¿Desjudicializar? No, gracias

Cada situación política tiene sus lemas, sus consignas y sus afanes. Ahora en España cunde la idea de «desjudicializar». Se considera que los jueces entran en temas políticos que les son ajenos. Esos problemas -se dice- mejor es que los zanjen los políticos y no los magistrados con su legalismo. Solo los líderes pueden lograr acuerdos imaginativos e innovadores, sean o no conformes a la ley.

Esta concepción constituye un torpedo en la línea de flotación del Estado de derecho tal como la hemos recibido. Antes se trataba de sujetar el poder político a la ley; ahora se apunta a algo distinto: que los jueces se aparten y no estorben a la política. Muchos en la historia han preferido esto y alguno, como el canciller prusiano Bismarck, lo formuló con concisión: «Macht geht vor Recht», el poder prevalece sobre el derecho, pasa sobre él. Los problemas políticos se resuelven con política y no con leyes.

¿Desjudicializar? No, gracias¿Será posible ahora persuadir a la opinión pública de que lo bueno es desjudicializar? Yo no lo excluyo si se machacan bien los oídos ciudadanos con este extraño verbo y se grita con fuerza: «¡Jueces, sacad vuestras torpes manos de las cuestiones políticas!». Para lograr esa conversión bastaría el machaque de tertulianos decididos y cadenas de radio o de televisión, nacionales o autonómicas. Entre estas últimas ya contamos con alguna de probada eficacia para predicar su fe en el independentismo, olvidando Constitución, leyes y sentencias.

Conviene recordar que no fue fácil asentar en España la creencia de que la política se debía someter a las leyes aplicadas por jueces independientes. Se remaba contra corriente. Nuestras tradiciones tiraban por senderos bien distintos. Durante décadas no se aplicó la «regla de derecho» (rule of law) a la acción política. Al contrario, nuestro siglo XIX está plagado de conflictos dilucidados con decisiones «políticas», civiles o militares -gritos, pronunciamientos, plantes, etc.- o por revoluciones y alzamientos, más o menos «gloriosos». En todo esto, el derecho pintaba poco, y menos aun los jueces.

Los totalitarismos del siglo XX fueron más allá: la ley misma en lo esencial debía ser expresión de la voluntad política clarividente de un führer, duce o caudillo. Los jueces solo valdrían para ejecutarla. El franquismo fue entusiasta en desjudicializar la acción política. Retrasó la implantación de una jurisdicción contencioso-administrativa y evitó cuanto pudo que se juzgasen los actos políticos, las materias de prensa o la discrecionalidad de las autoridades. Lo judicial allí no había de entrar. Eran las llamadas «inmunidades del poder», regueros de guantánamos indestructibles. En nuestros días la guerra en Ucrania es ejemplo claro de un poder militar ejercido a espaldas de la legalidad internacional. El poder pisotea el derecho.

Entre nosotros costó mucho consolidar un ideal del Estado de derecho hasta incluirlo en el Preámbulo de la Constitución como uno de sus fundamentos, vigente también en la Unión Europea. Hoy, en España es exigencia constitucional que el poder político se someta a la ley. Todas las conductas políticas caen bajo control judicial, incluidas sediciones, rebeliones, malversaciones, prevaricaciones y corrupciones varias. Contamos incluso con una fiscalía anticorrupción y se deben anular los actos dictados con desviación de poder, o sea, cuando se ejerzan potestades públicas para finalidades distintas a las del ordenamiento político. Todo esto resulta sin duda bastante fastidioso para un político que pretenda ejecutar con rapidez sus brillantes ideas con manos libres. Sobran estorbos en su camino, como estudios previos, trámites preceptivos, audiencias y, para colmo, esa atadura de que las sentencias se tengan que cumplir en sus términos aunque puedan frustrar prometedoras iniciativas políticas.

Con todo esto surgió la ocurrencia de desjudicializar, que hizo furor, y muchos se apuntaron a ella.

Yo no estoy -para mi desgracia- por esta labor. Confieso que me hiere tanta matraca por desjudicializar. Preferiría para todos nosotros un Estado de derecho pleno. Deploro ese desprecio al poder judicial patente en la no renovación, durante años, de los integrantes de su Consejo General, o su real ninguneo al privarle de competencias indispensables para el ejercicio de su función y el correcto funcionamiento de los tribunales. Me indigna la salida tan socorrida, algo infantil, de echar siempre la culpa al otro, del «más eres tú» o del «tú empezaste primero».

Me avergüenza que se moteje a los jueces por miembros del Gobierno como «fachas sin toga», «machistas» y otras lindezas. Echo de menos decisiones claras del Constitucional sobre todo esto y me horroriza pensar que ese Alto Tribunal quede contaminado del chapapote mental y letal de la politización, derivado de la suicida y simplificadora clasificación de sus magistrados en conservadores y progresistas, obedientes ciegos a aquellos mismos partidos políticos que les promovieron y auparon. Porque desjudicializar -¡gran paradoja!- equivale hoy a politizar. La política entra a saco en antiguas competencias judiciales. Los legisladores quieren convertirse ellos en jueces, además infalibles y sin apelación. No les importa gran cosa aprobar leyes aunque con las prisas resulten chapuceras y les salga el tiro por la culata. Los gobernantes se atreven a desactivar una sentencia del Supremo con el truco de desjudicializar si creen que fue exagerada o dificulta su política. Entonces se buscan los recovecos y vueltas para que no se cumpla, o solo en parte. No se preocupan si con todo esto se frustra el éxito de órdenes judiciales de detención o entrega ya cursadas a las autoridades europeas. También aquí hay que desjudicializar para poder progresar.

La vía de progreso consiste en indultar condenas según a una ley de finales del siglo XIX. La política modulará la amplitud de la medida de gracia: será la suficiente para conseguir la excarcelación que se desee por fines políticos, o para evitar la prisión de algún pez gordo que cometió un delito grave, pero que es una «gran persona», según sus correligionarios o compañeros de partido. O también cabe modificar el Código Penal que aplicaron los jueces con una campaña navideña de sensacionales rebajas, al estilo los grandes almacenes, para lograr una amnistía retroactiva.

Además, se puede elegir un camino parlamentario huérfano de cualquier informe previo preceptivo que, aun sin ser vinculante, resultaría entorpecedor. Bien se comprende así la idea de desjudicializar. Pero permítasenos discrepar a quienes desde la Transición defendimos el Estado de derecho. Y eso no por estar enfurruñados, sino por temernos que con tanta polvareda perdamos a don Beltrane y quede oculto un tractor gigantesco y traicionero de demoliciones con enorme pala, dispuesto a tumbar lo construido en 1978 con tanto mimo, esmero y amplio consenso. Nos obsesiona el lanzamiento de tantos misiles contra los jueces tras una meta que nadie confiesa de verdad. De Bismarck sí se sabía que aspiraba a construir una gran Alemania, no a despedazarla.

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona fue ministro en la Transición con Adolfo Suárez y Calvo-Sotelo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *