Desafíos ante la gestión de las profundas crisis en Yemen

Tema: La principal preocupación del presidente Saleh no es otra que conservar el poder político y económico en sus manos mientras viva, para después cederle el testigo a su hijo. EEUU y la comunidad internacional están preocupados por la amenaza que al-Qaeda representa a la paz regional e internacional, mientras que muchos yemeníes ilustrados se muestran preocupados por las posibles tensiones entre el objetivo de Saleh y el de la comunidad internacional.

Resumen: Todo hacía presagiar que la primera década del nuevo milenio sería la mejor para Yemen en los tiempos modernos. Sin embargo, en el verano de 2004 estalló una rebelión en la región de Saada, en el norte del país, que sigue abierta a fecha de hoy. A mediados de 2007, el resentimiento popular contra el régimen del presidente Ali Abdullah Saleh en las provincias del sur alcanzó nuevas cotas, con miles de personas manifestándose en las calles a diario. Mientras Saleh se mantenía ocupado librando una guerra contra los insurgentes del norte y tratando de acallar el profundo descontento popular en el sur, miembros de las facciones saudí y yemení de al-Qaeda se agrupaban en una rama conocida ya como al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA). Toda estrategia que pretenda atajar de forma contundente las complejidades de la problemática yemení deberá reunir las siguientes condiciones: (1) deberá ser amplia en su alcance y abarcar cuestiones de índole política, económica y de seguridad; (2) tendrá como objetivo prioritario la resolución de los conflictos políticos abiertos en norte y sur; y (3) logrará una implicación plena de Saleh mediante una combinación de incentivos y desincentivos.

Análisis

Todo hacía presagiar que la primera década del nuevo milenio sería la mejor para Yemen en los tiempos modernos. Al inicio de la década, el presidente Ali Abdullah Saleh, que accedió al poder en Yemen del Norte en 1978, había sobrevivido a la unificación de los dos Yémenes, eliminado a sus detractores socialistas del sur en la breve guerra civil de 1994 y resuelto los conflictos fronterizos del país con Omán, Eritrea y Arabia Saudí. Asimismo, había centralizado el poder en sus propias manos y en las de sus leales vástagos, hermanos, sobrinos y familia política, debilitando a todas aquellas personas que pudieran hacerle sombra, entre las que se encontraban posibles competidores de su familia, clan, tribu, partidos gobernantes y de la oposición, el país en su conjunto e incluso políticos yemeníes en el exilio. Saleh debió de pensar, mientras preparaba a su hijo, el coronel Ahmed, para sucederle en el cargo, que ponía así fin a un capítulo de la historia yemení.

Sin embargo, a mediados de la década, los grandes logros de Saleh empezaron a tambalearse. Durante el verano de 2004 estalló una contienda que permanece abierta a fecha de hoy en la región de Saada, en la zona norte del país, con acusaciones cruzadas entre el gobierno de Saná y un grupo chií conocido como los houthis, a quienes acusa de tratar de reinstaurar el imanato que dominó la historia yemení durante más de un milenio hasta el derrocamiento definitivo del régimen en 1962. En 2005 la dividida oposición yemení, que el propio Saleh había contribuido a debilitar, sorprendió al mandatario al adoptar una agenda de reforma conjunta de gran alcance, entre cuyos puntos destacaba el deseo de crear un gobierno parlamentario semejante al de la India, el Reino Unido y muchos otros países genuinamente democráticos. A finales del verano de 2006, la oposición hizo frente común presentando un único candidato para plantar cara a Saleh durante las que fueron las primeras elecciones presidenciales razonablemente competitivas de la historia del país.

A mediados de 2007, el resentimiento popular contra el gobierno de Saleh alcanzó su máxima expresión entre la población de las provincias del sur, territorio conocido antiguamente como Yemen del Sur, cuando miles de personas tomaron las calles a diario como símbolo de protesta. La situación se complicó de forma significativa cuando los elevados precios del petróleo de los que dependía el régimen de Saleh para satisfacer las necesidades del país en materia de divisas duras se desplomaron a finales de 2008, privando al país de casi el 65% de sus ingresos en divisas extranjeras. Mientras Saleh se mantenía ocupado combatiendo a los insurgentes del norte y tratando de acallar el profundo descontento popular del sur, miembros de las facciones saudí y yemení de al-Qaeda se agrupaban en una rama conocida ya como al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA).

