Desigualdad e involución

Como si se tratara de un viejo fantasma, la movilización y el descontento social recorren de nuevo América Latina en forma de protestas masivas, como las habidas en Brasil, Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Chile o Colombia, con la novedad de una mayor influencia/presencia (Samuel E. Finer) de las Fuerzas Armadas en el mundo político. A ello se suman los cambios electorales, el poder de los narcotraficantes, la corrupción, el ascenso de la criminalidad, las migraciones o las profundas desigualdades económicas existentes. Pese a las opiniones que insisten en no ver la situación como novedosa, asistimos al fin de la “tercera ola de democratización” (Marta Lagos) y al agotamiento del modelo económico, fruto del “consenso de Washington” (1988).

Esta situación de incertidumbre no es exclusiva de América Latina, sino que también se da en otras partes del mundo, donde se observa una creciente desconfianza en la “democracia representativa” y en sus instituciones, aumentando con ello el apoyo a “líderes fuertes”, a la vez que se endurece el lenguaje político y se asiste a una permanente descalificación del adversario. Estamos ante un cambio de paradigma, donde prima la desorientación, al no tener respuestas teóricas a las crisis políticas y económicas, y el desbordamiento de los Gobiernos ante las nuevas formas de protesta.

Los datos del último Latinobarómetro referido a 2018 son preocupantes: por vez primera, exceptuando a Cuba, países que eran democráticos como Venezuela y Nicaragua pasan a ser “autoritarios” con elecciones. El apoyo a la democracia se sitúa en su punto más bajo, el 48%, al igual que en el año 2000; se mantienen los partidarios de un “régimen autoritario” en el 15%, pero suben al máximo de la serie histórica los “indiferentes” con el 28%.

Mientras tanto, en el conjunto de la región las tres instituciones que cuentan con una mayor confianza de los ciudadanos son la Iglesia, las Fuerzas Armadas y la policía. Mientras que las que obtienen una menor confianza son los partidos políticos, el Congreso, el Gobierno y el Poder Judicial. Siendo estas últimas, como es sabido, el sustento principal de los sistemas políticos democráticos.

Existe un problema de credibilidad en los “políticos”, al estar implicados muchos de ellos en casos de corrupción. Hasta nueve presidentes se han visto acusados de vinculación con la empresa brasileña Odebrecht. Cuatro de ellos, peruanos (Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pablo Kuczynski), y algunos tan carismáticos como Luiz Inácio Lula da Silva. A ello habría que añadir la corrupción presidencial en Ecuador, Argentina, Guatemala, El Salvador, Honduras y Panamá.

Es patente la ineficacia de los Gobiernos para hacer frente al incremento de la criminalidad y el narcotráfico, o para controlar la inmigración ilegal o asegurar el “sustento económico” de las familias. En esta coyuntura aparecen liderazgos al margen de las élites como son los casos Jair Bolsonaro en Brasil o de Andrés Manuel López Obrador en México. Sus discursos tratan de ocultar los problemas reales de sus respectivos países, lo que conduce a su agravamiento.

Este complejo panorama se ve condicionado por el incremento de las protestas sociales, con nuevas formas de actuación y una violencia extrema, la cual procede en parte de la inapropiada respuesta de algunos Gobiernos ante las manifestaciones de los ciudadanos. Sus protagonistas son jóvenes radicalizados por su incierto futuro laboral y por la frustración generada ante las vanas expectativas abiertas por los procesos de transición a la democracia habidos hace años. Muchos de ellos son mujeres, que siguen recibiendo un trato denigrante, acompañado de una violencia de género estructural, y que, pese a su cada vez mayor preparación, son discriminadas por un mercado de trabajo segmentado. Por último, se incorporan los indígenas en aquellos países donde son comunidades importantes como Ecuador o Bolivia, e incluso hacen acto de presencia, cada vez con mayor influencia, en países como Chile.

Lo novedoso es que ante la crisis que estamos viviendo reaparecen en la escena los militares, los antiguos protagonistas, para “proceder al retorno del orden”, aunque en esta ocasión, sin necesidad de estar en primer plano. Las Fuerzas Armadas en América Latina se están constituyendo en una institución muy influyente, sin tener que ocupar militarmente las calles. En el caso de Bolivia es evidente la existencia de un golpe de Estado, precedido de un fraude electoral, con un Evo Morales que al considerarse “imprescindible” generó una crisis institucional.

En Venezuela y Nicaragua, quienes sostienen los regímenes autoritarios son los militares. En Brasil es conocida la presencia de militares retirados en la presidencia y vicepresidencia, formando un tercio del Gobierno. En Chile estuvieron en las calles, al igual que en Colombia, y en el primero de estos países condicionando la acción gubernamental ante un paralizado presidente. En Ecuador salvaron al Gobierno, trasladándole de Quito a Guayaquil. En México, ante la cesión del Estado de derecho de López Obrador en el caso del hijo de El Chapo Guzmán, es la Armada la que controla el combate contra las mafias.

Los valores que dicen representar las Fuerzas Armadas: credibilidad, honestidad, orden, nacionalismo y antipolítica, se encuentran al alza entre los ciudadanos, que ven la democracia como un sistema ineficaz para hacer frente a sus demandas.

Ante esta grave situación se deben de dar respuestas políticas en sentido de refundación/reforma de los Estados, con nuevas bases legitimadoras, pero ello no será suficiente. De una vez por todas es necesario modificar el modelo económico neoliberal, el cual practica un funcionamiento perverso que ha generado mayor concentración de riqueza en pocas manos, incremento de las desigualdades sociales, inseguridad laboral, aumento del trabajo informal, marginación de la negociación colectiva y de los sindicatos, dualización de la economía y, en suma, incapacidad para crear el Estado de bienestar. La existencia de un “modelo” alternativo planteado por los países “bolivarianos” no ha sido ni atractivo, ni exitoso para consolidarse.

El “modelo neoliberal” produjo ciertos avances con crecimientos económicos, reducción de la pobreza, mejoras en las infraestructuras e incluso ampliación de la cobertura educacional. Pero ha ido acompañado de una creciente desigualdad social, con connotaciones de género y étnicas. Este modelo se ha caracterizado por bajos salarios, insuficientes para mantener a las familias, lo que ha obligado al pluriempleo, alentado la economía informal y generado inseguridad. La situación se agrava aún más por la existencia de bajas pensiones que no permiten hacer frente a las necesidades vitales. Los ciudadanos sienten que existe una desigualdad, también, de trato social. A ello se añade un Estado subsidiario, sin herramientas suficientes para modificar el sistema fiscal, el gasto público, el sistema de prestaciones sociales o el mercado laboral.

Desigualdad social e involución política se dan la mano para ahogar las esperanzas que supuso la extensión de la democracia a la mayor parte de la región de América Latina. La presencia cada vez más visible de las Fuerzas Armadas y los comportamientos autoritarios alientan una movilización social, con escaso control, que es difícil saber adónde conduce.

Álvaro Soto Carmona y Pedro A. Martínez Lillo son catedráticos de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *