¿Desarabización del mundo árabe?

Por Pedro Martínez Montávez, arabista y profesor emérito de la Universidad Autónoma de Madrid (EL MUNDO, 22/11/05):

Seguramente se escribe ahora sobre el mundo árabe bastante más que en épocas anteriores. Se escribe, se habla, se comenta, se opina, se informa. Basta con leer la prensa, escuchar la radio, hablar con la gente, ver la televisión, consultar bibliografía.Seguramente nunca ha habido tantos presuntos expertos, analistas, especialistas, conocedores (pónganse también estos términos en femenino) como ahora. No se deduzca de esto que se conozca más y mejor, que poseamos una información más garantizada sobre él, que se explique más correctamente, que se haga más inteligible.Ese es otro cantar, un asunto en el que no entraré. Como tampoco en la posible competencia en la materia de muchos de tales especialistas aparecidos de repente.

En realidad, la mayoría de todo ese enorme material en acumulación creciente y constante es sólo exigencia del momento, se queda reducido a mero intento aproximativo de reacción inmediata al hecho muy cercano y es por ello comentario superficial. Por supuesto, dejo también al margen -¡y ya es dejar!- tantísima manipulación, tergiversación, parcialidad y mala intención como existe, de múltiple condición y procedencia.

Individual y colectivamente somos, entre otras cosas, tiempo, tiempo con sus tres dimensiones propias y engarzadas: pasado, presente y futuro. Somos, sobre todo, los procesos que esas tres dimensiones generan. Resulta muy fácil, curioso y significativo comprobar cómo, en la inmensa mayoría de los casos, cuando del mundo árabe se escribe o se habla, aparece solamente una de esas tres dimensiones: el presente. Se hace de vez en cuando alguna que otra algarada en el pasado. Casi nunca pensamos en términos de futuro. En consecuencia, inevitablemente, fatalmente, no se contempla casi nunca lo que en definitiva resulta mucho más importante: los procesos. No solemos hacerlo así cuando nos referimos a nuestro mundo, a eso que, machacona, torpe e insolentemente, llamamos el mundo occidental. Es decir, consciente o inconscientemente, somos incoherentes, asimétricos, parciales. No quiero entrar sin embargo en el análisis de los porqués de tal hecho, me basta con llamar nuevamente la atención sobre él.

Pensando sin embargo en términos de futuro inmediato, a partir del presente más actual, y con la memoria del pasado no demasiado lejano, ese extensísimo y muy variado espacio que en conjunto denominamos -a falta de mejor nombre- mundo árabe, nos plantea múltiples preguntas e incertidumbres, progresivamente más apremiantes e inquietantes. De acuerdo: se trata de un objeto esencialmente polifacético, común y diverso al tiempo, tan plural como singular, tan pieza entera como tejido de retales, tan convergente como divergente, dotado de su específica y propia dialéctica por naturaleza, por composición, por desarrollo. Pero estamos también obligados en ocasiones a superar esta realidad para plantearnos cuestiones cruciales, decisivas, estructurales, de destino. A mi modo de ver, una de esas preguntas, inevitable ya, absolutamente obligada, trascendental y arriesgada como muy pocas, es la siguiente: ¿se está desarabizando el mundo árabe?

Definir en términos suficientemente fijos eso que podemos llamar la arabidad, identidad árabe, u otra expresión análoga y equivalente, resulta tarea ardua, compleja, que no cabe abordar aquí. Pasa lo mismo, a fin de cuentas, que con europeidad, mediterraneidad, hispanidad, o cualquier otro término de idéntica alcurnia. Se puede ser rehén entonces del más anacrónico y trillado esencialismo como del más ramplón accidentalismo particular y coyunturalista.Se puede tener la opinión que se quiera sobre conceptos como mayoría y minoría y sus porcentajes variables y oscilantes de participación, de presencia y de actuación en cada caso concreto y circunstancia. Por encima de todo ello, existe una realidad incontrovertible, fácilmente comprobable: el componente mayor y principal, más importante, identitario y entitivo del mundo árabe es, justamente, el componente árabe. Aclaro: estoy hablando en términos sociales y culturales preferentemente, y no en términos doctrinales. Está claro también que, desde tales postulados, queda excluida toda posible veleidad racista. Resulta enojoso y sonrojante tener que recordar estas obviedades, pero ya parece totalmente necesario hacerlo, ante tanto disparate y desafuero escrito y oral como se produce.

