Desconciertos climáticos

A medida que nos adentramos en el verano se suceden las olas de calor y los incendios forestales: contemplamos imágenes terribles de animales calcinados y hectáreas arrasadas. En contraste con lo que sucedía hasta hace pocos años, los medios de comunicación insisten en relacionar este calor intenso con el cambio climático; no en vano, los modelos científicos que sirven para estudiarlo habían previsto un aumento de los fenómenos extremos. La premisa puede ser engañosa: el IPCC no aprecia un incremento en la frecuencia de los huracanes y hay menos incendios que antes por más que no lo parezca. Pero la urgencia por crear conciencia en el público conduce a ciertas exageraciones: la paleta cromática de los mapas peninsulares que exhiben los telediarios ha virado hacia un rojo infernal e incluso hemos recibido noticia de un estudio académico según el cual el cambio climático provoca un incremento de la violencia de género. Esta brillante síntesis de dos marcos comunicativos dominantes pasa por alto que la probabilidad de la conducta violenta aumenta sin distinción de sexos con las altas temperaturas: recordemos que la Bastilla se tomó un 14 de julio y que Franco dio su golpe de Estado -por algo era africanista- en plena canícula estival.

Desconciertos climáticosAunque no es ningún descubrimiento que los interesados en propagar un mensaje aprovechan cualquier circunstancia para arrimar el ascua a su sardina, habría que disculpar al ciudadano que responde con cautela a la intensificación del discurso apocalíptico. Ya que el modo en que se comunican estas noticias podría inducir a la sospecha: decir que estamos ante el día más caluroso desde 1908 o que no se recordaban unas inundaciones semejantes desde hace seis décadas plantea de manera inmediata la pregunta sobre ese antecedente; lo verdaderamente inquietante sería que no existiera ninguno. Tampoco parece muy riguroso incluir como víctima del cambio climático a cualquier anciano que tiene el infortunio de morir en los días más calurosos del año. Es una paradoja conocida: la hipérbole sirve para llamar la atención, pero dificulta la recta comprensión del problema e incluso puede contribuir a banalizarlo. ¡Y no deberíamos! El calentamiento global -una de las manifestaciones del Antropoceno, época histórica o geológica que se caracteriza por la disrupción antropogénica de los sistemas naturales planetarios- está causado por la inédita concentración de CO2 en la atmósfera, derivada a su vez del uso de combustibles fósiles durante los últimos 250 años. Irónicamente, la misma fuente de energía que ha hecho posible el progreso humano en la modernidad amenaza con hacer del planeta un lugar más inhóspito debido a la alteración del sistema climático. Claro que la risa va por barrios: mientras los griegos temen un futuro sin turistas, los suecos pueden soñar con producir algún día vinos de calidad. Otra cosa es que puedan exportarlos, cosa que solo sucederá si acertamos con las políticas climáticas: mitigando el calentamiento global y adaptándonos a él sin dejar de ser sociedades más o menos prósperas por el camino.

