Desierto de valores

Una encuesta reciente se preocupaba por la falta de valores de nuestra juventud (admitir la violencia, primar el enriquecimiento …). La juventud suele sacar intuitivamente, de lo que han percibido en nosotros y de la visión de la vida que transmitimos, unas consecuencias que nosotros no nos atrevemos a sacar. Por tanto, si la encuesta era exacta debemos preguntarnos qué valores hemos transmitido.

Los valores modelan nuestro ego. Sin ellos el ego (individual o grupal) se erige en valor absoluto. Los egos son como granos de arena, los valores como el agua que puede amasarlos y cohesionarlos. Los valores sostienen el tejido social: sin ellos la sociedad se convierte en un desierto, con tormentas de arena y pequeños oasis. Tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Simone Veil pidió otra declaración, de los deberes humanos, que no tenemos. Porque reconocer los valores es convertirlos en deberes.

Muchos eclesiásticos piensan que la causa de esta anemia de valores es la falta de fe en Dios, fundamento último de los valores. Olvidan que se puede utilizar la fe en Dios para canonizar egoísmos propios. Por eso a la Biblia, más que la increencia, le preocupa la idolatría. El dios falso por esencia es el dinero. La Biblia enseña que el afán de dinero corroe todos los valores (“la codicia es idolatría”). El dinero es como esos ácidos corrosivos (fosfórico, acetilsalicílico o los llamados oligoelementos): necesario en dosis moderadas, pero mortal si supera esos límites. Provoca obsesión por mil placeres (que cree comprables), y una fabulosa inflación del ego: “concupiscencia de los ojos, avidez de la carne y soberbia de la vida”, en lenguaje bíblico. Pondré dos ejemplos.

1.- Como la historia tiene sus ironías va y, en pleno siglo XXI, aparece un libro de un tal Marx titulado El capital. Pero ahora Marx es un arzobispo católico que le añade un subtítulo expresivo: “Alegato en favor de la humanidad”. El arzobispo comienza con una carta a su tatarabuelo nominal, donde se pregunta si su antepasado no tendría razón en una serie de cosas. “Considerar el trabajo una mercancía más, sometida a las leyes supuestamente inquebrantables del mercado” sólo cabe en un mundo sin valores. Añade que hoy nos domina “el imperativo económico”: cuando algo produce beneficios hay que hacerlo, sin consideraciones humanistas o morales. Como aquel buitre norteamericano que compró por 3 millones de dólares una deuda de 15 millones que tenía Zambia con Rumanía para adquirir material agrícola. Zambia se demoró en el pago, y nuestro amigo acudió a los tribunales, que condenaron al país africano a pagar 17 millones. Cuando la BBC le pregunta si no sentía escrúpulos por ello, responde: “No es culpa mía. Yo lo único que he hecho ha sido una inversión”. Inversión de los más elementales valores humanos, naturalmente.

2.- El pasado septiembre, varios periódicos alemanes publicaron un artículo de la corresponsal en España, Stefanie Claudia Müller, donde afirmaba que, contra lo que se cree en Alemania, España es un país trabajador al que “no le falta talento, ni capacidad empresarial ni creatividad”. La raíz de nuestros males es “un modelo de Estado inviable, fuente de corrupción y nepotismo, impuesto por una oligarquía de partidos en connivencia con las oligarquías financiera y económica”. Luego The New York Times publicó una serie de artículos sobre España, que parecían concretar las insinuaciones de la periodista alemana. Tras la conocida historia del señor Botín con sus viejos dos mil millones no declarados, y liberado de más investigaciones por la vicepresidenta Fernández de la Vega, el diario norteamericano explicaba que “entre las grandes familias, las grandes empresas y la banca, el fraude fiscal es enorme” (y cita una serie de nombres conocidos que prefiero omitir). Pero las investigaciones de la Agencia Tributaria se centran casi sólo en los autónomos y profesionales liberales, cuyo fraude representa sólo el 8% del total, según técnicos de esa agencia. Evocaba la frase de Aznar “los ricos no pagan impuestos en España”, justificada con el argumento de que, como son pocos, tampoco eso tiene demasiadas consecuencias. Y daba como razón última de todo: “La banca es uno de los sectores más importantes para la financiación de los medios” y de los partidos. De este modo, los grandes ricos tienen cogidos por el cuello a los dos grandes poderes: el político y el mediático.

Uno no puede garantizar los datos que recoge, aunque considere fiables las fuentes. Pero puede ejercer el derecho ciudadano a reclamar que nuestros medios hablen de ello y que se investigue en serio. De lo contrario, no sólo tendremos otra prueba de nuestro desierto de valores, sino una amenaza de extinción por otra forma de calentamiento de la Tierra. Termino con otra cita del Nuevo Testamento ligeramente parafraseada para hacerla más clara: “El único negocio que se puede hacer con la piedad es saber que, como nada trajimos a este mundo, nada nos llevaremos de él. Por eso debemos contentarnos con satisfacer nuestras necesidades naturales. Los que pretenden ser ricos caen en el abismo de codicias insensatas y dañinas que hunden a los hombres en la ruina: porque la raíz de todos los males es la pasión por el dinero” (1 Tim 6,6-10).

La moral católica clásica se preocupaba mucho por delimitar esas “necesidades naturales”. Cabrá acusarla de manga ancha, pero no de ignorar el problema como nosotros.

José Ignacio González Faus, teólogo.

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