Desigualdad en Europa: más allá de la crisis

La crisis económica está provocando un continuo y preocupante aumento de la desigualdad. Asunto de la máxima relevancia que acaso esté ocultando otro, no menos trascedente: la polarización social ha avanzado en la Unión Europea a lo largo de las últimas décadas. Sin pretender ser exhaustivos ni excluyentes, a continuación presentamos algunas de las causas que explican esta deriva.

Una de las razones de peso se encuentra en el triunfo en los foros académicos, en las plataformas mediáticas y en las esferas de poder de un planteamiento de política económica que, quizás de manera un tanto genérica, se ha denominado “neoliberalismo”. Conforme a esta concepción, los espacios ocupados por las Instituciones debían ser reducidos y sometidos a los imperativos de los mercados, dada la intrínseca ineficiencia con que operan aquéllos y la consustancial racionalidad que caracteriza a éstos. Son los mercados —y no los Estados a través de las políticas redistributivas—, operando sin o con las mínimas restricciones, los que asegurarían el objetivo de la equidad social, mientras que los espacios públicos quedarían confinados a un papel subsidiario y subordinado. Se afirma, además, que la desigualdad es el inevitable resultado de la dispar capacidad (productividad) de los “servicios” productivos. No sólo cada uno recibe lo que merece, es recompensado por el esfuerzo que realiza y por el capital humano que atesora; asimismo, los grupos que acaparan la mayor parte del ingreso son también los que más ahorran, con lo que también desde esta perspectiva se sostiene que la desigualdad estimula el crecimiento. El círculo se cierra, pues éste contiene y resuelve la agenda social.

Apelando a estos argumentos, tan simples, contundentes y eficaces, tan ideológicos si se quiere, se ha asistido a un progresivo desmantelamiento de los espacios públicos y, más importante todavía, a un cuestionamiento y pérdida de legitimidad de las políticas públicas como vertebradoras de la cohesión social. Los Estados han sido sometidos a un continuo acoso por parte de las oligarquías financieras y productivas, con la intención de aminorar la presión fiscal sobre las rentas altas (objetivo que han alcanzado) y de reducir el perfil redistributivo de las políticas públicas (meta que también han conseguido). El resultado de ambos procesos ha sido una intensificación de la polarización social.

La invocación a los mercados y a su supuesta eficiencia ha permitido que las grandes corporaciones, o para ser más precisos sus equipos directivos y grupos accionariales, principales actores y ganadores de esos mercados, impongan sus lógicas y estrategias. Muy lejos de las premisas, o de las ensoñaciones, de la competencia perfecta, donde ninguna firma puede determinar de manera duradera el entorno donde se desenvuelve, la concentración y oligopolización del tejido empresarial se ha convertido en una de las señas de identidad, puede que la más importante, del proyecto europeo.

Los grupos que controlan los resortes de poder, en las empresas y en los mercados, tienen una amplia capacidad para fijar de manera discrecional ingresos y precios; por ejemplo, cuando los altos ejecutivos deciden sobre sus propias remuneraciones en espacios de “gobierno corporativo” que les son afines. Esta situación, en la que los controles sociales y los mecanismos de supervisión institucional son muy débiles (si es que existen), ha reforzado sin cesar sus privilegios, siendo un factor importante que explica la concentración del ingreso en las élites.

Es verdad que, a diferencia de otros procesos de integración, la UE se ha pretendido sustentar en un equilibrio entre las Instituciones y los mercados, pero dicho equilibrio, a la fuerza inestable y sometido a continuas tensiones, se ha inclinado de manera rotunda y definitiva hacia los segundos, que es lo mismo que decir hacia las grandes corporaciones y los lobbies que articulan y defienden sus intereses. Estos grupos han sido principales ganadores de la integración europea y han estado en condiciones de modelar, no sólo contaminar, la agenda comunitaria.

El contrapunto, que no el contrapeso, de esas fuerzas en ascenso y bien organizadas han sido unas organizaciones sindicales y unas izquierdas cada vez más debilitadas, por las profundas transformaciones en las estructuras productivas —creciente peso de los servicios e internacionalización de la cadena de creación de valor— y por el mantenimiento del desempleo en unos niveles elevados. Pero también, y éste no es un factor menor, porque han aceptado, en sus líneas maestras, la supuesta racionalidad de la agenda neoliberal y el nudo gordiano de las políticas implementadas a partir de esa agenda.

Señalemos, en fin, que la internacionalización de los procesos económicos, lejos de ayudar a configurar un espacio amplio y plano donde todos juegan en las mismas condiciones y todos ganan, ha consolidado un escenario profundamente desnivelado y asimétrico, donde unos pocos ganan mucho, donde muchos reciben muy poco y donde el grupo de los perdedores no ha dejado de crecer.

El redespliegue productivo de las empresas transnacionales —a través de las inversiones extranjeras directas y los acuerdos de subcontratación—; el aumento de las exportaciones procedentes de los capitalismos emergentes y el cambio en su composición, ganando peso los productos industriales y los servicios de mayor valor añadido y densidad tecnológica; la intensificación de los movimientos migratorios Sur-Norte y la desintegración del universo comunista han supuesto un extraordinario aumento de la oferta mundial de fuerza de trabajo en un contexto donde la demanda de empleo crecía, cuando lo hacía, lentamente. Este desequilibrio oferta-demanda ha supuesto una poderosa presión a la baja de los salarios, principalmente de los percibidos por los trabajadores menos cualificados pero que también ha afectado, de manera creciente, a otras capas de trabajadores.

En este escenario, las empresas, las que han promovido el proceso internacionalizador y las que de una manera u otra se han beneficiado de él, han dispuesto de un argumento —la necesidad de trabajar más y más eficientemente para enfrentar la competencia global— y de un instrumento de presión —el que proporciona el libre movimiento de capitales y las amenazas de deslocalizar los centros de trabajo— para reforzar sus intereses y, por supuesto, acrecentar sus beneficios.

¿Más Europa como solución? No, en absoluto, si esa reivindicación nos propone recorrer los caminos que han conducido a una creciente degradación social. ¿Otra Europa? Sí, pero muy distinta de la que están imponiendo los mercados, las élites, las grandes corporaciones, los organismos monetarios y financieros internacionales, la burocracia de Bruselas y los dirigentes de los países ricos.

Fernando Luengo es profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del colectivo econoNuestra y Lucía Vicent es investigadora del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y también miembro del colectivo econoNuestra.

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