Esto implica llevar a cabo complejos procesos de participación, estar en sintonía (conocer de verdad a la gente); y como no son sólo dos partes sino múltiples, en una posición de mayor igualdad (el ciudadano, acostumbrado a la interacción en la Red, además de no soportar los mensajes unidireccionales, tiene más poder que antes para emitir mensaje), el reto implica también generar la empatía que facilite la incorporación de los votantes a las decisiones sobre los asuntos que les afecten. Es mucho más que humanizar a un candidato.

Se trata de un objetivo de largo plazo, en el que ganarán los políticos y gobernantes que tengan visión suficiente como para sumar, a lo mejor de la política tradicional, la sabia y profunda interpretación de estos avisos de transformación.

María José Canel es catedrática de Comunicación Política. Universidad Complutense de Madrid.

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