Deseos de fin de año para los feminismos que vienen

Una cadena de mujeres rodea el centro de Madrid en febrero de este año para empezar los preparativos de la marcha del 8 de marzo. Credit Fernando Villar/EPA vía Shutterstock
Una cadena de mujeres rodea el centro de Madrid en febrero de este año para empezar los preparativos de la marcha del 8 de marzo. Credit Fernando Villar/EPA vía Shutterstock

Si hay algo más bochornoso que releerse a una misma, es releerse con lágrimas en los ojos.

Me acaba de pasar cuando, para escribir esta columna, volví al artículo que publiqué en estas mismas páginas, a principios de este año. Se titulaba “La década en que nos hicimos feministas” y era mi repaso personal por los grandes hits del feminismo del siglo XXI. Lloré porque esa década que había supuesto para mí y para tantas transitar de una lucha individual a una colectiva, plena, radical, ilusionante, había terminado en este momento extraño en que ya no podía escribir así, en plural; ni sentirme así: ni entusiasmada, identificada, fuerte ni parte de nada.

Lloré porque solo podía pensar en el día en que las feministas nos enfrentamos en la manifestación del 8M de este año. Sí, el último 8 de marzo, en Madrid, literalmente nos pegamos, y se selló así, simbólicamente, un proceso de fragmentación anunciado. Entonces tuvimos que aceptar que ni la búsqueda del consenso ni la idea de trabajar desde lo que nos une y no desde lo que nos separa —ni siquiera la idea de sororidad— eran suficientes, que la hermandad de género no alcanza y que ese “nosotras” ya no nos incluía a todas.

Recuerdo unas pancartas luchando por imponerse sobre otras, los debates teóricos imponiéndose sobre las vidas. Recuerdo las caras de mis amigas y de mis enemigas. Recuerdo entenderlo como algo defensivo, recuerdo entenderlo como fracaso. Recuerdo que no era la primera vez, recuerdo que venía de antes, que ya se habían ido muchas personas del movimiento. Recuerdo que pensé que habíamos caído en el juego del patriarcado, que se nos había colado dentro o, peor, que la violencia también estaba entre nosotras.

Me dije: Quédense con su feminismo excluyente, quédense con el sujeto mujer, quédense con el 8M. Todo para ustedes.

Por eso, en lo primero que pensé cuando me preguntaron por mis buenos deseos para el año que viene fue en encontrar otro horizonte para los feminismos que sea todo lo contrario a ese día, a la fractura, a la lucha por el poder, a la falta de escucha, a la cancelación y al dolor.

Hoy que la pandemia nos ha desarticulado, echado de la calle, interrumpido nuestros procesos y desmovilizado, mientras que el sistema ha logrado mantenerse intacto y la ultraderecha (en España y distintas partes de América Latina) acecha, solo puedo pensar en volver a construir.

Es urgente volver a imaginar y poner de nuevo en el centro la necesidad de mejorar y dignificar nuestras vidas, las de las mujeres y todas las demás.

Dentro de los feminismos, como en todo, hay fuerzas hegemónicas que buscan garantizar que los privilegios se mantengan y que nada cambie, salvo por algún techo de cristal que romper o alguna presidenta que elegir. Las necesidades de las demás no les interpelan y acusan a quienes incluyen más voces diversas de querer fragmentarnos. Pero existen otras posturas, a las que me adhiero, que proponen todo lo contrario: abordar de manera transversal los conflictos, ampliar la red y sumar otras trincheras que van más allá del género, por ejemplo la sindical, la migrante, la vecinal, porque lo que nos mueve es cambiar las estructuras que perpetúan todas las desigualdades.

Este año en que el coronavirus también tocó a mi puerta, tuve que cuidar a mi familia de la enfermedad y dejarme cuidar por mis compañeras, que vinieron a nuestro auxilio cuando no nos dábamos abasto. Pensé que no nos equivocábamos cuando decíamos que había que poner los cuidados de los más vulnerables y el maternaje en el centro de las políticas públicas, especialmente durante la pandemia. Porque la emergencia sanitaria y social solo hizo más clamorosa esta desatención, esa invisibilización, ese olvido, el racismo y la exclusión.

Las trabajadoras, en especial las no blancas y migrantes en países ricos, que los gobiernos llaman pomposamente “esenciales”, sostienen aún esta crisis y enferman y mueren mientras cuidan, limpian exponiéndose al contagio a cambio de poco o nada, sin derechos laborales.

Por eso mi deseo para el próximo año es que los feminismos incluyan en sus agendas la lucha por los derechos de todas las personas, su reconocimiento y el compromiso con sus reclamos concretos y urgentes para la subsistencia, por ejemplo, regularización para las migrantes y un sistema de salud público integral.

Los feminismos del mañana, con los que sueño, deben luchar contra el racismo, que se ha fortalecido. Para eso hay que estar en sintonía con las luchas en las fronteras y junto a los pueblos originarios, que entienden la liberación no desde la lógica del progreso, sino partiendo de la memoria de sus comunidades, de su organización igualitaria y resistencia ancestrales. Aunque se les trate de anacrónicos, sus luchas son las luchas del presente por excelencia, aquellas por la conservación del planeta, la naturaleza y la vida.

Voltear la mirada hacia otros territorios reales y simbólicos, en lugar de mirarnos el ombligo, en lugar de repetirnos y atascarnos, encerradas como estamos en nosotras mismas, podría ser sanador.

Necesitamos articular nuevos frentes de lucha y esperar otros escenarios posibles, como el regreso a las calles en un tiempo pos-COVID en el que generar alianzas inesperadas, aún no transitadas.

A lo mejor no nos fragmentamos porque nunca estuvimos unidas. A lo mejor no es la unidad lo que necesitamos. Y sí la idea de pequeñas comunidades diversas, libres, que tiendan, cuando lo necesiten, amorosos puentes entre ellas. Ojalá seamos capaces de construirlos. 2021 es un buen momento para empezar.

Gabriela Wiener es escritora, periodista y colaboradora regular de The New York Times. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí.

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