Desde Europa a España

Histórica es la decisión de la Comisión Europea de iniciar un procedimiento de infracción contra la República Federal de Alemania motivado por la sentencia del Tribunal Constitucional de Karlsruhe referida a la compra de activos por el Banco Central Europeo para hacer frente a los efectos de la crisis económica y del virus. A juicio de la Comisión – –presidida por una alemana, la señora von der Leyen– los jueces alemanes habrían vulnerado «principios fundamentales del derecho de la Unión Europea» cuando declararon parcialmente inconstitucional el programa de compras del Banco Central que una sentencia del Tribunal Europeo –con sede en Luxemburgo– había considerado correcto.

La jurisprudencia alemana sentaba un precedente en extremo peligroso por cuanto amenazaba la unidad del derecho europeo y abría la vía a configurar una Europa a la carta.

La cuestión es clara: ¿qué autoridad tendrían las instituciones europeas para combatir a los Gobiernos polaco o húngaro cuando perpetran infracciones de los valores básicos europeos si se autoriza idéntico comportamiento a la poderosa Alemania? Además, si el juez alemán se permite desafiar la primacía del derecho europeo respecto de los derechos nacionales, ¿por qué va a tener prohibida esta licencia el juez español, el portugués o el griego?

Estamos –como se ve– ante una cuestión central de la construcción europea.

El asunto en Alemania está conectado con los celos que el juez alemán viene incubando desde hace tiempo respecto de su colega europeo. A juicio del primero, el segundo corre el peligro de ir construyendo, con sus sentencias, un edificio de corte federal acampado extramuros de los tratados, criaturas del derecho internacional que, como tales, no pueden convertirse en una auténtica constitución.

El bajo continuo que suena en la jurisprudencia de Karlsruhe es que en Europa no hay más soberanía que la de los Estados, únicos señores de los Tratados. Un ex magistrado, influyente por su condición de prestigioso catedrático de Derecho público y de persona activa en los medios de comunicación, Dieter Grimm, lo ha resumido en un aviso amenazante: si a tal fin se llegara por la voluntad de los actores políticos de la escena europea, la República Federal alemana, con gran dolor de sus entrañas y amores europeístas, se vería obligada a abandonar el proyecto europeo por la sencilla razón de que ese viaje no lo permite la Ley Fundamental alemana y ahí estaría el magistrado de Karlsruhe para impedirlo. Tal Ley Fundamental prohíbe sin más –insiste Grimm– la entrega de la soberanía alemana. De ello se sigue otra de las constantes argumentales de Grimm y de los jueces alemanes en activo: la de poner todo tipo de piedrecitas al despliegue del principio de prevalencia del derecho europeo sobre los nacionales, un invento procedente de Luxemburgo que tampoco gusta.

Hay que añadir que, desde el pensamiento filosófico, Jürgen Habermas (en su obra Zur Verfassung Europas. Ein Essay, 2011) ha combatido explícitamente esta concepción alumbrada por los jueces.

Hace pocos meses, y siempre con ocasión del debate jurídico acerca de la intervención del Banco Central Europeo, otro magistrado constitucional alemán –este en activo–, Peter M. Huber, ha señalado en una entrevista que «Europa es una unión de Estados nacionales soberanos, que pueden salirse de ella si les parece».

Palabras fuertes las de Huber que han encontrado una contundente –e inteligente– respuesta por parte del ex ministro de Finanzas federal Hans Eichel (de todo ello viene dando cuenta el Frankfurter Allgemeine Zeitung, véase, por ejemplo, la edición del pasado 10 de abril de 2021).

Eichel, que pertenece al partido socialdemócrata, ha preguntado a Huber: «Alemania, ¿un Estado nacional soberano?». La Ley Fundamental vigente –razona– en ningún sitio utiliza el concepto Estado nacional ni el de soberanía porque cuando se elaboró, tras la guerra, Alemania era un Estado intervenido por las fuerzas aliadas y en 1993, cuando Alemania ya había recuperado su unidad, tampoco aparecen estos conceptos por ninguna parte. Ello se debe a una razón elemental: los alemanes desconfían tanto de la nación como de la soberanía porque saben que ambos, nación y soberanía, han erigido imperios agresivos y han desencadenado dos guerras mundiales a las que los alemanes no han sido precisamente ajenos.

Señala Eichel que lo contrario es la verdad: ya en el preámbulo del texto de 1949, se habla de Alemania como «un miembro en condiciones de igualdad de una Europa unida», cuando esta idea aún vagaba borrosa por las mentes de ilustres visionarios europeos. En 1993, cuando se reforma, por la desaparición de la Alemania comunista, el artículo 23, artículo llamado «de Europa», ya era algo más que una realidad esa «Europa unida». Pues bien, en ese momento tampoco aparece la idea del Estado nacional. Por el contrario, personas con la mirada de larga distancia quisieron que ese artículo 23 recogiera los latidos del empeño europeo de manera renovada. Fijémonos en sus nombres: Helmut Kohl (democracia cristiana), Hans-Dietrich Genscher (liberal, después Klaus Kinkel, también liberal) y Hans-Jochen Vogel (socialdemócrata).

Anotemos, ay, para el paisaje español: en los momentos claves de la clarificación constitucional, las tres grandes formaciones políticas actúan unidas por un objetivo común. ¡Qué diferencia con nuestros partidos enredados en disputas sectarias, en broncas permanentes, hoy capitaneadas desde el Gobierno por los socialistas, ayer por los populares!

Y Eichel sigue puntualizando a Huber: a finales de los años 80, al hilo de la creación de la unión económica y monetaria, Alemania se comprometió con ella dando su consentimiento libre a participar en sus decisiones y a acatarlas. Por tanto, nada de poder salir del marco europeo cuando le parezca, como sostiene el magistrado Huber: caminar en la dirección opuesta es a lo que estimula justamente el artículo 23, el artículo europeo.

En ningún sitio, por consiguiente, aparecen esos conceptos –concluye Eichel– de nación y de soberanía que los jueces constitucionales de Karlsruhe se empecinan en airear y que, en puridad, como vemos, son ajenos a las plumas redactoras de la Ley Fundamental, conscientes de la necesidad de aventarlos para siempre por los «daños que han causado en el siglo XX y que tan inútiles son para solucionar los problemas del siglo XXI» (así, el ex ministro socialista Eichel).

De nuevo vienen a cuento las consideraciones para España: ¿se advierte cómo un socialdemócrata alemán quiere ver expulsados el nacionalismo y el soberanismo del horizonte europeo? Pues bien, ambos conceptos son los que los socialistas españoles nos ofrecen como el santo y la seña del progresismo. Hasta el punto de que han indultado a quienes han perpetrado un golpe de Estado al grito de nación, Estado independiente y soberanía. ¿Qué hemos hecho los españoles para merecer este castigo infligido por el PSOE, un partido que cultivó algunos años la dignidad política? ¿Piensan algo los diputados y senadores socialistas? ¿Respaldarían que, desde una región, una fuerza política votara la «desconexión» del orden constitucional español para instaurar un Estado corporativo o suprimir las comunidades autónomas? ¿dialogarían con estos forajidos? ¿constituirían con ellos una mesa de negociación? ¿les otorgarían indultos?

Buena parte de la ciudadanía española espera respuesta. O esperaba.

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario. Su última obra creativa se titula Abdicación por amor. Una novela real (Triacastela, 2021).

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