Saleh, que celebró sus 31 años en el poder el pasado mes de julio, cita con frecuencia un viejo proverbio yemení al dirigirse a periodistas y visitantes: “gobernar Yemen es como bailar sobre cabezas de serpientes”. Es probable que Saleh se remita a esta imagen para sugerir que gobernar el país no es tarea sencilla y que él es el único bailarín capaz de bailar sin recibir la fatal mordedura. Pero la convergencia de los imponentes desafíos a los que se enfrenta Yemen –un guerra en el norte, un movimiento secesionista en el sur, AQPA y la crisis económica– ciernen una oscura sombra de duda no sólo sobre la capacidad del bailarín para ejecutar su baile, sino también sobre la estabilidad del escenario sobre el que actúa.

La guerra del norte
Durante gran parte de la historia yemení en la era islámica, fueron los hachemíes, que representan en torno al 12% de la población actual, que asciende a 24 millones de habitantes, quienes ostentaron el poder político, económico y social. Los hachemíes, que dicen ser descendientes del profeta Mahoma a través de los hijos de su hija Fátima, gobernaron Yemen de forma intermitente durante alrededor de 11 siglos. Legitimaron su reinado explotando dos mecanismos: (1) las enseñanzas del zaidismo, una rama muy moderada del islam chií que sigue aproximadamente el 25% de la población yemení; y (2) una estructura social esmeradamente definida y preservada en la que los roles políticos, económicos y sociales vienen determinados por linaje.

En septiembre de 1962, el régimen teocrático de los hachemíes en Yemen del Norte se vio bruscamente interrumpido cuando un grupo de militares respaldados por Gamal Abdel Naser de Egipto tomaron el palacio del imam y declararon la República. Dicho acontecimiento marcó el inicio de una guerra civil que se prolongaría durante seis años entre los republicanos respaldados por Naser y los monárquicos apoyados por los saudíes. Vista la manifiesta incapacidad de los monárquicos para capturar el capital, ambos frentes terminaron acordando un reparto del poder que conservaba el régimen republicano pero decantaba el poder hacia una alianza entre jeques y militares zaidíes procedentes de dos tribus zaidíes altamente influyentes del norte: los Hashid y los Bakeel. No obstante, quedaba una cuestión por resolver en el nuevo régimen: la legitimidad religiosa. De acuerdo con la Constitución y las leyes yemeníes, todo yemení puede ser un gobernante legítimo, cláusula que entra en conflicto con las doctrinas zaidíes, que establecen que sólo un hachemí varón que reúna ciertas condiciones tiene legitimidad para convertirse en imam.

Para los hachemíes y los miembros tribales que compartieron el poder durante el período republicano, el debate en torno a la legitimidad del imam estaba llamado a convertirse en un factor divisorio. Así, los sucesivos presidentes republicanos, originarios de importantes tribus fuertemente armadas del norte, se esforzaron repetidamente por minar la fe zaidí para evitar un posible retorno de los hachemíes. Por su parte, los hachemíes de la secta zaidí desafiaron los intentos realizados por la corriente dominante sunní para absorberlos en su secta. Con todo, las partes del conflicto lograron mantener sus diferencias dentro de límites bien definidos. El conflicto político entre ambos grupos sólo cambió tras la unificación del país. Por un lado, la recién fundada República de Yemen implantó un sistema político relativamente abierto que permitió a los ciudadanos ejercer algunos derechos políticos y civiles, como constituir partidos políticos, fundar y ostentar la titularidad de periódicos y ejercer la libertad de expresión. Por otro lado, los hachemíes zaidíes del norte de Yemen trataron de aprovecharse de las últimas reformas aliándose con los socialistas del sur, entre los que se encontraban hachemíes sunníes secularizados.

La reacción del presidente Saleh, que temía el impacto de las afinidades raciales, no fue otra que apoyar la creación y expansión de la Congregación Yemení para la Reforma –conocida por su expresión abreviada en árabe, Islah (reforma)– como partido sunní de orientación islámica integrado por los Hermanos Musulmanes yemeníes y otros grupos zaidíes y sunníes cercanos al régimen. Todo apunta a que Saleh buscaba un equilibrio entre los socialistas del sur y los islamistas del norte, al tiempo que reducía las probabilidades de que se produjera un retorno de los hachemíes del norte. Asimismo, Saleh se aseguró de dividir a los hachemíes en varios partidos políticos, evitando así que crearan una fuerza política unificada.

