Desenmascarar la gerontofobia

La pandemia del coronavirus no ha hecho sino sacar a la luz y agudizar algunas de las tendencias entrañadas en las sociedades, prestándoles una visibilidad de la que carecían. La covid-19 ha oficiado en estas situaciones de altavoz, más que de causa. Es el caso, entre otros, de la gerontofobia, un vocablo no incluido en el Diccionario de la Lengua Española, que se refiere al temor, la prevención, la aversión o el desprecio hacia los ancianos, que sin duda ya existía, pero ahora ha salido a la luz con más claridad. Dos factores, fundamentalmente, han servido de palanca para llevar a la esfera pública la realidad de esa animadversión solapada. Por una parte, la organización de la desescalada, atendiendo al criterio de la edad para asignar franjas horarias de desconfinamiento diferenciadas, ha dado la sensación equivocada de que existe un abismo entre los grupos de edad, que la mezcla es perjudicial. Por otra parte, la saturación que se ha producido en algunas UCI ha parecido reclamar un triaje, para el que en ocasiones se ha recurrido también al criterio de la edad, e incluso a esa noción perversa de vidas sin valor social.

Son dos cuestiones distintas, sin duda, pero coinciden en haber hecho patente ese edadismo, esa discriminación por razón de edad, que ve en las personas ancianas seres improductivos, una carga para la sociedad, una amenaza para la sostenibilidad del sistema de pensiones y la protección social. Algunas declaraciones que han aparecido estos días en las redes y en los medios de comunicación daban por bueno excluir a los ancianos de los tratamientos y aislarlos. Y, sobre todo, un malthusianismo trasnochado ha llevado a respirar a menudo con alivio ante la noticia de que una gran parte de los fallecidos por coronavirus han sido ancianos. Piensan algunos equivocadamente que en un mundo que envejece la desaparición de un buen número de ancianos genera un saludable rejuvenecimiento. Una convicción que no sólo es errónea, sino que cuando se traduce en discursos y acciones resulta ilegal e inmoral por discriminatoria, atenta contra el igual trato que merecen todas las personas por el hecho de serlo en virtud de su dignidad. Pero, por si faltara poco, ni siquiera es inteligente.

Como bien dicen algunos autores como Elisa Chuliá, el mundo no está envejeciendo, sino rejuveneciendo. Lo que ha aumentado es la población longeva, la esperanza de vida ha crecido prodigiosamente y, además, una vida en buen estado, lo cual es una excelente noticia. A nuestra edad, las madres y abuelas eran mucho mayores que nosotras, el mapa de la edad está cambiando, la llamada “tercera edad” se amplía en realidad más allá de ese “65” que, hoy por hoy, es el momento de la jubilación del trabajo, pero no de la vida, y decir hasta dónde llega es pura convención.

Claro que las convenciones tienen un enorme peso social, porque para hablar de la edad personal hay que tener en cuenta la edad biológica, que depende del proceso vital de cada persona, único e irrepetible; la cronológica, que marca el calendario de forma inexorable, monótonamente igual para todas las personas, y la edad social, compuesta por esos mojones que pone la sociedad para gestionar sus recursos, por esa construcción social de la realidad. Pero, si atendemos a la edad cronológica, de acuerdo con las proyecciones del INE de octubre de 2018, hasta 2033 la población de 65 o más años podría ser la cuarta parte del total, y la población centenaria alcanzaría algo más de 46.000 personas.

Se dice en ocasiones que la peculiaridad del edadismo frente a otros “ismos”, como el racismo o el sexismo, consiste en que los edadistas jóvenes o maduros llegarán a la vejez, si no fallecen antes, con lo cual se odian a sí mismos por anticipado. Cosa bien poco inteligente, sobre todo cuando habitamos ya en lo que se ha llamado “la vida de los 100 años”, por mencionar el libro de Gratton y Scott. Con lo cual, lo prudente es ir organizando ese futuro abierto de la forma más justa y felicitante para todos, y un requisito indispensable por razón de mera prudencia es erradicar la gerontofobia y el edadismo como actitudes usuales en nuestro estilo de vida.

El autoodio anticipado es realmente suicida y, lo que es peor, es estúpido. A ello se añaden un sinnúmero de consideraciones que alcanza desde el apoyo vital y económico que han supuesto y suponen los mayores, manteniendo a las familias con su apoyo personal y con sus jubilaciones, hasta la riqueza que generan las actividades intergeneracionales, capaces de sumar distintas perspectivas, en vez de restarlas. E incluso el elemental reconocimiento de que las personas necesitadas de atención y cuidado también son productivas, porque sin ellas decaerían prodigiosamente el mundo sanitario, los laboratorios, las residencias y una empresa tan indiscutiblemente poderosa como es la farmacéutica. Mire usted por dónde, la ancianidad es más que productiva en este mundo nuestro en que muchos miden la importancia de las personas y de las cosas por su precio, no por su valor. Mire usted por dónde, también en este capítulo del precio los mayores son rentables.

Pero lo decisivo es que todas las personas, por sí mismas, tienen un profundo valor. Y es este valor el que debe orientar el quehacer de las sociedades y también la toma de decisiones en tiempos de pandemia al aplicar medidas terapéuticas. Un asunto sobre el que es preciso abrir un debate público para ir elaborando recomendaciones compartidas para futuras emergencias.

En el Informe del Ministerio de Sanidad sobre los aspectos éticos en situaciones de pandemia, en que tuve la oportunidad de participar bajo la coordinación de Carlos Romeo Casabona, se llegó a unas orientaciones, a mi juicio, muy razonables. En principio, se recomienda no recurrir a criterios de priorización hasta no haber agotado todas las posibilidades existentes para disponer de los recursos asistenciales necesarios y para optimizar el uso de los disponibles. Lo esencial es planificar, ampliar los recursos, derivando de unos centros a otros, de unas comunidades a otras; evitar en lo posible llegar al punto en que el personal sanitario no tiene más remedio que tomar “decisiones trágicas”. Y es curioso cómo se amplía el campo de lo posible cuando quien tiene que determinar qué es lo posible está empeñado en salvar vidas, y cómo se encoge hasta el raquitismo cuando esas vidas no le importan. El posibilismo es una planta asombrosamente moldeable, se estira y se encoge. Es entonces esencial crear una trama de solidaridad entre todos los centros, públicos y privados, sin acepciones ideológicas.

Pero si, desgraciadamente, llega el momento de tener que elegir, porque realmente los recursos no alcanzan, entonces se prescribe no discriminar por razón de edad o de discapacidad, sino considerar caso por caso, teniendo en cuenta la situación clínica y las expectativas objetivas de cada paciente. Los pacientes de mayor edad deben ser tratados en las mismas condiciones que el resto de la población, atendiendo a criterios de cada caso particular, y lo mismo sucede con las personas con discapacidad o demencia. El igual valor de todas las personas así lo exige.

Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *