De las toneladas de tinta real o virtual que llevamos gastadas en la indignación y su entorno, la mayor parte es perfectamente irrelevante en términos de su contribución a desentrañar el fenómeno. Y es preciso reconocer que, en esto como en otras cosas, los indignados han ganado una batalla decisiva, la de imponer el marco (frame) en el terreno que más les favorece.
La batalla semántica en la que los indignados se han impuesto por goleada tiene una cuádruple dimensión. La primera es la de centrar el punto de vista en su razón de ser, la indignación. ¿Hay algo más natural que indignarse con el curso de las cosas? ¿Quién no está indignado? La segunda, poner el acento en lo que no son. No son políticos ni son sindicalistas, dos categorías profesionales denostadas, que viven sus horas más bajas en el aprecio popular. La tercera, llamar la atención sobre lo que no quieren: no quieren recortes sociales, no quieren que la crisis la paguen quienes no son responsables de ella, no quieren políticos corruptos, ni privilegiados, ni encastados. El cuarto pilar es el método: la protesta pacífica, no son violentos. Ciertamente, este último se tambaleó con los incidentes de Barcelona del 15-J, pero el mayor control de las formas en las diversas manifestaciones del 19-J parece haberlo reconstruido en parte, al menos en la opinión publicada.
De todas esas victorias semánticas surge un relato simple (los indignados tienen razón) que explica la simpatía mayoritaria que las encuestas (entre ellas, la de Metroscopia para este diario) reflejan.
Ahora bien, la imposición de ese marco no nos dispensa de hacernos las preguntas relevantes para analizar ese movimiento, dimensionar su importancia, y argumentar una posición respecto a él. Y es en este programa donde ha prevalecido la irrelevancia: la falta de respuesta interpretativa del movimiento es, sobre todo, consecuencia de no formular esas preguntas relevantes. No se trata de quiénes no son, sino de quiénes son. No se trata de qué no quieren, sino de qué quieren. No se trata de cómo dicen que aspiran a conseguirlo, sino de qué hacen de verdad.
Respecto a lo primero, la identidad del movimiento, los esfuerzos por buscar la mano que mece la cuna han oscurecido más que aclarado la cuestión. Por supuesto que un movimiento como este que se pretende -y en buena medida lo es- espontáneo y carente de un sujeto vertebrador visible convoca gentes muy diversas y, con seguridad, la mayoría de muy buena fe y provista de las mejores intenciones. Pero es preciso ir más allá. Y en ese más allá, habrá que atender a las fuentes de las que beben o lo que hasta ahora han producido los indignados.
Las fuentes de inspiración de los Manifiestos son inequívocas. En el campo ideológico-moral, la autoridad la provee Stéphane Hessel, el nonagenario miembro de la Resistencia, cuyo panfleto (¡Indignaos!, Destino, 2010) es no solo el pelotazo editorial de este año y el pasado, sino la munición intelectual más importante del movimiento. Pues bien, el inmenso respeto que el autor, por su experiencia, su biografía y su compromiso sin duda merece, no debe ser óbice para decir que las 30 páginas del documento son el fruto de un malentendido profundamente falso e injusto, basado en la identificación del actual statu quo en los países democráticos con el fascismo y hasta el nazismo. De semejante diagnóstico surge el imperativo categórico de la indignación que, por otra parte, el autor parece considerar como un fin en sí misma, puesto que apenas se proponen alternativas al actual estado de cosas. Esto para no mencionar algunos deslices como la comprensión hacia el terrorismo de Hamás.
A su vez, las referencias de autoridad en el campo económico son todas ellas del mismo palo (ATTAC, Economía Crítica, Taifa), el de la izquierda colectivista, opuesta radicalmente no ya al liberalismo, sino también a la socialdemocracia traidora y vendida al capital.
Bajo tal inspiración, puede imaginarse el resultado, y con ello entramos en lo que se propone. En el campo político, un catálogo de generalidades -astuto, es preciso admitirlo- en busca del mínimo denominador común de la indignación ciudadana: listas abiertas, reforma electoral para dar más representatividad, fin de los privilegios de los políticos, fuera los imputados por corrupción... y, ya puestos, un referéndum sobre la forma de Estado y alguna cosilla por añadidura. Partiendo de una supuesta verdad apodíctica, los políticos y los partidos son corruptos e ineficaces, la democracia representativa no nos representa, ha prevalecido la impresión de que proponen soluciones de sentido común.
No hay tal. Es evidente que el funcionamiento de la política en España deja mucho que desear en muchas facetas. Pero de ahí a sostener que los políticos son una casta corrupta, que la democracia española no es representativa, incluso que los políticos son unos privilegiados hay un mundo. Ni las listas abiertas tienen las virtudes que ingenuamente les atribuye la gente (y desde luego son muy manipulables en sentido populista), ni es cierto que el sistema electoral no sea representativo (ningún partido o coalición con más del 0,2% de los votos se quedó en 2008 fuera del Parlamento), ni la Monarquía es el problema. Pero, sobre todo, lo más importante es averiguar cuál es el contrafactual que los indignados sugieren. ¿Qué es la democracia real para los indignados? Las propuestas políticas (www.democraciarealya.es) se concretan en dos epígrafes, la eliminación de los privilegios de la clase política y las propuestas sobre libertades ciudadanas y participación política. La eliminación de privilegios viene a proponer una especie de sovietización de los representantes públicos, que debieran recibir solo el salario medio español (¿el concejal de un pequeño municipio lo mismo que el presidente del Gobierno?). Entre las libertades ciudadanas hay una verdaderamente notable: "que el voto blanco y el nulo tengan también su representación en el legislativo" (por cierto, esta reivindicación, de la que lo más suave que cabe decir es que se trata de un oxímoron grotesco, me la planteó un indignado con corbata en las recientes Jornadas de Sitges del Círculo de Economía y pensé que me estaba vacilando. Le pido, aunque sea tarde, disculpas, entonces no había leído aún esta portentosa propuesta).
En el campo económico y social, además de las propuestas genéricas, los indignados se han posicionado en un extenso documento (41 páginas) contra el Pacto del Euro. El nivel de desconocimiento de los datos que revela es pavoroso. Hay disparates del calibre de sostener que el gasto sanitario en España es del 0,4% del PIB. Pero, a la hora de proponer, lo único que proponen es que no se acepte el Pacto del Euro, que se rechace cualquier recorte, que se nacionalice la banca y que se aumenten los impuestos. O sea, lisa y llanamente que vayamos, eso sí, orgullosos como Rodríguez Saá en Argentina hace 10 años, al default.
Esto es lo que hay. Izquierdismo revolucionario, poco elaborado y menos realizable. Ausencia total de propuestas viables. Populismo, demagogia y explotación de los sentimientos antipolíticos, sustituyéndolos por no se sabe muy bien qué modalidades de democracia directa. O, a lo peor, sí que se sabe. Que se lo pregunten a Alberto Ruiz-Gallardón, a Rita Barberá, a Montserrat Tura o a Gerard Figueras, el diputado convergente al que hemos visto gritar "auxili" para escarnio no suyo, sino de todos. Pero la cuestión metodológica va más allá de la crítica a la violencia practicada. Demos por buena su condición minoritaria y el arrepentimiento espontáneo. Subsiste el problema de que sabemos que ocupan plazas, discuten manifiestos y toman la calle. Vale. Pero ¿cómo se van a canalizar políticamente esas propuestas? ¿Sin partidos? ¿Con un partido de indignados? No lo sabemos ni nos lo dicen. Hic sunt leones. No vaya a ser que, con el agua sucia, tiremos al niño por el desagüe. Porque el niño, la democracia, ya no es tan niño. Nos ha costado más de 30 años criarlo y no es cosa de que nos lo desgracien...
José Ignacio Wert, presidente de Inspireconsultores.