En el verano de 1994, Saleh, con el apoyo de la recién fundada Congregación Islah, se impuso sobre sus rivales socialistas del sur en una breve guerra civil que se prolongó durante aproximadamente setenta días. Tras la guerra, Saleh alejó paulatinamente sus alianzas políticas de la Islah sunní para codearse con un grupo zaidí denominado Los Jóvenes Creyentes, que se presentaba como un colectivo renacentista (revivalist) perteneciente a la secta zaidí. Entre las muchas razones que explican este cambio de rumbo destacan la preocupación de Saleh por el creciente poder e influencia de la Congregación Islah –que se consideraba respaldada por los saudíes– y su deseo de recuperar viejas políticas para acallar el zaidismo, en este caso fomentando nuevas políticas destinadas a legitimar su régimen. Hay que tener en cuenta también que Saleh estaba sometido a importantes presiones para resolver el conflicto fronterizo con los saudíes, y es posible que al apoyar a Los Jóvenes Creyentes –concentrados precisamente en las áreas fronterizas– tratara de contrarrestar la influencia saudí y no sólo las fuerzas políticas prosaudíes. Saleh apoyó a Los Jóvenes Creyentes permitiéndoles crear escuelas religiosas en las que inculcar el zaidismo y recibir ayudas de Irán. Además, se encargó de que el gobierno les imprimiera libros de texto y les otorgó una modesta asignación mensual, cuyo importe exacto siempre ha sido objeto de debate.

No se sabe con claridad cómo se produjo el giro en la relación entre Los Jóvenes Creyentes y Saleh durante los 10 años que separan la alianza de la rivalidad. Lo que resulta evidente es que durante dicho período Yemen fue testigo de multitud de cambios internos y externos que afectaron no sólo al régimen de Saleh sino también al grupo “renacentista” (revivalist) zaidí. A nivel interno, todo apunta a que las preocupaciones de Saleh por garantizar su supervivencia política y conservar el poder en el seno de su familia terminaron chocando con la creciente influencia e independencia de Los Jóvenes Creyentes. A nivel externo, Saleh consiguió zanjar los conflictos fronterizos con los saudíes y necesitaba aplacar con urgencia el temor de los saudíes sunníes hacia el creciente radicalismo del grupo chií en el sur.

Tras suscribir el acuerdo fronterizo con Arabia Saudí, Saleh adoptó una política para contener a Los Jóvenes Creyentes que se basó en múltiples estrategias, entre ellas el apoyo a un colectivo salafista teóricamente apolítico que contaba con el respaldo saudí. Dicho movimiento salafista incluye grupos tales como los “renacentistas” (revivalists) de la Asociación Antrópica al-Hikmah al-Yamaniah y el tradicionalista Dar al-Hadith. Los Jóvenes Creyentes, por su parte, se aprovecharon de la alianza de Saleh con EEUU en el marco de la guerra global contra el terrorismo y adoptaron el famoso eslogan chií: “Dios es grande, muerte a América, muerte a Israel”. Los seguidores de Los Jóvenes Creyentes empezaron a corear el eslogan en mezquitas y a escribirlo en las paredes y muros de la capital yemení. Como respuesta, Saleh lanzó una ofensiva que terminó con la detención y el encarcelamiento masivo de seguidores de Los Jóvenes Creyentes. Ahora bien, cuando envió tropas a la región de Saada en junio de 2004 para apresar a Hussein Badr al-Din al-Houthi, líder de Los Jóvenes Creyentes cuyo nombre rebautizaría posteriormente el movimiento, Los Jóvenes Creyentes respondieron con violencia en un acto que marcó el inicio de la primera guerra. Desde 2004, Yemen ha sufrido una media de una guerra al año, habiendo estallado la sexta oleada de violencia, que persiste en la actualidad, en agosto de 2009.

La contienda de Saada ha servido de catalizador del fracaso del Estado yemení, esquilmando los escasos recursos del país, animando a los yemeníes del sur a desafiar el régimen, creando un refugio para al-Qaeda y erosionando la legitimidad de Saleh. Con todo, Saleh no parece dispuesto a aceptar a los houthis como una fuerza política y social. De hecho, cuanto mayor es la debilidad del mandatario, más vehemente se muestra en apostar por una solución militar al conflicto político.

