Desconfianza enfermiza

El nuevo Consejo General del Poder Judicial nace con un déficit manifiesto en lo que podríamos denominar legitimidad de origen. Como ha sido subrayado expresamente y de manera prácticamente unánime por todos los medios de comunicación, no ha habido hasta la fecha ningún Consejo en el que la identificación de sus miembros con los partidos que los proponen fuera a priori tan manifiesta como lo es en este.

Dado el tortuoso proceso político a través del cual se ha llegado a esta renovación, era prácticamente imposible que no ocurriera lo que ha ocurrido. El ambiente en el que se ha producido la renovación del Consejo estaba tan enrarecido, tanto dentro del propio órgano de gobierno de los jueces que tenía que ser renovado como en el Congreso y el Senado --que tenían que decidir la renovación--, que era completamente imposible que la decisión no estuviera marcada políticamente de la forma en que lo ha estado.

Cuando la desconfianza entre los dos partidos mayoritarios, que son los únicos que pueden constituir la mayoría de tres quintos que se exigen en ambas cámaras para la elección de los integrantes del Consejo, llega a tener la intensidad que ha tenido en la pasada legislatura, no es posible que se alcance un acuerdo razonable.

La desconfianza es un elemento esencial en el diseño de las garantías constitucionales del Estado democrático. Las dos garantías más importantes de todo sistema político democrático, la reforma de la Constitución y la justicia constitucional, descansan en ella. Ambas parten del temor de que el pacto constituyente puede ser desnaturalizado por la mayoría parlamentaria que se vaya constituyendo tras la celebración de cada convocatoria electoral, y de ahí que se exija una mayoría parlamentaria muy cualificada, prácticamente inalcanzable por un solo partido, para poder reformar la Constitución. Esa misma mayoría parlamentaria también se exige para la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional encargados de vigilar que no se produzca la erosión del mencionado pacto constituyente a través de la actividad legislativa ordinaria de la mayoría parlamentaria simple.

Este principio de desconfianza se extendió a la configuración del órgano de gobierno del Poder Judicial, y se exigió para la designación de sus miembros la misma mayoría de tres quintos en el Congreso de los Diputados y el Senado que se exige para la reforma de la Constitución y de los magistrados del Tribunal Constitucional.

Las decisiones del constituyente fueron razonables y siguen siéndolo. El anclaje de la desconfianza en la propia Constitución resulta imprescindible. Como decía Madison, la democracia es un sistema armónico de frustraciones mutuas. El sistema político tiene que estar diseñado para que quienes gobiernan se sientan frustrados por los obstáculos que encuentran en la acción de gobierno. La frustración del gobernante es un componente esencial de la libertad del ciudadano. Pues la mayoría parlamentaria, incluso cuando es una mayoría absoluta, es siempre minoría social. Y esto no debe perderse nunca de vista.

Ahora bien, una cosa es la frustración y otra muy distinta que se haga imposible la acción de gobierno. La democracia es un sistema de frustraciones mutuas, pero un sistema armónico, es decir, un sistema en el que no se puede dejar de tomar en consideración que se forma parte de un todo y que hay presupuestos compartidos que no pueden ser siquiera sometidos a discusión.

La desconfianza en las operaciones ordinarias de la dirección de la acción de gobierno es necesaria, pero también lo es un mínimo de confianza en que hay reglas básicas que nadie va a dejar de respetar.

Quiere decirse, pues, que la desconfianza no es algo negativo, sino todo lo contrario. Siempre que la desconfianza no se convierta en algo enfermizo que impida una coincidencia mínima en la comprensión de la naturaleza de las funciones constitucionales de las que los órganos creados a través de esa desconfianza constituyen la garantía última.

Esto último es lo que ha ocurrido de manera muy señalada en la pasada legislatura. De ahí que no haya sido posible plantearse siquiera la reforma de la Constitución, que figuraba en la agenda inicial del Gobierno que ganó las elecciones en el 2004. De ahí que hayamos asistido a escaramuzas que únicamente cabe calificar de esperpénticas en el Tribunal Constitucional, en particular en relación con el recurso contra la reforma estatutaria catalana. Y de ahí también que hayamos visto al Consejo General del Poder Judicial haciendo un ejercicio de la función que tiene constitucionalmente encomendada con un grado de sectarismo difícilmente superable.

En estas condiciones era imposible que la elección del nuevo Consejo pudiera hacerse bien. Lo único que cabe esperar es que los integrantes del nuevo Consejo entiendan que tienen que compensar con su legitimidad de ejercicio el déficit de legitimidad de origen del que parten. La tarea que tienen por delante no es fácil, pero no es imposible. El clima político de esta legislatura no es el mismo que el de la anterior y es de esperar, en consecuencia, que el nuevo Consejo no se vea sometido a la misma presión externa que su predecesor.

Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional.