Desconcertantes comedias

Por José Jiménez Lozano (ABC, 29/03/03):

Sean como sean las cosas, y no sé si incluso porque hay en nosotros, en nuestra constitución cerebral misma una tendencia a la armonía y un rechazo de lo inarmónico como lo muestran los experimentos hechos con homínidos que parecen quedar pasmados ante una pintura o una escultura antiguas, y hacer grandes gestos de reluctancia ante el arte de los ismos, de lo que no cabe duda es que asistimos a sucesos y espectáculos, que no es que sean nuevos -son incluso pura repetición de similares sucesos y espectáculos del pasado, pero nos desconciertan. Es más, es una experiencia diaria un sentimiento vago y difuso de ordinario, pero en otras gentes lacerante, de que algo no funciona o se ha deteriorado, y de que todo no es ya como venía siendo, esto es, racionalizable e inteligible, o, por lo menos, hecho costumbre, como una defensa contra lo irracional y la demasía. Las buenas gentes no se aclaran, como dicen admirablemente, y les parece haber desembarcado en Marte o cualquier otro planeta literario de las novelas de ficción tecno-científica. Precisamente en los momentos en los que dominamos de modo extraordinario el mundo material, nos encontramos con que es nuestra propia vida la que se nos vuelve extraña.

La verdad es que, aunque el señor Hegel lo formulase, afirmando que todo lo real es racional y todo lo racional es real, la vida y la historia de los hombres no se rigen por la razón y la lógica, y la prudencia hace que nos volvamos prevenidos, incluso al límite de cuando se nos pegan las sábanas y nos hacemos razonamientos muy cercanos a los del idealismo del obispo Berkeley, dudando de si estarán puestas las calles como la víspera lo estaban, y no viendo ningún motivo, por lo tanto, para apresurarnos a dejar la cama. Ciertos sucesos y espectáculos, como decía, son tan confusos, o tan disparatados y poco aptos para que nuestro cerebro los procese a derechas, que más vale quedarse acurrucado y calentito hasta que las cosas se resuelvan. No es una tontería, es una recomendación literalmente cartesiana; y, muchos años después, en el tiempo que sigue a la Revolución Francesa, la caída de los Tronos en Europa, uno tras otro, hacía escribir al señor vizconde de Chateaubriand una recomendación parecida, porque, al abrir la puerta de casa por la mañana, lo único que se podía encontrar eran las astillas de esos Tronos, y hasta las de la propia casa.

A mayor abundamiento, nosotros venimos después del surrealismo, y de las filosofías y pedagogías de los dos grandes totalitarismos de nuestro tiempo, y sus prácticas, y parece como si nos hubieran acostumbrado a admitir tranquilamente que la noche es el día, el horror o el servilismo la libertad, la lucha continua la paz, el estudio juego, la basura la más alta y grande de las creaciones humanas, y el frío en invierno o el calor en verano verdaderas extrañezas. Y esto sigue funcionando en la vida diaria, en la política, en las letras, y en las que antes se llamaban Bellas Artes, seguramente de modo intolerablemente autoritario. Chesterton decía que este nuestro mundo era de una rara estupidez, pero decir una cosa así tan contundente puede que resulte ser muy impolítico, ya que por definición nos encontramos en la plenitud de los tiempos, lamentando las limitadas inteligencias del pasado. De manera que podemos poner, en su lugar, que nos encontramos algo perplejos, o incluso un tanto mareados de la barahúnda de espectáculos y decires tan incontrolables por la vieja lógica aristotélica, que no parece que vaya a tener mucho porvenir, pero que todavía queda en muchas gentes como un resto del oscuro pasado.

Siempre fue el mundo una comedia, y no necesitamos sentirnos especialmente compungidos por el hecho de que sean así las cosas, -otro asunto son el sufrimiento y la tragedia-, pero, como digo, parecía que se podían entender las cosas con un poco de esfuerzo. Por ejemplo, como el que tenían que hacer nuestros abuelos del XVIII cuando dramas y sainetes se representaban entreverados. Y quizás no era seguro que, tras la representación, concluyeran por saber a ciencia cierta lo que habían visto, pero habían pasado el rato, y al fin volvían a la realidad cotidiana, en la que las mentes volvían a regirse por un orden lógico.
Hay una carta de don Leandro Fernández de Moratín a su amigo don Pedro Napoli Signorelli, escrita en París el 7 de junio de 1787, en la que le habla de cómo andan las cosas del teatro en España, donde las compañías son pocas y de escaso personal, y, por consiguiente, algunos de los actores y actrices que hacen papel en la pieza principal, tienen también que hacerle en el sainete y aun en la tonadilla, resultando que Marco Anneo Séneca, que ha estado dando excelentes consejos a Nerón en la segunda jornada de la comedia, sale después convertido en tabernero del Rastro, luego canta una tirada sardesca, y luego vuelve a dar consejos al último de los Césares. El Prefecto del Pretorio se transforma a pocos minutos en alguacil, y Agripina en tripicallera. No hay, además, tiempo de acomodarse los peinados, sombreros y trajes, y al sacristán de Escopete se le descubre un pedazo de toga consular, que le va arrastrando por debajo de la sotanilla, y la tía Chinche sale con su guardapies de estameña azul, medias de trama de Persia, ricos zapatos con hebilla de piedras de Francia, mandil negro, peinado magnífico. Y concluye Moratín: Dirá usted que todo esto pudiera muy bien excusarse, echando toda la comedia seguida; yo digo lo mismo. Y parecía lo lógico y razonable, pero todo continuó igual.

Lo que pasó luego, ya en nuestros días, fue que la razón y la lógica quedaron sustituidas por constructos ideológicos abstractos -y de cuño totalitario, todo hay que decirlo-, y nuestro mundo se rige, decididamente, por esos manuales de constructos, que hasta pueden decidir que esa mezcolanza, que tanto irritaba a Moratín, es el más alto logro artístico que vieron los tiempos. Y, bien mirado el asunto, los sucesos y noticias de sucesos de ahora mismo se ponen ante nuestros ojos de un modo infinitamente más confuso aún, como happening, en el tono de una ópera bufa, o incluso, como representaciones de la vanguardia jacobina del siglo venidero que repite, enfatizados por la electrónica, idénticos gestos y lenguaje que los de hace quince lustros. La única ventaja, probablemente, es que no pueda mezclarse el sainete más zafio con una tragedia de Séneca, porque ya no hay elitismos, y este señor Séneca, y los otros rostros pálidos de la vieja cultura occidental, ya no pintan nada.
Las gentes sencillas mismas, que decía, además de desconcierto, como ven cada día cómo se mutilan sus mentes y sus vidas, quizás también se percatan de que de lo que se trata, con todo eso, es de que dejen de ser hombres y mujeres, tal y como les ha conformado esa odiosa cultura europea. Porque, ciertamente, tal parece ser el propósito de la comedia.

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