Llamamientos a la secesión en el sur
Tras imponerse militarmente en el conflicto político con sus socios del sur en el proceso de unificación, la victoria de Saleh y sus posteriores políticas acabaron con los sentimientos nacionalistas que fueron en un día un motor para la unidad. La invasión del sur por parte del movimiento yihadista, tribal y militar del norte en 1994 saqueó los activos comunitarios, públicos y privados, incluidos edificios gubernamentales, equipos y la mayor parte de las tierras del país, de propiedad pública bajo la economía dirigida implantada en el sur durante el periodo comprendido entre 1970 y 1990. Asimismo, el gobierno adoptó políticas que condujeron, deliberadamente o no, al aislamiento cultural, político y económico de los yemeníes del sur. La mayoría de los cargos medios y superiores acabaron huyendo al exilio, fueron obligados a pasar al retiro, o bien optaron por abandonar sus cargos y buscar refugio en el interior de sus hogares. Los nombres de calles, colegios, canales de televisión y emisoras de radio y demás lugares públicos fueron modificados como parte de una política no escrita de largo alcance destinada a borrar toda huella del pasado. Las empresas públicas del antiguo Yemen del Sur fueron privatizadas, por lo general vendidas a altos cargos en operaciones altamente corruptas. El tiempo ha demostrado que los yemeníes del sur terminaron perdiendo mucho más que la guerra de 1994: humillados por la derrota, la mayoría de los habitantes del sur optaron por el silencio mientras que otros protagonizaron protestas a pequeña escala que fueron aplacadas mediante una brutal represión.

En 1995, el gobierno lanzó un programa de reestructuración económica destinado a estabilizar la economía del país. Dicho programa se centró sobre todo en recortar el gasto en programas sociales y en retirar los subsidios a los bienes básicos. Los yemeníes del sur, cuyas vidas dependían por completo de los programas públicos, fueron quienes se llevaron la peor parte. Mientras que el gobierno de Saná –dominado por el norte– dependía para su supervivencia de los ingresos de los recursos extraídos en el sur, al inicio de esta década los habitantes del sur vivían al margen de la economía nacional. Una inflación desbocada consumía sus ingresos y el programa de reestructuración económica les privaba del acceso a la educación, sanidad y demás servicios públicos gratuitos.

Tras aproximadamente 13 años de privación y frustración, los habitantes del sur decidieron tomar las calles en manifestaciones que en ocasiones alcanzaron los cientos de miles de ciudadanos. Entre los muchos factores que explican la ira sureña, destacaremos tres de ellos. El primero fue la incapacidad de las elecciones presidenciales de septiembre de 2006 para producir cambios significativos en materia de liderazgo o políticas. Sorprendido por la fuerte campaña contra sus políticas y su estilo de liderazgo, y por la negativa del candidato de la oposición del sur a aceptar los resultados como legítimos, Saleh percibió lo ocurrido como un insulto a su persona y comenzó su nuevo mandato imponiendo medidas contra la libertad de expresión y de movimiento a modo de represalia. Los activistas que apoyaron a su rival durante las elecciones fueron encarcelados y juzgados en relación con acusaciones falsas o relativas a actos producidos durante la campaña. Si bien la campaña presidencial debilitó a Saleh frente a sus rivales, tanto los del propio partido gubernamental (el Congreso General del Pueblo) como los de la oposición, su reacción no ha sido otra que concentrar el poder y la riqueza en sus manos y centralizar la toma de decisiones en su círculo interno. El segundo y tercer factor que contribuyeron al levantamiento en el sur han sido la incapacidad del régimen para contener el movimiento insurgente de los houthis en el norte y el deterioro de sus condiciones de vida.

Cuando comenzó el movimiento en el sur a mediados de 2007, lo hizo bajo la batuta de organizaciones ad hoc integradas por cargos militares y de seguridad en situación de retiro. Por aquel entonces, los manifestantes reivindicaban la reincorporación al servicio público y la promoción e indemnización de los yemeníes del sur que se vieron obligados al retiro anticipado o que perdieron sus puestos de trabajo tras la guerra civil de 1994. También exigían la devolución de las tierras confiscadas por altos cargos militares y jeques, fundamentalmente del norte.

Sorprendido por la magnitud y la intensidad de las protestas, el gobierno adoptó una política dual de incentivos y amenazas. Por un lado, trató de restituir en el cargo, aumentar el sueldo y ascender a quienes se habían visto forzados al retiro o al despido. Asimismo, trató de sobornar a líderes influyentes del movimiento de protesta designándoles a altos cargos en el gobierno y ofreciéndoles dádivas como coches y viviendas, entre otros favores. Por otro lado, se esforzó por reprimir el movimiento. Entre mediados de 2007 y finales de 2009, multitud de manifestantes y policías fueron asesinados y miles de personas detenidas durante períodos de distinta duración. La represión gubernamental escaló con rapidez a medida que los manifestantes comenzaron a reivindicar la secesión del sur, si bien su capacidad para hacerlo se encontraba gravemente deteriorada, de ahí que perdiera el control sobre varias zonas. Hay quienes afirman que el gobierno podría haber apoyado a los yihadistas para contener a los grupos secesionistas, una política que agravó la situación en algunas regiones. En dicho contexto de caos, marcado por un control gubernamental mermado o inexistente, AQPA empezó a expandirse y a establecer campamentos de entrenamiento.

La resurrección de al-Qaeda
Las raíces de los grupos terroristas en Yemen pueden encontrarse en los conflictos políticos inter e intrayemeníes. Durante la década de los 70 y 80, el extremismo religioso fue fomentado por los gobiernos yemení y saudí como estrategia para contener a los marxistas del sur. Posteriormente, la misión de los yihadistas yemeníes se amplió a la lucha por la liberación de Afganistán de la ocupación soviética. En menos de una década, los yihadistas yemeníes cosecharon múltiples victorias: (1) la victoria frente a las fuerzas marxistas del norte que, respaldadas por el régimen comunista del sur, trataban de derrocar el régimen de Saleh; (2) la expulsión de los soviéticos de Afganistán; (3) la desintegración de la Unión Soviética; y (4) la reunificación de los dos Yémenes, un acontecimiento directamente relacionado con la caída de los regímenes comunistas alrededor del mundo.

A finales de los 80 y principios de los 90, los yihadistas yemeníes empezaron a regresar a sus hogares. Sin embargo, no estaban solos en su viaje de vuelta. Muchos de sus camaradas internacionales, incapaces de regresar a sus países por temor a la persecución, encontraron en la recién fundada República de Yemen un refugio. Mientras que el caos derivado de la apresurada unificación de los dos Yémenes pudo haber contribuido a la llegada de los llamados “afganos árabes”, hay quienes opinan que fueron a Yemen porque tenían un papel bien concreto que desempeñar, la participación en un nuevo yihad, en esta ocasión contra la izquierda yemení en general y contra los miembros del Partido Socialista Yemení (PSY) en particular. Durante los primeros años de la unificación, Yemen fue testigo de una oleada de atentados terroristas, muchos de ellos dirigidos contra líderes del PSY o partidos afines.

En la guerra civil de 1994 entre las élites gobernantes del norte y del sur, los yihadistas yemeníes y árabes que combatieron en Afganistán se pusieron del lado de Saleh en la contienda. A cambio, el gobierno les recompensó de distintas maneras. Los yemeníes fueron incorporados a las fuerzas militares y de seguridad y se apoyó a algunos grupos, especialmente en el sur, como medida para contener al movimiento moderado Islah. Algunos yihadistas árabes se incorporaron a instituciones educativas oficiales y no oficiales, si bien la mayoría de ellos se vieron enseguida obligados a abandonar el país debido a la creciente presión ejercida contra el gobierno por otros países tras los atentados terroristas de Arabia Saudí, Egipto y otros lugares en los que estuvieron involucrados individuos que aparentemente operaban desde Yemen.

