Descartes y D’Hondt

Nuestros diputados no solo tienen la potestad legal de dotarnos de un gobierno. Tienen la responsabilidad política de hacerlo cuanto antes, y el más estable posible. La responsabilidad política es exigible en función de valores y de criterios éticos cada vez más rigurosos y exigentes, que van más allá de las leyes escritas y que son la última referencia en una sociedad democrática. Nace esa responsabilidad cuando se quiebra la relación de confianza con la ciudadanía, aunque no se haya incumplido la ley. Funciona, en la mayoría de los casos, como una responsabilidad objetiva.

En Roma –por lo demás de costumbres públicas dignas de imitación–, la consecuencia en los supuestos más graves de responsabilidad política era el suicidio. Hoy en día la sanción se limita al cese del responsable o, más honorablemente, a la dimisión por voluntad propia.

Recientemente hemos tenido una dimisión ejemplar en un país como el Reino Unido, de arraigadísimas costumbres democráticas, que le ayudará a usted a entender lo que digo.

Descartes y D’HondtSe refiere usted a las dimisiones de Cameron, Johnson y Farage, obviamente.

No. En realidad estaba pensando en el seleccionador nacional de fútbol de Inglaterra, que no dudó en presentar su dimisión a las pocas horas de la vergonzosa eliminación por Islandia. La dimisión fue un reconocimiento oportuno, justo y razonable de su responsabilidad moral en la derrota como encargado de la selección nacional de su país. En cuanto a Cameron, Johnson y Farage, la dimisión más bien parece una huida en desbandada general. Han incumplido temeraria y prepotentemente, sobre todo Cameron, un principio no escrito de la democracia representativa que exige que los políticos elegidos por el pueblo asuman sus propias responsabilidades y no que se eximan de ellas trasladándolas cómodamente al pueblo. José M. Areilza lo explicaba brillantemente en estas mismas páginas.

Han tenido suerte de que la Gran Bretaña ya no sea colonia romana. Pero volvamos a España, si le parece bien.

Aplicando parecidos criterios de responsabilidad política, nuestros líderes están obligados a darnos un gobierno sin más dilación, sin hacer necesarias nuevas elecciones. Es cierto que nuestra Constitución no pone límites a las elecciones sucesivas que se pueden convocar hasta que se produzca un respaldo parlamentario claro. Pero los partidos no pueden aplicar abusivamente esa norma constitucional para eludir su responsabilidad. Nuestro sistema electoral otorga una gran libertad a los partidos para acordar la investidura del nuevo presidente, pero de igual modo refuerza la responsabilidad que tienen de hacerlo. El derecho de los ciudadanos es tener un gobierno en plenitud de ejercicio y no un gobierno en funciones. No se dan ahora las circunstancias objetivas que hagan necesario acudir a unas terceras elecciones.

¿Usted qué propone?

Propongo olvidarnos del profesor D’Hondt y acudir a Descartes.

Hemos de partir de una primera evidencia que aparezca clara y distinta. Es esta: en las últimas elecciones había dos grandes bloques: el constituido por los partidos indiscutiblemente dentro del sistema y el de Podemos con sus adláteres, situados peligrosamente en sus fronteras. La decisión entre estos dos bloques ha sido la cuestión prioritaria para los electores, por encima de la confrontación izquierda/derecha o la de partidos tradicionales/partidos nuevos.

Puesto que el primer bloque desborda en votos y en diputados al segundo, habrá que concluir que los españoles quieren un gobierno que proceda de los tres partidos que lo conforman, excluyendo cualquier participación que implique un riesgo antisistema.

En segundo lugar procede examinar si las diferencias programáticas de estos tres partidos impiden un acuerdo. El análisis sin precipitación de esta dificultad demuestra que no es así. Con diferencias de programa aún mayores hemos convivido durante los últimos cuarenta años –unas veces con soluciones de centro-izquierda y otras con soluciones de centro-derecha– sin que se haya puesto en riesgo la estabilidad del sistema o se haya derrumbado el firmamento, ni en un caso ni en el otro. Negar esta realidad es en términos cartesianos una prevención que debe ser rechazada.

Ciertamente, sería mejor superar las diferencias y alcanzar un pacto de legislatura, cuanto más amplio mejor y, como mínimo, para los Presupuestos y la posición frente a los próximos requerimientos de la Unión Europea. En lo demás pueden reservarse los partidos que faciliten la investidura su plena libertad de oposición. Facilitar la investidura no supone quedar subordinado en la labor legislativa a la voluntad del Gobierno ni limita la capacidad de control y de censura de la labor del Gobierno.

En síntesis, por tanto, un acuerdo entre los tres partidos pro sistema es la fórmula más acorde a la voluntad democráticamente expresada en las urnas. Puesto que no parece lógico que el PP apoye un gobierno de PSOE/Ciudadanos cuando supera ampliamente en número de diputados a los dos juntos y, lo que es más significativo, él es el único partido que ha incrementado –y muy sensiblemente– su número de votos, la conclusión lógica es que el Gobierno lo constituya el PP. No hay otra solución razonable.

La alegación de falta de idoneidad personal de Rajoy, invocada por no pocos, es perfectamente comprensible, vistos los muchos y desgraciados episodios del PP estos últimos años. Pero quedó desestimada de forma rotunda el 26 de junio. El electorado ha comparado a Rajoy con las otras opciones y se ha inclinado, como propugna la moral provisional cartesiana, a favor de la opción más centrada y moderada, que suele ser, según el pensador, la más acertada.

Es decir, que hay que olvidar la responsabilidad política derivada de un control insuficiente del partido en todos esos funestos episodios de corrupción.

En primer lugar, creo que Rajoy ha asumido sinceramente la necesidad de un control efectivo sobre la corrupción. Y en segundo lugar, en una situación difícil del país, el electorado se ha decidido como prioridad máxima por la seguridad de la experiencia que ofrece Rajoy frente a la aventura de apelaciones retóricas de cambio que nunca se acaban de concretar. Ha reclamado la aplicación del viejo principio: salus populi suprema lex est. Está en su derecho y es la responsabilidad política de sus representantes el atenderlo.

Daniel García-Pita Pemán, jurista.

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