Desde Rusia sin amor

Debo ser de los pocos españoles que tuvo el honor de compartir unas horas con el ministro de Exteriores Ruso, Sergei Lavrov. Diplomático, inició sus servicios en la todavía URSS. Desde 1981 hasta 1988 formó parte de la delegación soviética en la ONU. Vladimir Putin, presidente de Rusia, lo designó en 2004 ministro de Exteriores. Y hasta hoy. Yo lo conocí en abril de 2007. Apenas llevaba en su cargo tres años. Es curioso que, de entre todos los ministros de cualquier gobierno, régimen o país, el de Exteriores suele ser el que más perdura. Lavrov lleva ya 17 años. Acaba de cumplir 70. Incluso ha superado a Molotov, que estuvo de 1939 a 1949 y del 1953 a 1957. Ribbentrop duró desde 1938 a 1945 y cayó con Alemania. Sobrevivir a regidores totalitarios da idea de las personalidades de estos ministros. Evidentemente, la Rusia de hoy no es la de Stalin.

Desde Rusia sin amorEl caso es que, unas semanas antes de este encuentro en Madrid, el ministro de Exteriores Moratinos me telefoneó apremiándome para que preparáramos una exposición con motivo de la visita de Lavrov para celebrar los 30 años del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países, interrumpidas desde la Guerra Civil. En 1977 España era una incipiente monarquía pendiente de la aprobación de su Constitución, mientras Rusia aún era la URSS. Yo, como Lavrov y el ministro Moratinos, llevaba tres años al frente del Instituto Cervantes, que depende de Exteriores. Acabábamos de trasladarnos al edificio de la calle de Alcalá, por lo que a las dificultades de idear, buscar el material y llevar a cabo el montaje en un lugar no preparado para ello, se unía el caos que toda mudanza lleva consigo. La colaboración de la Agencia EFE, así como de la agencia TASS, fue imprescindible. Reunimos casi un centenar de fotos, así como otros varios documentos originales, y todo quedó muy correctamente expuesto en esa entrada majestuosa del antiguo edificio del Banco del Río de la Plata. Aproveché esta circunstancia extraordinaria para comentarle al ministro Moratinos las muchas dificultades con las que nos encontrábamos en Moscú para mantener abierta nuestra institución, y él me prometió un aparte con Lavrov para explicárselas.

El día de autos, el 18 de abril del 2007, estaba convocado en Santa Cruz para tener ese breve encuentro y, a continuación, acompañarles a inaugurar la muestra. Cuando llegué, con cierta antelación, tuve que esperar bastante rato. Los diplomáticos que merodeaban la zona pendientes de que se cumplieran todos los protocolos, me cuchichearon que las cosas marchaban bien pero que el ministro ruso era altanero, difícil, intransigente y poco cordial a pesar de que, a veces, se esforzaba. Todo lo contrario a nuestro ministro. Si yo ya iba con temor, estas confesiones me inquietaron todavía más. De repente me llamaron, pasé a una sala, el ministro Moratinos me presentó, estaban ya todos de pie pendientes de la salida, y vi delante de mí a una persona alta, fuerte, un poco ruda, de rostro huesudo y de una seriedad pétrea. Me dio la mano que me pareció un inmenso témpano. Yo expliqué, en un instante, nuestra situación en su país, donde también queríamos abrir otra sede en San Petersburgo, y me ofrecí a facilitar la llegada de los Institutos Pushkin a España. Me escuchó sin inmutarse, sin pregunta alguna, y cuando Moratinos dio por zanjado este primer encuentro, el ministro Lavrov me respondió tajantemente: «¡Todo se arreglará!». Y así fue, al menos, mientras yo seguí al frente.

Al llegar al Instituto y bajarse del coche oficial, contempló nuestro edificio y, luego, avanzamos todos al interior del que fuera antaño un gran templo del dinero. Antes de alcanzar la exposición pasamos por delante de unas grandes fotos que yo había mandado poner para ocultar unas oficinas. Se veían a varios niños escondiéndose bajo la fachada, que acabábamos de ver, tratando de protegerse de los bombardeos de los aviones franquistas. Varias bombas yacían junto a ellos sin explotar. Moratinos le habló de la Guerra Civil y la presencia rusa, y la única pregunta que hizo Lavrov fue sobre el número de muertos. Moratinos dudó, nos miró a todos, y aquello parecía una subasta de números. Finalmente, respondió que alrededor de un millón. Lavrov movió la cabeza como si aquello le pareciera un número insignificante y lo condujimos ya a la muestra. Foto a foto se fue parando y preguntando a qué correspondía. Esto era terrible porque aunque todas llevaban su pie, por la premura con que se había llevado todo a cabo no nos las habíamos estudiado. Moratinos, con su proverbial campechanía y siendo diputado por Córdoba, daba magistrales manoletinas. Pero, de pronto, Lavrov no estaba de acuerdo con algún comentario y levantaba la voz. Esto me causaba estupor. Estando en nuestra casa y siendo él el huésped, nos trataba como si fuera el anfitrión. Yo pensé que así debieron ser los aristócratas zaristas. Todo acabó bien pero con una gran tensión cuando debería haber sido un acto de confraternización. Deduje que un personaje tan seguro de sí mismo, tan arrogante, que jamás sonreía, debía de cumplir un papel muy importante en su gobierno. Incluso llegué a pensar, equivocadamente, que pudiera haber sido compañero de Putin en el KGB. Se fue sin disfrutar de nuestro refrigerio y sin alabanza alguna de lo que había visto. Por esto que cuento no me ha asombrado la disputa reciente con el ministro de Exteriores de la UE, el español Josep Borrell. Las declaraciones y amenazas contra Europa de Lavrov y, especialmente, la equiparación de Navalni con los políticos presos catalanes, fue toda una infamia que confirmó mis juicios de aquel tiempo. Lavrov ha sido quien ha justificado por todo el mundo la violación de los derechos humanos y las libertades en su país, así como las agresiones a sus ex satélites. Lavrov es, ya desde hace tiempo, no un diplomático sino un propagandista de la eterna era Putin. Y está claro que Rusia está tratando de desestabilizar a Europa. Cataluña es solo la excusa.

El presidente Biden, afortunadamente, ya ha cambiado la nefasta política contra Europa de Trump, y advertido a Rusia que no va a permitir el pirateo de las redes informáticas. A mí, realmente, me produce una profunda pena considerar a Rusia como un enemigo. Los lazos de Europa con ella son centenarios: cultural y políticamente. Yo comparto aquello que escribió Dostoievski en su Diario de un escritor: «Nosotros los rusos tenemos dos patrias: Rusia y Europa, aún en el caso que nos consideremos eslavófilos». Rusia y Europa son dos vecinos que se necesitan. Este debate que tuvieron los rusos y los norteamericanos por ser ellos mismos o seguir participando en el eje común europeo, ya lo debatieron durante el siglo XIX algunos de sus grandes escritores. Melville y Tosltoi estaban a favor del nuevo mundo que nacía de sus dos grandes estados, pero sin romper del todo el vínculo; mientras que Turguéniev y Henry James no solo lo aceptaban sino que lo fomentaron. Pero unos y otros nunca pudieron vivir sin Europa, como hoy mismo sucede. No en vano, Iván Karamazov confiesa a su hermano que su gran deseo es viajar a Europa para llorar sobre sus tumbas; mientras que Gógol comentó que solo había encontrado a Rusia en Roma. Y, del otro lado, Joyce afirmó que el mayor texto jamás escrito era ¿Cuánta tierra necesita un hombre? de Tolstoi, porque en él se resumía toda la fe y la esperanza del ser humano en un mundo inhumano.

La actual democracia rusa sigue un camino peligroso exacerbando su nacionalismo y tratando de hacer lo mismo en Europa con las microrregiones como venganza por la supuesta intervención de nuestro continente en la desintegración de la URSS. Cuando, de haber sido así, debería de estar agradecida por ayudarles a traer la libertad. El nacionalismo, lo saben bien los rusos, destruyó a Europa y a ellos mismos. El nacionalismo lleva al odio y a la violencia. En la política contemporánea todo impulso de masas, todo proyecto totalitario, se nutre del nacionalismo y el populismo. Es decir, de la droga mortífera del odio. La barbarie tiene como cuna esta clase de instigaciones que, inevitablemente, han conducido a guerras. Y de la guerra, escribió Tolstoi, surge la desenfrenada matanza «y es el resultado de la vanagloria y estupidez de gente de alto rango».

¿Quiénes son los más europeos de entre los europeos: los americanos o los rusos? Los pueblos eslavos, desde siempre, son parte fundamental de Europa. Unos y otros, inevitablemente, formamos parte de un triángulo imposible de romper, como se ha visto a lo largo de la historia. Y ni siquiera neozares o neopadrecitos podrán volverlo a intentar.

César Antonio Molina es escritor, ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. En las próximas semanas aparecerá su libro de ensayos: ¡Qué bello será vivir sin cultura! (Destino).

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