En los años posteriores a los atentados terroristas del 11 de septiembre, Saleh, que se resistió inicialmente a la idea de permitir que los investigadores estadounidenses tuvieran acceso a los detenidos acusados de atacar el USS Cole en octubre de 2000 en el Golfo de Adén, terminó por asociarse, voluntaria o involuntariamente, a la “guerra global contra el terrorismo”. En el año 2002, permitió que mercenarios estadounidenses asesinaran a varios líderes de al-Qaeda en territorio yemení. Posteriormente, entabló un polémico programa de diálogo con al-Qaeda, a quien brindó presuntamente beneficios financieros y la posibilidad de moverse con libertad. La última resurrección de al-Qaeda puede atribuirse a tres factores fundamentales: (1) la comunidad internacional presionó al gobierno yemení para que restringiera el movimiento de terroristas de al-Qaeda y les impidiera el paso a Iraq para unirse al yihad, lo cual molestó sobremanera a al-Qaeda; (2) a medida que menguaban los recursos financieros del gobierno, los miembros de al-Qaeda le exigían más dinero, demanda que el gobierno era incapaz de satisfacer; y (3) la intensificación del conflicto político –por cuestiones electorales o de otra índole– hizo que el régimen yemení se mostrara reacio a perseguir a los terroristas de al-Qaeda, ya fuera porque representaban un posible aliado en la batalla por la supervivencia del régimen o porque el régimen no percibía a al-Qaeda como una amenaza si se comparaba con otros desafíos, o bien porque el régimen se había debilitado demasiado para plantarle cara.

En cuanto a la chispa que desató los últimos acontecimientos, es muy probable que EEUU tuviera constancia de que al-Qaeda estaba planeando un ataque contra sus intereses y, como resultado, tratara de frustrar el plan lanzando –en solitario o en conjunción con el Gobierno yemení– los ataques preventivos de los días 17 y 24 de diciembre de 2009. Esta sospecha está respaldada por pruebas cada vez más contundentes, a saber: (a) que el padre del joven nigeriano Umar Farouk Abdulmutalib, que trató de saltar por los aires el avión de la compañía Northwest Airlines, se puso en contacto con los servicios de inteligencia estadounidenses a principios de diciembre y les informó de la afiliación de su hijo a al-Qaeda y de que su última llamada había sido realizada desde Yemen; (b) por aquel entonces, los medios estadounidenses estaban preocupados por el papel desempeñado por el predicador nacido en suelo estadounidense Anwar al-Awlaqi, residente en Yemen, en el atentado contra Fort Hood; (c) altos cargos estadounidenses habían reiterado su preocupación por la manera en que AQPA aprovechaba las precarias condiciones de seguridad yemeníes para asentarse y reclutar y entrenar a nuevos miembros; (d) Abdulmutalib, que abandonó Yemen a principios de diciembre, no se dirigió inmediatamente hacia EEUU; (e) los ataques estadounidenses estaban dirigidos contra zonas que supuestamente servían de escondite para al-Awlaqi y en las que se cree que fue entrenado y provisto de explosivos Abdulmutalib; (f) los miembros de AQPA rompieron el silencio y amenazaron con tomar represalias tras el primer ataque del 17 de diciembre; y, por último, (g) que Saleh jamás hubiera permitido a EEUU atacar zonas controladas por uno de sus más importantes aliados políticos –la tribu Awlaqi– salvo que le hubieran convencido de que existía una amenaza inminente contra EEUU.

Una economía rentista
Durante el período de división, los dos Yémenes dependieron de una economía rentista; el sur recurría a los soviéticos mientras que el norte miraba hacia los países del Golfo. Tras la unificación de 1990, Yemen se vio azotado por una de sus más severas crisis económicas. Esto se debió en gran medida a su posición en la invasión iraquí de Kuwait, que hizo que sus vecinos y la comunidad internacional le percibieran como un defensor del dictador iraquí. Para castigar a Yemen, los saudíes expulsaron a cientos de miles de trabajadores yemeníes y, como resultado, el país perdió no sólo las remesas de sus trabajadores, sino también la ayuda al desarrollo, llevando la economía yemení al borde del colapso.

En 1995 las instituciones financieras internacionales y el gobierno yemení acordaron un programa de reforma para estabilizar la economía. La finalidad de la reforma era financiar inversiones y crear nuevos puestos de trabajo para los desempleados. Sin embargo, los resultados del programa fueron mixtos. Por un lado, el gobierno logró estabilizar la economía; por otro, los ahorros derivados de la retirada de los subsidios acabaron en gran medida en los bolsillos de funcionarios corruptos. El programa de reforma se estancó, especialmente después de que los ingresos del petróleo de Yemen empezaran a subir, primero debido al incremento de la producción y después a los crecientes precios del crudo.

