Desde el trans-atlántico

La Cumbre de Santiago ha sido un mal sueño para los latinoamericanos. Nos ha mostrado como un espacio de Occidente que aspira a ser Primer Mundo pero arrastra aún la pesadilla histórica del caudillismo populista, antiliberal y ramplón.

En un gran momento económico que nos permite a todos crecer, la configuración del espacio iberoamericano nos ha reintegrado como conjunto a una gran civilización, cuya lengua está presente tanto en Europa como en Estados Unidos. Hay quienes no entienden el valor de esta construcción y menosprecian las cumbres, pese a que ellas dan la ocasión de ocupar un espacio internacional que nos importa, tanto a España y Portugal como a nosotros. Naturalmente, si lo que ofrecemos es la imagen iracunda del subdesarrollo en estado puro, con la grosería en el estilo y el desprecio a los códigos institucionales, todo se trastoca. El desafío es que la hierba mala no se coma a la buena.

Como siempre en estos casos, el tema ha dado mérito a los esquemas más simplificados. Desde el elogio al falso anti-imperialismo del presidente venezolano, cuyo país vive de venderle petróleo a Estados Unidos, hasta un españolismo trasnochado, que con rostro de dignidad herida ubica al Rey y al propio presidente Zapatero en el rincón derecho de un imaginario ring nacionalista.

En una mirada desde este lado del Atlántico, registramos, una vez más, la incomodidad de los planteos del presidente venezolano, dirigidos a la televisión, del mismo modo que antes adolecíamos de los de Fidel Castro, más serios pero igualmente productos de mercadeo, invariablemente construidos sobre el anuncio de un plan siniestro para atentar contra su vida que prologaba toda cumbre. Este ha sido el lastre que ha debido sobrellevar este navío en sus 17 años de navegación.

Lo peor sería que la intemperancia de los intemperantes debilitara la Comunidad Iberoamericana. Desnudado el mal, ese formidable espacio democrático debe preservarse más que nunca, porque es de los pocos lugares donde el diálogo político puede abordar el debate institucional e intentar que escuchen algo distinto los que sólo están acostumbrados a recibir elogios hijos del miedo o la prebenda.

Se trata, entonces, de seguir adelante con el trabajo e incluso no desmayar en el esfuerzo de que el Bicentenario de la independencia latinoamericana sea un gran motivo de reflexión sobre el presente y el futuro, a la luz de un movimiento liberal que alumbró en América con ese proceso y en España con las Cortes de Cádiz. Fue ese un gigantesco empeño, lleno de luces y sombras, seguido luego por dos siglos de vida republicana que ya van siendo tiempo suficiente para que no sigamos echando culpas hacia atrás y nos preguntemos qué estamos haciendo hoy mismo con los fabulosos ingresos del petróleo, la soja o la carne.

El episodio en sí no deja de ser un episodio. Aunque ejemplarizante, porque el presidente del Gobierno español dio una lección de institucionalidad, al demostrar que todos tienen derecho a hablar, aunque nadie el de trasladar al ámbito internacional contenciosos particulares y mucho menos insultar a quienes han sido miembros de esas cumbres como presidentes de democracias. En cuanto a la reacción del Rey, que tanto se ha zarandeado, ha testimoniado su dimensión en el escenario iberoamericano y mundial: la misma reacción y las mismas palabras, en otra boca, no habrían pasado de cuatro líneas en una crónica humorística. Que él ha arriesgado no hay duda; que ha empeñado su investidura en un episodio que lo somete al juicio general, tampoco hay duda. Pero el hecho es que él y sólo él podía alguna vez decir lo que todo el mundo piensa de esos alardes retóricos desbordados en que el presidente Chávez incurre, abusando de la paciencia del conjunto, fatigada de oír los mismos eslóganes una y otra vez.

No es la primera vez que don Juan Carlos se sale de los cánones protocolarios para ayudar a la institucionalidad democrática, las más de las veces impensadamente, como en el caso. España, sin ir más lejos, lo sabe por el tejerazo, pero nosotros también, porque cada vez que llegó a un país latinoamericano sacudió a la opinión con un fogonazo de libertad. Puedo recordar, simplemente, que en Montevideo, cuando estábamos impedidos de hacer política, vino de visita en plena dictadura y nos recibió a todos los dirigentes de los partidos en la Embajada española, en cuya puerta se congregó una multitud cuando se enteró del gesto. Esa tarde de un otoñal 21 de mayo de 1983, el Uruguay democrático volvió a vibrar y todos los actos protocolares del gobierno de facto, quedaron aplastados debajo de ese episodio resonante.

Por cierto el Rey no ha abusado de su investidura ni de su prestigio empeñándose en esos gestos de un modo banal, pero tampoco se ha resignado a ser un adorno en la liturgia del Estado. Así es que ha crecido su figura, así es que ha logrado ser quien es, a esta altura un patrimonio común: para España, como garante de su unidad e institucionalidad democrática; para Latinoamérica, como mensajero de la libertad y buque insignia de una civilización hispanoparlante que, paso a paso, amplía su espacio en el mundo contemporáneo.

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.