Desde el Tratado de Versalles al euro

Este mes se conmemora el centenario de la firma del Tratado de Versalles, uno de los acuerdos que condujeron al fin de la Primera Guerra Mundial. En cierto sentido, ha habido un vuelco de situación. Ya que el tratado impuso enormes reparaciones de guerra a Alemania, y la Alemania de hoy ha tomado la iniciativa de imponer grandes obligaciones de deuda a Grecia, su Estado miembro de la eurozona.

Aunque desde el año 1919 los membretes que señalan quiénes son acreedores y quiénes deudores se volvieron a entremezclar, el juego sigue siendo el mismo. Los acreedores quieren su libra de carne, y los deudores quieren evitar dársela. Los deudores quieren que sus deudas sean perdonadas, mientras que los acreedores se preocupan por el “riesgo moral” e ignoran los efectos desestabilizadores y contagiosos de hacer que los países deudores sean más pobres. Lamentablemente, la eurozona no aprendió las lecciones sobre la deuda que nos dejó el Tratado de Versalles, ni prestó atención a las advertencias de John Maynard Keynes.

Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, los aliados victoriosos se empecinaron en que Alemania debería realizar una “reparación” por el daño que había causado durante la guerra, esto se exigió, en parte, para pagar las deudas que dichos países sostenían unos con otros. Sin embargo, no lograron ponerse de acuerdo en una cifra final de indemnización durante su reunión en Versalles, por lo que en vez de arribar a un acuerdo, asignaron dicha tarea a una Comisión de Reparaciones para que sea ella la que determine, hasta el año 1921, dicho monto.

El meollo del asunto se centró en cuánto podría pagar Alemania sin una ocupación militar aliada. En su polémico documento del año 1919 titulado Las Consecuencias Económicas de la Paz, Keynes dijo que si Alemania restringiera su consumo, probablemente podría generar un superávit comercial anual de $250 millones, o el 2% de su ingreso nacional, mismo que durante 30 años alcanzaría la cifra de $7,5 mil millones.

En mayo de 1921, la Comisión de Reparaciones fijó la indemnización de Alemania en $33 mil millones. Pero la suma de capital se redujo efectivamente a sólo $12,5 mil millones, requiriendo pagos anuales de $350 millones. Este truco se logró al exigir a Alemania que emita tres conjuntos de bonos, pero que pague los intereses y el capital sólo sobre los dos primeros (Clases A y B), y que consigne el reembolso de los bonos “C” a la utopía.

La farsa de mantener una gran deuda ficticia alemana mientras intentaba obtener el reembolso de una deuda más pequeña y “realista” continuó durante la década de 1920. De hecho, Alemania tampoco estaba preparada para pagar la deuda realista, y sólo lo hizo después de nuevos préstamos. En 1926, Keynes comentó mordazmente: “Estados Unidos le presta dinero a Alemania; Alemania transfiere el equivalente a los Aliados, los Aliados pagan sus préstamos al gobierno de Estados Unidos. Nada real ocurre”.

Luego vino el desplome de Wall Street y la Gran Depresión, y los préstamos extranjeros a Alemania se agotaron. Al aumentar los impuestos y recortar el gasto público, Alemania generó el superávit requerido para cumplir con sus pagos anuales de deuda entre los años 1929 y 1931, pero a costa de intensificar el bajón. La economía alemana se contrajo en un 25%, y el desempleo se disparó al 35%. La política de “cumplimiento” durante el gobierno del canciller Heinrich Brüning allanó el camino para Adolf Hitler, quien simplemente repudió la deuda.

La actual farsa de la deuda en la eurozona tiene muchas similitudes con lo que ocurrió en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial.

En el período previo a la crisis financiera mundial de 2008, los países del sur de Europa acumularon deuda de manera constante al pedir prestado a los bancos del norte, principalmente alemanes, para financiar riesgosos proyectos de construcción. Mientras el alza continuó, el dinero siguió llegando. Pero cuando la crisis que comenzó en Estados Unidos golpeó a la eurozona, los bancos del norte de Europa se negaron a otorgar nuevos préstamos, lo que obligó a los gobiernos del sur de Europa a rescatar a sus propios sectores bancarios.

Grecia fue la víctima más visible del mencionado vuelco de situación. En el año 2009, el déficit presupuestario del país se disparó hasta el 15% del PIB, la deuda nacional superó el 100% del PIB y los rendimientos de los bonos griegos a diez años se dispararon por encima del 35%.

En el 2010, el gobierno griego amenazó con entrar en moratoria. Los bancos del norte de Europa concertaron una reestructuración parcial de la deuda, principalmente al extender el período de reembolso, junto con una línea de crédito de €240 mil millones ($269 mil millones) proveniente de una “troica” formada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea.

Esta financiación permitió al gobierno griego cumplir con los pagos de intereses, pero dicha financiación vino vinculada a estrictas condiciones de austeridad: mayores impuestos, recortes en el gasto público (en particular las pensiones), la abolición del salario mínimo, la venta de activos y la reducción de la negociación colectiva. En teoría, estas medidas generarían un superávit comercial que permitiría a Grecia pagar su deuda.

Entre 2010 y 2015, el gobierno de Grecia, tal como el canciller Brüning en la Alemania de la Depresión, se comprometió a una política de “cumplimiento”. En enero de 2015, los votantes finalmente se rebelaron, al elegir un gobierno de izquierda encabezado por el partido Syriza, que había prometido luchar contra los recortes. Sin embargo, en agosto de ese año, Grecia capituló ante sus acreedores, promulgando las medidas de austeridad necesarias a cambio de un nuevo préstamo de €85 mil millones.

Desde el 2010, Grecia se ha prestado más de €300 mil millones de euros. Hasta enero de 2019, había pagado €41,6 mil millones de euros, con un calendario de reembolso que se extiende más allá del año 2060. Es poco probable que los acreedores oficiales recuperen su dinero porque la mayoría de los bonos griegos son ficticios, como los bonos alemanes “C” de la década de 1920. En cambio, los contribuyentes en los países acreedores serán quienes paguen la factura en la forma de impuestos más altos y menor gasto público.

La visión ortodoxa es que la austeridad funcionó en Grecia. Carente de préstamos privados, el país equilibró su presupuesto y se desplazó en el plazo de seis años desde un déficit comercial a un superávit.

Pero la austeridad ha impuesto costos horrendos. Unos 300.000 funcionarios griegos fueron despedidos, la economía se contrajo en un 25% y la tasa de desempleo aumentó al 25% (y el desempleo juvenil a más del 60%). La falta de vivienda, la emigración y el suicidio aumentaron. La relación de deuda a PIB de Grecia aumentó del 100% al 170%, y el cartel de los acreedores continuará controlando la política económica del país hasta que la deuda sea saldada.

Tal como escribió Keynes en el año 1919: “La política de envilecer la vida de millones de seres humanos y de privar a toda una nación de felicidad, debería ser repugnante y detestable”. Más adelante, argumentó que la austeridad también era teóricamente errónea: recortar los ingresos en un país provoca que los ingresos caigan en otros lugares, diseminando depresión y garantizando que cualquier futura recuperación se retrase y sea débil.

La moraleja de estas dos historias, con un siglo de diferencia, es que los países deben evitar quedar atrapados en las relaciones acreedor-deudor. Si ello no es posible, entonces es necesaria una negociación justa entre acreedores y deudores para preservar la paz social y política. La eurozona tiene que aprender nuevamente esta lección.

Robert Skidelsky, a member of the British House of Lords, is Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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