Ahora bien: mal podríamos reprochar a los ciudadanos occidentales que experimenten confusión a la vista de los vaivenes del discurso oficial sobre de la transición energética que habría de llevarnos -objetivo final- a una sociedad descarbonizada. Tras la invasión rusa de Ucrania, el mercado global de la energía ha experimentado una sacudida de imprevisibles consecuencias que no deja de tener algunas virtudes aclaratorias: de repente, hablar ha dejado de ser gratis. Y las contradicciones, que habían permanecido más o menos latentes, empiezan a salir a la superficie. Por ejemplo: mientras el Parlamento Europeo prohíbe vender coches de combustión nuevos a partir del año 2035 y se sigue asegurando que la universalización del coche eléctrico está a la vuelta de la esquina, aunque el precio de la electricidad se haya disparado y no se vislumbre la instalación masiva de estaciones de carga en nuestras calles o garajes, la propia Unión Europa abre la puerta a una mayor explotación del carbón con objeto de asegurar el suministro de electricidad para la industria continental en caso de que Putin -nos hemos convertido en sus rehenes voluntarios- cierre el grifo del gas. Ocurre que la producción de carbón casa mal con la advertencia, casi rutinaria, de que nos encaminamos al colapso si no abandonamos de golpe el CO2. Pero si vamos hacia el colapso, ¿cómo es que los ministros de pedigrí verde, como el alemán Robert Habeck o la española Teresa Ribera, siguen negándose a mantener activas las centrales nucleares existentes y lo que sugieren a los ciudadanos sea combatir el calor estival jugando con la persiana y el frío invernal echando mano de una manta? Menos constreñida por la camisa de fuerza de la ideología, la Comisión Europea ha calificado como «verde» esta fuente de energía hasta al menos 2045 a fin de que cumpla su papel en la transición energética en marcha. En cuanto a la opinión pública europea, es dudoso que mantenga su tradicional rechazo a lo nuclear -siempre exceptuando a los franceses- cuando la alternativa es calentarse con madera o pedalear durante dos horas hasta el trabajo.

Pasar de la chapita multicolor en la solapa a la acción eficaz en materia climática, como era previsible, no resulta nada fácil. Y si la agresión criminal de Putin ha complicado las cosas, estas no habrían sido mucho más sencillas sin él. Esperar que los sectores profesionales más afectados por la subida de los costes asociados a la descarbonización -agricultores holandeses, taxistas srilankeses, habitantes del extrarradio francés- se quedasen tranquilamente en casa rumiando su desgracia ha sido desde el principio un ejercicio de wishful thinking, facilitado por las peculiares condiciones anímicas creadas por la inyección permanente de dinero público y el mantenimiento de los tipos de interés negativos. Ese mundo está desapareciendo a una velocidad insospechada, exigiendo de dirigentes y expertos una aproximación más realista a los problemas que plantea la necesidad de reducir significativamente las emisiones globales de CO2 en las próximas décadas.

El imperativo del realismo exige abandonar la pancarta y ponderar con ecuanimidad cuál es el mejor camino para llevar a término una estabilización del clima terrestre que no ponga en peligro el confort material alcanzado por las sociedades desarrolladas y permita al resto igualarse con ellas. Pese al crédito intelectual de que suele gozar el decrecimiento, empeñado en desmantelar el capitalismo para regresar a la comunidad autogestionada en armonía con su medio ambiente, solo una sociedad rica puede adaptarse con éxito a los rigores de un planeta más cálido, minimizando así el impacto del cambio climático sobre el bienestar humano. ¿O es que la misma humanidad cuyos telescopios de última generación son capaces de captar imágenes de galaxias remotísimas tiene que conformarse con volver a la bicicleta? A veces, por cierto, la adaptación es modesta: leíamos estos días que solo el 5% de los edificios públicos del Reino Unido tienen aire acondicionado y cabe esperar que pongan remedio a esa deficiencia tras la ola de calor que sufrió el país hace unos días. Pero lo mismo puede decirse de las conducciones públicas de agua en España (un tercio del agua se pierde por el camino) o de la eficiencia energética de nuestros edificios (solo el 0,25% obtiene una A; menos del 1%, una B; y solo un 4%, la C). Por lo demás, los países en desarrollo no van a renunciar al crecimiento: ¿no será mejor transferirles la tecnología y el know-how necesario para facilitar un desarrollo menos contaminante? Darles lecciones morales no ayuda a nadie.

Cuando del cambio climático se trata, soñar con la revolución es comprensible: promete solucionar con rapidez un problema que nos angustia. Es también la expresión de una cierta pereza; nos libra de tener que reformar eficazmente la sociedad tal como la conocemos. Pero eso es, justamente, lo que hay que hacer.

Manuel Arias Maldonado es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Abecedario democrático (Turner, 2021).

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