Desigualdad e injusticia en Latinoamérica

Elizabeth Warren, candidata demócrata a la presidencia de Estados Unidos, ha propuesto un impuesto a la riqueza a partir de los 50 millones de dólares. La han acusado de comunista y de querer acabar con el sueño americano. En Colombia, este gravamen existe hace varios años y hoy se cobra a partir de 1,5 millones de dólares; no obstante, es uno de los 15 países más desiguales del mundo. ¿Qué pasa?

Luchar contra la desigualdad requiere acciones no solo bien intencionadas sino correctamente diseñadas. Esto implica cobrar impuestos progresivos para que quienes más tengan paguen más, recaudarlos y desarrollar políticas de transferencia y redistribución que efectivamente brinden oportunidades a los más pobres. Sin embargo, esta lógica enfrenta serias complejidades en Latinoamérica.

Según la CEPAL, cuando los países de la OCDE recaudan impuestos y redistribuyen la riqueza a través de transferencias, el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, se reduce en promedio 17 puntos porcentuales. En Latinoamérica, decrece tan solo tres puntos porcentuales mientras que en Colombia el indicador prácticamente no se mueve.

En materia tributaria, Colombia es un caso emblemático que ilustra cómo las buenas intenciones no pasan de eso. A la hora de recaudar sus impuestos, existen un sinnúmero de exenciones que favorece a los grupos de presión más organizados y no necesariamente a los más necesitados. Adicionalmente, la evasión es prevalente pues sólo hasta el año pasado se tipificó como delito.

A esto se suma una “carrera al fondo” a escala mundial que golpea a todos los Estados. Esta práctica consiste en establecer bajos impuestos para atraer inversión o, incluso, residentes fiscales.

En Colombia, más de 10.362 personas han renunciado a su ciudadanía entre 2002 y 2016 y otra cantidad no cuantificada ha conseguido la residencia fiscal en otros países. ¿Se debe esto al impuesto al patrimonio? Es imposible cuantificarlo de manera exacta, pero sin duda ha influido.

En un mundo globalizado los Gobiernos pueden tener buenas intenciones; no obstante, si vivir o poseer negocios en dicha jurisdicción es demasiado oneroso, eventualmente las personas buscarán establecerse en otras naciones. La única forma de mitigarlo es bajo el establecimiento de reglas de juego universales.

Países como Suecia, líder en equidad y justicia social, han sufrido ante estas circunstancias. Ingvar Kamprad, fundador de Ikea, migró a causa de los altos gravámenes y regresó a su país natal cuando habían reducido el impuesto a la renta y eliminado el impuesto al patrimonio.

El Nobel de economía Stiglitz promueve una iniciativa que establece una tasa mínima en el impuesto corporativo a escala mundial. En efecto, esta debería existir en muchos tipos de impuestos para que la competencia tributaria entre países no favorezca a quienes más tienen.

El primer paso es lograr un alto ingreso proveniente de los ricos a través de sistemas tributarios bien diseñados y con unas políticas sanas a escala mundial. Posteriormente, dichos recursos deberían ser redistribuidos de manera eficiente y justa. En este aspecto también fracasan los países latinoamericanos.

La corrupción prevalente en la mayoría de las instituciones hace que mucho de lo recibido vía impositiva se quede en el camino. El escándalo de Odebrecht llevó a investigaciones en 12 países de América Latina.

Las instituciones “extractivas”, en palabras de Acemoglu y Robinson de su clásico Por qué fracasan las naciones, prevalecen en la región. Según estos académicos, las instituciones en Latinoamérica fueron creadas para que las élites europeas pudieran extraer riqueza. Tras el fin de la colonia, su esencia se mantuvo en cabeza de las élites locales.

Cada país varía en este aspecto. En Colombia, la institución extractiva por excelencia es el sistema de pensiones, una especie de Robin Hood al revés. El Estado destina el 28% de su presupuesto de inversión social para subsidiar las pensiones de personas pertenecientes al 20% de mayores ingresos.

Esta situación ocurre, pues el aporte total de un ciudadano al sistema durante su vida, incluyendo rendimientos financieros del capital, es mucho menor que el costo total de dicha pensión para el Estado. Según cifras oficiales, hoy cada pensión alta alcanza a ser subsidiada hasta en 200.000 euros. Garantizar la vejez digna de las personas pobres es un deber del Estado de bienestar pero subvencionar las pensiones de los más adinerados perpetúa la desigualdad.

El dinero que tributan muchos ricos, si no se pierde en corrupción, termina subsidiando sus propias pensiones o las de otras personas de altísimos ingresos; un absurdo.

Colombia sirve como referente mundial para evidenciar que reducir la desigualdad no solo depende de instaurar altos impuestos a la riqueza sino también de recaudarlos y redistribuirlos a través de programas bien diseñados y justos. Si no se desarrolla una estrategia integral, la injusticia social nunca será superada.

Felipe Ríos es filósofo y economista, y fue concejal de Bogotá.

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