Deseo de normalidad en EE.UU.

Donald Trump insinúa que la epidemia de coronavirus es un invento de sus adversarios políticos y que estos están haciendo una montaña de una gripe común. Esta desinformación por parte de los medios de comunicación enemigos no tendría otro fin que ponerlo a él en apuros y hacer que caiga la Bolsa. Trump tiene parte de razón, porque su popularidad está muy ligada al crecimiento económico y a las cotizaciones bursátiles. Estas cotizaciones, allí más que en Europa, son vitales para las clases medias estadounidenses, y especialmente para los jubilados, cuyas pensiones están ligadas al valor de su cartera. Una caída del 20 por ciento equivale a una caída similar de los votos.

Donald Trump también tiene razón, a su pesar, pues ha demostrado su incapacidad para manejar como un estadista la primera crisis real a la que se enfrenta. Como se le ha acusado de no hacer nada cuando llegó el virus a Estados Unidos, está tratando de compensarlo con ofertas rocambolescas, como la prohibición de los viajes a y desde Europa.

Hasta ahora, Trump ha tenido una suerte extraordinaria y ha logrado librarse milagrosamente de cualquier desafío nacional e internacional importante. En el fondo, sus fanfarronadas y extravagancias no tenían consecuencias concretas, pero de repente las cosas han cambiado: la crisis sanitaria y, en consecuencia, económica, afecta a todos los ciudadanos y, al igual que en Europa, está sembrando el pánico. Trump no está en absoluto a la altura de la situación. Su reelección, que parecía segura hace quince días, hoy ya no lo es. Son los riesgos de la política; los desastres siempre surgen cuando no se les espera. Cada día aumenta la separación entre la población y el presidente; él sigue repitiendo que todo esto carece de importancia y que desaparecerá por sí mismo, mientras que quienes le rodean y todo el cuerpo médico se sienten obligados a contradecirlo.

La otra víctima política de esta crisis inesperada es el senador socialista Bernie Sanders, a quien, hasta hace muy poco, se consideraba el adversario demócrata de Donald Trump. De repente, las extravagancias ideológicas de Sanders, su elogio al socialismo, su veneración por Fidel Castro, lo convierten en un equivalente a Trump, igual de excesivo, irrelevante y alejado de la preocupación colectiva inmediata.

Quien se beneficia de la crisis, a diferencia de Trump y Sanders, es un estadounidense muy tranquilo, un centrista afable que transmite confianza y que podría pertenecer a cualquier familia de Estados Unidos: Joe Biden, el tío Joe. Biden tiene 77 años, pero Trump es solo un poco más joven y, a menos que algún problema de salud lo impida, será el candidato demócrata y probablemente el próximo presidente. Quienes voten por él y quienes lo están votando ya en las primarias de su partido aprecian sobre todo su normalidad y su sencillez. No promete nada excesivo, es digno, respeta a sus adversarios y se lleva bien con todos, con los negros, con los latinos, con los obreros blancos. Biden es una especie de Obama, de quien fue vicepresidente durante ocho años, pero blanco.

¿Reformista? Lo es algo, pero no demasiado, en una nación bastante conservadora; se ha comprometido a mejorar el seguro público de salud, pero a su propio ritmo, sobre todo sin revolución. En política exterior, es un Obama bis, un anti-Trump, más bien pacifista, no demasiado aislacionista, fiel a la alianza occidental y con Japón y Corea del Sur. Biden no siente ninguna fascinación por los dictadores ni simpatiza con los regímenes chino y ruso, lo que también supone una vuelta a la normalidad. Con él, la conversación dentro de la OTAN podría volver a retomar su anterior curso civilizado, el fin de la era Trump. Por último, Biden se expresa con normalidad, no insulta a nadie y no es un fanático de Twitter y otras redes sociales.

Si se confirma mi hipótesis de una vuelta a la normalidad (la profecía en ciencias políticas es siempre un ejercicio de alto riesgo), toda una serie de expertos eruditos acabará en el paro. Pienso en todos aquellos que, desde la elección de Trump y los éxitos de los nacionalistas en Polonia, en Hungría, en Italia y en Turquía, nos anunciaron el ocaso de la democracia y su sustitución por regímenes calificados como populistas e iliberales. Este populismo iliberal se desvanecerá como una nube con la elección de Biden.

Trump solo dejará un recuerdo pintoresco. Es cierto, lo reconozco, que anunciar la desaparición de la democracia es una de las profesiones más antiguas del mundo; se convierte en crónicas aterradoras, conferencias y libros. Además de los expertos, se sentirán decepcionados los varones blancos, cuyo malestar y resentimiento contra la liberación de las mujeres, contra los extranjeros y las personas de color en general Trump ha sabido captar tan bien. Pero ningún Trump puede oponerse a una evolución imparable de las costumbres hacia una mayor tolerancia y el multiculturalismo.

Para dejar constancia, recordemos que después de la elección de Trump era normal preguntarse si las instituciones estadounidenses resistirían el tornado populista. Han resistido, demostrando que, para la supervivencia de cualquier democracia, es fundamental que la Constitución sea sagrada. Una lección que vale también para España.

Guy Sorman

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