Descenso a los infiernos en Siria

La guerra siria ha entrado ya en su quinto año sin que se vislumbre ningún horizonte de esperanza. Desde su inicio en 2011, 12 millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares y otras 220.000 han perdido su vida. ¿Qué más catástrofes deben acontecer para que la comunidad internacional decida involucrarse y ayude a Siria a salir del abismo en el que se ha sumergido? Únicamente la irrupción en escena del Estado Islámico parece haber sacado a las potencias occidentales de su mutismo, pero no nos hagamos ilusiones. Sólo han actuado cuando dicho grupo ha dejado de ser un riesgo para la estabilidad regional y se ha convertido en una amenaza global.

Durante estos últimos cuatro años, el régimen, que desde un primer momento apostó todas sus cartas por la solución militar, ha demostrado una numantina capacidad de resistencia, así como un absoluto desprecio por los Convenios de Ginebra que marcan las líneas rojas que no deben sobrepasarse en un conflicto armado. La oposición, por su parte, ha evidenciado una preocupante incapacidad para establecer un frente lo suficiente cohesionado como para constituirse en alternativa de gobierno. Ni los Hermanos Musulmanes, ni la fragmentada oposición laica ni tampoco las personalidades independientes han conseguido que sus decisiones sean respetadas por las diversas facciones rebeldes y señores de la guerra que combaten sobre el terreno. De hecho, las variadas brigadas que integran el Ejército Sirio Libre han sido progresivamente desplazadas por otras formaciones de orientación salafista, yihadista o takfirí, que pretenden imponer, a sangre y fuego, un Estado islámico regido por la sharía. Aunque la movilización de los activistas que piden más libertades y menos autoritarismo no ha remitido, el fragor de la batalla ha apagado sus voces hasta hacerlas prácticamente inaudibles.

Hoy por hoy, ninguno de los contendientes tiene mucho que celebrar. Todos han perdido mucho y ninguno puede proclamarse vencedor, puesto que la volatilidad de la situación hace que las victorias de hoy puedan convertirse en derrotas mañana. En cambio sí que hay un claro perdedor: la población civil que ha sido doblemente golpeada por los crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados tanto por el régimen como por los rebeldes y las huestes yihadistas. La mitad de los 220.000 muertos, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, serían civiles. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, por su parte, cifra en cuatro millones el número de refugiados en los países del entorno y en ocho millones los desplazados que han abandonado sus hogares huyendo de la violencia y la destrucción que se han propagado por el país como una peste.

El régimen tiene razones para mostrarse moderadamente optimista, puesto que, con la determinante ayuda de las milicias chiíes de Hezbolá y el asesoramiento militar iraní, ha conseguido notables avances y ya gobierna sobre la mitad del país y casi dos terceras partes de la población. Para ello no ha dudado en emplear todos los medios a su alcance, incluido el sistemático uso de barriles bomba contra las zonas rebeldes que ha provocado una elevadísima mortandad y una destrucción generalizada, tal y como ha denunciado un reciente informe de Médicos Sin Fronteras. Bashar El Asad ha llevado la guerra donde le convenía presentándose ante la comunidad internacional como una barrera de contención frente al movimiento yihadista y, por lo tanto, un mal menor en comparación con el brutal Estado Islámico.

Su verdadero talón de Aquiles es la aguda crisis económica que azota el país. El Producto Interior Bruto ha caído en picado en los últimos cinco años pasando de los 60.000 millones de dólares de 2010 a los 23.000 en 2014. El desempleo se ha disparado del 10% al 70% en este mismo periodo y, hoy en día, dos de cada tres sirios viven bajo el umbral de la pobreza. El régimen también ha perdido el control de los pozos petrolíferos, que antes de la guerra producían 380.000 barriles de crudo al día y reportaban el 25% de las exportaciones. La moneda se ha depreciado y el dólar se cambia en el mercado negro por 250 liras (cinco veces más que antes de la guerra), lo que ha encarecido los productos básicos que todavía reciben fuertes subvenciones estatales.

Todos estos datos evidencian que la economía siria está al borde del colapso. En estas condiciones no resulta extraño que Damasco haya apremiado a sus dos principales aliados –Rusia e Irán– a conceder nuevos créditos que alivien la delicada situación y contribuyan a financiar los elevados costes de la guerra. No obstante, el descenso de los precios del petróleo ha golpeado con especial intensidad las economías de ambos países, lo que podría reducir la tan preciada ayuda militar y económica que venían prestando hasta el momento. Si bien es cierto que es altamente improbable que abandonen a su suerte a El Asad, no le otorgarán un cheque en blanco para proseguir indefinidamente la guerra.

Las fuerzas rebeldes, las milicias kurdas y, de manera particular, los grupos yihadistas dominan la otra mitad del territorio sirio, donde vive un tercio de la población. EE UU y otros miembros de la coalición internacional se han comprometido a financiar y entrenar a varios miles de rebeldes para que combatan tanto al Frente Al Nusra como al Estado Islámico. Sin embargo, este esfuerzo parece demasiado modesto para revertir la situación. Debe tenerse en cuenta que las petromonarquías del golfo Pérsico y Turquía, los principales sostenes de la oposición y los rebeldes, siguen marcando su agenda y estableciendo sus prioridades. Uno de los daños colaterales de esta situación es la ampliación de la brecha sectaria no sólo en Siria, sino en el conjunto de Oriente Medio. Este turbulento contexto podría ser aprovechado por las fuerzas kurdas para afianzar su control sobre Rohava, el Kurdistán sirio, donde ya disfrutan de una amplia autonomía, lo que a su vez motivaría una mayor involucración de Turquía para dificultarlo.

De lo anteriormente dicho cabe concluir que todavía no se dan las condiciones necesarias para una salida del laberinto sirio. No obstante, los cuatro años de guerra han evidenciado que ninguno de los contendientes parece disponer de la suficiente fuerza como para imponerse a sus contrincantes en el terreno de batalla. En consecuencia, la única alternativa posible para poner fin a la guerra son las negociaciones, pero para que estas tengan éxito necesitan un contexto radicalmente distinto.

Una primera condición es que exista una verdadera voluntad de diálogo de las partes que, hoy por hoy, siguen ancladas en sus posiciones maximalistas. El principal punto de fricción sigue siendo el futuro de Bashar El Asad, quien pretende perpetuarse en el poder a pesar de ser el principal responsable del descenso de Siria a los infiernos. Como ha recordado la oposición, El Asad no puede ser parte de la solución y debería rendir cuentas por los crímenes que ha perpetrado ante el Tribunal Penal Internacional. Una segunda condición es un cambio de actitud de la comunidad internacional, que debería abandonar su mutismo e involucrarse activamente para evitar que la crisis siria se propague a los países del entorno. A estas alturas parece evidente que su errática estrategia ha fracasado de manera estrepitosa y que debería revisarse antes de que sea demasiado tarde. Una tercera condición es la interrupción de la Guerra Fría que libran Arabia Saudí e Irán por la hegemonía regional y en la que también Turquía y Qatar juegan sus bazas como actores secundarios. Si bien es cierto que, hoy por hoy, no parece factible una reconciliación entre ambas potencias, al menos deberían alcanzar un pacto de no agresión para evitar que el choque sectario se contagie a todo Oriente Medio. En juego no sólo está la estabilidad de la región, sino también nuestra propia seguridad.

Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y Magreb en la Fundación Alternativas.

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