Desigualdad, oportunidades y sociedad de bienestar

La desigualdad es un concepto muy complejo. Desde luego, mucho más de lo que transmiten las interpretaciones simplistas que proliferan últimamente en España de parte de aquellos que pretenden utilizar la desigualdad como una nueva palanca para buscar el antagonismo social. Para empezar, la desigualdad es un fenómeno a escala mundial que se ve afectado críticamente por la globalización y el cambio tecnológico. Un fenómeno con orígenes y consecuencias diversas en países económicamente emergentes y desarrollados y, dentro de cada una de estas categorías, que depende, a su vez, de los sistemas institucionales de los que se hayan dotado esos países. Así, por ejemplo, hablar de desigualdad en España implica hablar del rendimiento del sistema de bienestar; implica hablar de la eficacia del sistema educativo y del mercado laboral para asignar oportunidades; implica hablar de la eficiencia del sistema fiscal para generar esquemas de ingreso y gasto públicos óptimos; e implica hablar de la calidad de nuestras instituciones. Pero además, hay que tener muy claro de qué estamos hablando realmente. Con demasiada frecuencia, se habla de desigualdad y de pobreza como sinónimos, cuando en realidad son conceptos netamente distintos que deben generar políticas públicas igualmente diferentes. No faltan ejemplos en el mundo de países con muy bajos niveles de desigualdad y amplias capas de la población que viven por debajo del umbral de la pobreza. Seguramente, lo relevante a efectos sociales no es tanto la desigualdad como la existencia de bolsas inaceptables de miseria y fenómenos de exclusión de determinados segmentos de la población. El objetivo del informe que, con el mismo título que este artículo, presentó ayer la Fundación FAES en su Campus anual en Guadarrama es precisamente aportar una reflexión rigurosa y serena sobre esta importante cuestión para la sociedad española.

España no es un país que destaque por la desigualdad o por la tasas de pobreza. Los indicadores de desigualdad, medida a través de los salarios, las rentas, la riqueza o el acceso de las personas a bienes de consumo básicos, así como los indicadores de pobreza, sitúan a España en las posiciones intermedias de los países de la UE 15. De hecho, si tomamos como referencia la riqueza teniendo en cuenta la vivienda en propiedad, España se encuentra en el grupo de cabeza de los países más igualitarios de nuestro entorno. La distribución de la renta que genera la actividad económica en nuestro país no difiere en gran medida de la que se genera, por ejemplo, en Suecia, país considerado de los más igualitarios de Europa. Sin embargo, el rendimiento del nuestro sistema de bienestar en su capacidad niveladora e igualadora de oportunidades es sensiblemente más bajo que el de los mejores países de nuestro entorno. Un hecho que se ha revelado de forma más evidente durante la crisis económica, que ha puesto a prueba los sistemas de bienestar de toda Europa con resultados dispares.

Las causas de este menor rendimiento son estructurales, no obedecen, contra lo que en ocasiones se dice, a las políticas adoptadas por el Gobierno en los últimos años. Como tampoco están relacionadas con las cantidades con las que dotamos el sistema de bienestar en España. Las estadísticas confirman lo que ya se intuía. España es de los países con mayores niveles de gasto social de los países desarrollados, dato que se mantiene incluso durante la crisis económica. No tenemos pues un problema de cantidad de gasto, sino de que el efecto redistributivo de ese gasto es bajo. ¿Por qué? La explicación no es compleja. A pesar de los logros objetivos de la reciente reforma laboral, España sigue teniendo un problema de insuficiencia crónica de empleo a lo que se añade un mercado de trabajo dual que reacciona violentamente a los ciclos económicos generando rápidas y desiguales subidas del desempleo que agrandan la brecha entre los que más tienen y los que menos. De hecho, seis de los ocho puntos del aumento de la desigualdad por la crisis se deben a este motivo. Además, contamos con un sistema educativo de baja calidad que no cumple con su función de «ascensor social» y con un sistema fiscal incapaz de recaudar de forma suficiente, al que se confía excesivamente una función redistributiva por el lado de los ingresos bajo el raquítico argumento de que la culpa de la desigualdad la tienen los «ricos». La combinación de estos tres elementos determina el rendimiento bajo del sistema de bienestar en comparación con nuestros socios que se concentra sobre los sectores más vulnerables de la sociedad, los jóvenes, los parados y las familias.

Estos son los hechos. Esta es la evidencia que determinan los datos. El debate de la desigualdad en España es pertinente. Lo es por evidentes razones de cohesión y justicia social. Pero sería un grave error plantear este debate con el único objetivo de insistir en las mismas políticas que explican la desigualdad en España y su incremento durante la crisis económica.

Miguel Marín, director de Economía y Políticas Públicas de FAES.

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