Existen muchos casos y referencias para ejemplificar estas afirmaciones, pero la dramática actualidad impone seguramente uno en principio: Irak. Nadie puede poner en duda la realidad de que este país constituye un complejo mosaico de piezas diferenciadas, de comunidades y grupos diversos de variable cantidad y cualidad: en lo étnico, en lo lingüístico, en lo confesional, en lo cultural, uno de tantos «paraísos de antropólogos» como existen. Pero nadie puede negar tampoco que el elemento confesional musulmán es enormemente mayoritario en Irak, con predominio indudable del chií, aunque casi nunca se menciona -y el dato es significativo- que los kurdos son también en su gran mayoría suníes.

Ni se puede negar tampoco que, lingüística, cultural y socialmente hablando, el elemento árabe es, con mucho, el predominante, el más importante, conformador e identitario del país. Así de claro y de determinante. Realidad tan evidente no es casi nunca tan palmariamente reconocida y reflejada. Por el contrario, asistimos a la acuñación de un sinfín de batiburrillos y amalgamas aberrantes, de numerosas patrañas expositivas que son de hecho delitos y pertenecen al terrorismo argumental (si es que esto puede tener sentido) cuando de Irak se trata. Gran parte de la violenta conflictividad generada por la constitución en curso, y aún de incierto porvenir, patrocinada y prácticamente impuesta por el ocupante militar extranjero, tiene su causa en el olvido, o drástica reducción, de esa contundente realidad. En particular, en todo aquello que tiene que ver con la arabidad muy mayoritaria del pueblo iraquí, consustancial a él. Los esfuerzos que está realizando la Liga de Estados Arabes para propiciar un «acuerdo nacional iraquí» tienen también esa explicación fundamental, aunque se trate de una reacción tardía y de una iniciativa posiblemente baldía.

La más candente actualidad impone asimismo la referencia a un segundo ejemplo: Siria. No me incumbe plantear aquí la delimitación de la posible responsabilidad parcial del régimen sirio en el origen, desarrollo y desenlace de algunos sucesos acaecidos en la región, sin excluir los turbios y desestabilizadores. Lo que me interesa recordar aquí es que Siria ha constituido siempre un hogar principal de la arabidad, un motor esencial de la misma, su reducto, su corazón y centro neurálgico en muchas ocasiones.Esto lo ha conocido de manera particular la política colonial anglosajona, y ha puesto siempre gran empeño en combatirlo y, si lo ha considerado beneficioso para sus intereses, en reducirlo o hasta aniquilarlo.

Este hecho intervino también muy activamente en la generación de la tragedia palestina. Tal papel protagonista lo cumplió antes la Gran Bretaña, y lo asumen ahora los Estados Unidos de Norteamérica.Nos encontramos precisamente en la encrucijada, en la angustiosa incertidumbre de esperar lo que vaya a ocurrir. Los casos de Irak y de Siria no son totalmente iguales, ni tampoco las circunstancias en que se encuentra el nuevo líder neocolonial, pero existen semejanzas alarmantes entre el desarrollo de ambos procesos.La pregunta clave es ésta: ¿acometerá la Administración Bush la insensatez criminal de una nueva invasión militar, o se conformará con la instalación de un régimen sometido, satélite de su política en la zona? Como ocurrió con anterioridad, cabe toda clase de respuestas. Washington podría rematar lo iniciado por Londres.

Mi indagación ha sido casi exclusivamente política. Hay que hacerla también desde otros campos e intereses: sociales, culturales, económicos, pero no hay espacio. No quiero terminar, sin embargo, sin hacer dos advertencias. La primera: esta erosión de la arabidad del Maxrek (Próximo y Medio Oriente) coincide con la emergencia de otras partes del espacio árabe: el Jalich (el Golfo) por un lado, y el Magreb por otro. ¿Propiciará esto el inicio de otros procesos que cabría denominar, en principio, de rearabización? La segunda: no he planteado para nada otro hecho indisolublemente entramado con el suscitado aquí: la posibilidad asimismo de la desislamización y la reislamización del mundo árabe. Habrá que planteárselo de inmediato.