La experiencia más dolorosa que tuve en Rusia fue mi visita en el año 1998 a Perm-36, el único de los campos de trabajos forzados de Stalin que se ha conservado. Fui a Perm, una ciudad en los Urales, para participar en un seminario de la Escuela de Estudios Políticos de Moscú. Esta escuela fue fundada por la notable Lena Nemirovskaya con el propósito de introducir a los jóvenes rusos poscomunistas a la democracia, el autogobierno y el capitalismo.
Un día extremadamente frío del mes de marzo, me uní a unos cuantos amigos en un viaje a este antiguo campo. Construido a principios de la década de 1940, como un campo de trabajo “regular”, pero Perm-36 se convirtió en 1972 en un campo de concentración para presos políticos.
Los últimos presos fueron puestos en libertad en 1987, tres años después del inicio del gobierno de Mijail Gorbachov. En la actualidad se lo restaura como un Museo Gulag, dicha restauración está a cargo de Memorial, un grupo de derechos humanos, fundado por el físico disidente Andréi Sájarov, con el propósito de mantener en la memoria de los rusos su pasado totalitario.
Nos mostraron y paseamos por el ala de máxima seguridad. Rodeada por un perímetro de alambre de púas, este ala albergó a presos políticos – la mayoría de los cuales provenía de las repúblicas soviéticas no rusas – a quienes se consideraba como “reincidentes especialmente peligrosos”. Después de que un equipo de la televisión ucraniana filmara este sitio en 1989, se lo destruyó parcialmente de manera deliberada.
Era obvio que los presos habían sido sometidos a tortura psicológica y sufrimientos físicos extremos. El pequeño radiador en cada celda difícilmente podría haber hecho alguna mella a las heladas que sobrevienen en los meses de octubre a abril. Los prisioneros dormían en tablones de madera o en literas de hierro. Su ropa y sus frazadas estaban hechas con algodón, no con lana, y un agujero abierto hacía las veces de retrete de la celda.
Nuestra guía, Maya, nos explicó que a las autoridades les gustaba alojar juntos a prisioneros que se exasperaban entre ellos. Durante el día, se los trasladaba al otro lado del pasillo a celdas idénticas en las que de manera inútil se hacía que trabajen en la elaboración de implementos de hierro. Durante una hora cada día, se les permitía estar en un “bloque de ejercicios”, un cubo forrado de hojalata de nueve pies (2,7 metros), que tenía como techo alambre de púas y un puesto de guardia en la parte superior. La única “recreación” adicional era un programa semanal de películas de propaganda.
De los 56 “reincidentes peligrosos”, que estaban en cautiverio en Perm-36 en la década de 1980, siete murieron. Uno de ellos fue el poeta y nacionalista ucraniano Vasyl Stus. Las autoridades dijeron que se suicidó, pero los sobrevivientes dicen que, por diversión, los guardias desentornillaban uno de los tablones de madera de la pared y lo dejaban caer sobre la cabeza de Stus mientras estaba echado durmiendo.
Mientras Maya relataba la espeluznante historia, miré las caras de los dos jóvenes guardias de sexo masculino que nos acompañaban. Sus expresiones estaban tan congeladas como el suelo en el exterior del predio. ¿Estaban pensando en el fútbol o acerca de hacer el amor a sus novias? Si se les hubiese dado bastante vodka, ¿hubiera sido posible que ellos también mataran por diversión? Me temo que la respuesta probablemente sea sí. Los sistemas perversos aparentemente nunca tienen dificultades para encontrar y reclutar a los secuaces zombis que necesitan.
Las organizaciones como Memorial y la Escuela de Estudios Políticos de Moscú no tienen cabida en la Rusia de Vladimir Putin. Oficialmente, se las considera como “agentes extranjeros” y se las ha sometido a tanto acoso legal que su funcionamiento se torna en casi imposible.
Hoy en día, el Museo Gulag está bajo una administración distinta. “La nueva presentación”, escriben Mikhail Danilovich y Robert Coalson, “no dirige su atención hacia las prácticas represivas de trabajos forzados de la era de Stalin, sino que se centra la atención en la producción de maderos dentro de la planta y en su contribución a la victoria soviética durante la Segunda Guerra Mundial”. Y, después de 20 años, la Escuela de Estudios Políticos de Moscú se ha visto obligada a suspender sus operaciones en Rusia.
El destino al que se condenó tanto al museo como a la escuela forma parte de una represión de la libertad de expresión más amplia y es una muestra del comportamiento de Putin durante su tercer período presidencial. Rutinariamente, se llama a los disidentes desviados, quinto columnistas y traidores, ya que el régimen impulsa una unidad nacional sobre la base de la religión, la tradición y la retórica paranoica.
Esto representa un desplazamiento muy grande desde lo que ocurrió durante los primeros días postsoviéticos de Rusia. El partido Opción Democrática de Rusia liderado por quien fue el primer Primer Ministro democrático del país, Yegor Gaidar, recibió el 15,5% de los votos en las elecciones generales de 1993, y con sus aliados formaron el bloque más grande de la Duma. En ese momento, se consideró dicho porcentaje como un fracaso catastrófico. Hoy en día, los candidatos liberales no pueden ni siquiera ser elegidos para ingresar en la Duma.
¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¿Por qué las esperanzas de Gorbachov con respecto a la glásnost han sido tan cruelmente apagadas?
Una opinión generalizada es que Rusia está simplemente volviendo a lo que la caracteriza: es decir, la libertad nunca fue más que una fugaz letra vocal dentro de todo un alfabeto histórico. Pero esta es una explicación muy fácil y superficial.
Es cierto que el liberalismo ruso contribuyó a su propia muerte, por su incompetencia y faccionalismo. Pero el Occidente tampoco brindó su ayuda. En la década de 1990, no se logró el respaldo financiero para sustentar las reformas económicas que se patrocinaron. La expansión de la OTAN hacia los países bálticos en 2002 – la primera ampliación de la Alianza hacia un ex territorio soviético – fue un error catastrófico, que hizo que sea casi imposible que un ruso se considere a sí mismo, a su vez, patriótico y pro-occidental. Tanto por omisión como por comisión, el Occidente serruchó el piso en el que se asentaba el liberalismo político de Rusia, lo que permitió el ascenso de Putinismo.
Hasta el momento, Putin ha mostrado que tiene un sentido preciso de los límites. Putin permite que los rusos sueñen con grandezas sin meterlos en graves problemas. Bajo su liderazgo, Rusia restó importancia a las sanciones, forjó una nueva alianza con China, y molestó – pero no desafió abiertamente – al Occidente en Siria. Sin embargo, aquellos que conocen a Putin dicen que él no admite discusión; él es el único que establece los límites. Y nadie puede mantener un poder supremo, por el tiempo que él lo mantiene, sin que exista corrupción en el camino.
Por el momento, el Putinismo es el único juego en la ciudad. Sin embargo, a pesar de que se han marginalizado a las fuerzas representadas por organizaciones como Memorial y la Escuela de Estudios Políticos de Moscú, dichas fuerzas no han sido erradicadas.
Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.