Al tiempo que guardaba las formas para con los donantes, el gobierno yemení se abstuvo de implantar una reforma real que pudiera tener un impacto negativo sobre la posición de Saleh en el poder. De hecho, Saleh se ha mostrado propenso a concentrar las inversiones en manos de sus parientes y de aquellos que profesan una lealtad incuestionable tanto hacia él como hacia su heredero. El resultado de las políticas interesadas de Saleh ha sido catastrófico. La pobreza ha crecido tan rápido que asfixia ya a la mayoría de la población, convirtiendo a Yemen en el país más pobre no sólo en el mundo árabe sino también en Oriente Medio y a nivel mundial, con la excepción del África Subsahariana. Los niveles de corrupción también han alcanzado cotas insospechadas y las instituciones responsables de exigir responsabilidades a los cargos públicos se han visto debilitadas hasta tal punto que garantizan ya la inmunidad plena a los funcionarios corruptos. A lo largo de casi 20 años, la Cámara de Representantes yemení ha sido incapaz de poner en marcha un solo proceso para la destitución de un cargo público. Los cargos corruptos e incompetentes fueron reclutados por sus lazos de sangre con el mandatario o su lealtad personal y han hecho que las instituciones del Estado sean prácticamente inservibles al personificar las funciones de dichas instituciones.

Conclusión

La vía de salida
La principal preocupación del presidente Saleh no es otra que conservar el poder económico y político en sus manos mientras viva, para después cederle el testigo a su hijo. EEUU y la comunidad internacional están preocupados por la amenaza que al-Qaeda representa a la paz regional e internacional, mientras que muchos yemeníes ilustrados están preocupados por las posibles tensiones entre el objetivo de Saleh y el de la comunidad internacional. De todos sus enemigos en el norte y en el sur, al-Qaeda se presenta como el menos peligroso y amenazante para lo que Saleh más valora. De hecho, el mandatario ha tenido al movimiento de su lado en múltiples ocasiones. Es posible que Saleh no esté utilizando a al-Qaeda o a los houthis para chantajear a países vecinos y amigos, como suelen apuntar algunos de sus detractores, pero resulta evidente que carece de un fuerte incentivo para librarse del grupo terrorista de una vez por todas o para alcanzar un acuerdo con los houthis. En un momento en el que el futuro de Saleh y de su país dependen en gran medida de lo que diga y haga el mundo exterior, al-Qaeda representa un seguro de vida para el bailarín y su escenario, si bien puede convertirse también en el elemento que precipite la caída de uno y otro.

Las opciones de las que dispone la comunidad internacional en Yemen son muy limitadas. Por un lado, no puede dar la espalda al país sin arriesgarse a que se produzcan consecuencias devastadoras. Por otro lado, no puede apoyar a Saleh contra uno de sus rivales del norte o del sur o incluso contra al-Qaeda, mientras deja que el mandatario yemení se ocupe de los otros dos en solitario. Toda estrategia que aspire a abordar con eficacia las complejidades de la problemática yemení deberá reunir varias condiciones: (1) deberá ser amplia en su alcance y abarcar las cuestiones de índole política, económica y de seguridad; (2) tendrá como prioridad la resolución de los conflictos políticos abiertos en norte y sur –los saudíes, en concreto, deberían dejar de pagar las facturas de la guerra del norte y dirigir los fondos hacia el desarrollo y la reconstrucción–; y (3) la comunidad internacional deberá implicar plenamente a Saleh utilizando una combinación de incentivos y desincentivos.

Contener el movimiento secesionista del sur e impedir que Yemen degenere hasta convertirse en un Estado como Somalia requiere una reestructuración y un fortalecimiento del Estado yemení y de su sistema político que garantice un reparto genuino del poder, la rendición de cuentas, la despersonalización del poder y el imperio de la ley. La creación de un sistema parlamentario, una descentralización profunda, el bicameralismo, la representación proporcional y la libertad de los medios de comunicación son todos ellos componentes fundamentales para garantizar una solución viable a la larga lista de problemas a los que se enfrenta Yemen en la actualidad. La separación de norte y sur es prácticamente imposible y, en caso de permitirse, podría desintegrar el país en una serie de tribus, sectas, regiones y orientaciones ideológicas enfrentadas entre sí. Como ocurre en Afganistán, Somalia e Iraq, entre otros países, la división sólo servirá para dar alas a grupos extremistas movidos por la pasión y el recurso al terrorismo.

Abdullah Al-faqih, escritor, activista y profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Saná, Yemen.