Desazón ciudadana

El barómetro del CIS del pasado mes de junio ofrece algunos datos sobre la percepción que los ciudadanos tienen de los políticos y de la política en nuestro país sumamente preocupantes. Tan preocupantes que debieran ya haber abierto un periodo de reflexión y autocrítica en nuestros responsables públicos, que por ahora, sin embargo, no solo hacen oídos sordos a la inquietud ciudadana, sino que parecen empeñados en confirmarla.

De acuerdo con el CIS, los españoles consideran que «los/as políticos/as en general, los partidos y la política» son el segundo principal problema de España (32,1%), solo por detrás del paro (62,5%). Es más, preguntados sobre cuál es el problema que personalmente más les afecta, es decir, el que creen que sobre todo les atañe, el 9,5 por ciento de los encuestados considera que son «los/as políticos/as en general, los partidos y la política». Aún así, lo más significativo es que se trata del peor dato de la serie histórica: el más alto desde 1985.

Esta percepción pesimista, como era de esperar, se refleja en las expectativas que los propios encuestados manifiestan sobre la situación política presente y futura, que ven bloqueada. Si el 54,4 por ciento considera la situación política general mala o muy mala y el 33,7 por ciento regular, el 42,7 por ciento piensa que dentro de un año la situación será igual y el 20,3 por ciento cree que será aún peor.

Comprender las causas de esta inquietud ciudadana, ciertamente múltiples y complejas, se hace difícil, pues la encuesta nos ofrece el dato desnudo y no abunda, como quisiéramos, en destriparlo. Pero es, creo, un esfuerzo obligado, primero porque, como decía Spinoza, es lo que nos toca, lo que nos corresponde hacer (Humana res nec flere, nec indignari, sed intelligere: no hay que lamentar ni indignarse por las cosas humanas sino entenderlas), y, segundo, porque la opinión pública constituye un elemento constitutivo de la sociedad democrática, a cuyo funcionamiento contribuye decisivamente.

Para articular esta reflexión explicativa puede muy bien servirnos la propia pregunta del CIS, pues si se repara en los términos en los que ha sido formulada, viene integrada por tres elementos: los políticos, los partidos y la política. En efecto, a la luz de la encuesta y de la respuesta de los encuestados parece claro que para los ciudadanos son «los políticos, los partidos y la política» el segundo problema del país; lo que invita a detenerse en cada uno de los elementos enunciados.

En el último año de su vida, Max Weber pronunció una conferencia, titulada «La política como vocación», en la que el célebre sociólogo se detuvo a analizar las que, a su juicio, debían ser las cualidades requeridas en el político e identificaba tres: «la pasión, el sentido de la responsabilidad y la mesura». Para Weber, «la cualidad psicológica decisiva para el político es la mesura, es decir, la capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, para guardar la distancia con los hombres y las cosas». «La política -continuaba- se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma» y si hay un enemigo que el político debe sobre todo vencer «cada día y cada hora» es la vanidad. Porque ésta, «el empeño por aparecer siempre en primer plano», induce al político a «los dos grandes pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad». ¿Resistirían el «test Weber» nuestros líderes políticos?

Si de los políticos volvemos nuestra mirada a los partidos, forzoso es constatar que la recomposición del sistema de partidos operado en los últimos años, en la que muchos quisieron ver un embrión de regeneración, no ha producido los resultados esperados. Como ha denunciado Francesc de Carreras, las famosas primarias han sido un gran fiasco, pues en vez de robustecer el funcionamiento democrático de los partidos se han convertido en un instrumento legitimador del cesarismo de los líderes elegidos, que, por cierto, se han dedicado sistemáticamente a laminar a los sectores centrales de sus respectivas formaciones. El pentapartido resultante del cambio, en fin, no constituye un sistema de partidos más matizado y fluido en el que la negociación y la transacción políticas sean más asequibles y hacederas sino más bien lo contrario: dos bloques enfrentados que evocan lo peor de nuestros demonios familiares. Se diría que, de nuevo, asistimos a la atracción del centro por sus extremos.

Por último, tampoco los modos y maneras de la política durante los últimos tiempos invitan a la esperanza. Los ciudadanos, que están habituados en su vida cotidiana a la negociación, a la mediación y al pacto, ven con estupor que esto que es normal en cualquier actividad ordinaria y hasta en la calle, resulte imposible o poco menos que insólito en nuestra vida política donde se han impuesto la intemperancia, la cerrazón y el veto, como si solo ellas fueran manifestación de coherencia con las propias ideas y de respeto hacia los propios votantes.

El juego democrático está hecho de la confrontación partidaria pero no menos del acuerdo y del compromiso. Me atrevería a decir que, en situaciones delicadas, como la que sin duda España atraviesa, tener el coraje de llegar a compromisos y acuerdos, resulta mucho más estimable desde una perspectiva exquisitamente democrática que complacerse en el bloqueo institucional y en la dilación sine die del abordaje de los graves problemas que nuestra sociedad enfrenta. Cuando el electorado llamado a las urnas decide repartir sus apoyos y configura un Parlamento segmentado no está optando por el bloqueo político y postulando la reiteración de elecciones, está pidiendo a los responsables políticos, y en primer lugar a la dirigencia del partido vencedor de las elecciones, que practiquen el diálogo racional y sean capaces de entenderse para dotar al país del Gobierno que ejerza las funciones que constitucionalmente le corresponden.

Estos conciertos, obviamente, no se producen por generación espontánea sino que resultan de un riguroso proceso negociador -véase el envidiable ejemplo alemán- que culmina en un «pacto de coalición», donde se contempla tanto la fórmula de gobierno elegida como el pormenorizado programa a desarrollar. Un pacto que de inmediato se da a conocer a la opinión pública, que será quien en última instancia juzgue los comportamientos de unos y otros. No obstante, la responsabilidad en el proceso -debe subrayarse- es compartida, de los que han participado en el mismo y de quienes se han autoexcluido, y también lo son las consecuencias que se deriven del mismo, pues negarse a negociar y pactar es, sin duda, una forma de propiciar otras negociaciones y otros pactos.

Francisco Pérez de los Cobos fue Presidente del Tribunal Constitucional.

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