Deslenguados, pavitontos y maldicientes

Con la venia de los lectores, me permito denunciar la actitud de esos políticos que, a mi modesto entender, suelen caer en las grotescas figuras que se llaman verborrea, necedad y maledicencia. Trataré de explicarme con un poco de historia en zapatillas o de andar por casa.

El día 1 de los corrientes, en la presentación de los presupuestos municipales, un alcalde preguntó a los vecinos presentes por qué había tanto «tonto de los cojones» que seguía votando a la derecha. Una semana después, un diputado de ERC, durante un mitin, calificó al Tribunal Constitucional de órgano corrupto y gritó «¡muera el Borbón!».

Estoy seguro de que la frase del señor alcalde pasará al libro de los Diálogos democráticos -que no sé si existe- como una de las más profundas aportaciones doctrinales a la teoría del constitucionalismo moderno, al igual que esa otra que en su día pronunció un diputado del mismo partido de «vamos a tener que empezar a repartir muchas hostias»; o la del compañero Rodríguez de la Borbolla de «a ver quién tiene cojones para sacar a España de la OTAN»; o la de aquel diputado del PP en el Parlamento canario que en marzo de 2007 llamó a un ex camarada «golfo de mierda»; o esa de un diputado aragonés que tachó de «gilipollas» a otro diputado, aunque, bien es verdad que luego retiró el improperio con la apostilla de que «ellos insultan por lo bajo y yo digo palabros por arriba». O la de «mariquita, nenaza, puta, basura, traidor, vendido, pedazo de mierda» que un senador italiano llamado Nino Strano le espetó a su colega de escaño mientras se debatía una moción de confianza presentada por el primer ministro Romano Prodi.

Y ahora, mis ingenuas dudas de contribuyente: ¿Por qué nuestros beneméritos políticos se han vuelto tan mal educados? ¿A qué hablar como carreteros después de 30 años de democracia? ¿Por qué ofenden y se ofenden tanto? ¿Estarán nerviosos? ¡Vayan ustedes a saber! El que nace barrigón es inútil que lo fajen, dice el refrán. ¿Acaso ven sus cargos y prebendas en el alero? Lo ignoro, aunque no descarto que estar en el machito durante tiempo y tiempo y, sin duda, más tiempo del conveniente, cría inmunidades de las que los próceres se resisten a descabalgar, quizá porque padezcan complejo de superioridad, lo cual no es más que un complejo de inferioridad mal compensado.

Reconozco que la política no es, ni ha de serlo, un coro de seráficas voces, pues, entre otras cosas, sus oficiantes no son ángeles y siempre he sido partidario del castellano hablado en cueros. De ahí que este tipo de espectáculos ya no debía de escandalizarnos. Aun así, para los políticos que nos representan prefiero siempre un cierto comedimiento verbal y creo que, aunque sólo fuera por precaución, deberían abstenerse de invadir el predio que Francisco de Quevedo acotó en sus poesías satíricas.

No; eso de que en un pleno municipal se llame «tonto de los cojones» a los votantes del partido de la oposición, aunque sea de derechas, y de que se desee la muerte del jefe del Estado, no es correcto. Tonto de los cojones sobre insulto, es circunstancia cuyo señalamiento suele molestar al destinatario, tanto si lo es como si no lo es. Y pedir a gritos la muerte del Rey, aunque su autor no lo piense, es juego peligroso, porque también a uno le pueden desear que le pille un coche o le caiga una maceta en el cráneo y aún cosas peores que no he de enumerar aquí, puesto que nadie las ignora. Ahora bien, lo que más asombro me produce es que antes de echar el exabrupto su autor no se hubiera acordado del quinto principio de la propuesta de Código de Buen Gobierno, donde recomienda a los alcaldes que en las «intervenciones públicas utilicen un tono respetuoso y deferente tanto hacia cualquier miembro de la corporación como hacia la ciudadanía». No se trata de juzgarle. ¡Dios me libre! Pero al señor alcalde, con el mayor de los respetos, le digo que bastantes disgustos da ya con los impuestos, las tasas y las multas, para que encima venga de corajudo y llame a la gente tonta de los cataplines. Sosiéguese y como el mismo hizo en un acto de arrepentimiento, para la próxima vez, antes de faltar al prójimo, mírese al espejo y métase la lengua en la lengüera.

A propósito de tontos. En El Gran Libro de los Insultos de Pancracio Celdrán de Gomariz se puede leer que tonto es aquel sujeto corto de entendimiento y de escasa razón y que nunca fue insulto grave, a menos que se hiciera acompañar de genitivos -o de genitales, añadiría yo- que doblaran su extensión peyorativa, como tonto del nabo, del pijo, del higo, de la polla, de los huevos, de los cojones, que daban la idea del tonto integral. Jaime Campmany, tras buscarlos, no por los caminos y las calles, ni por los despachos, fondas y salones, sino en los libros y en los diccionarios, llegó a formar una familia numerosa de tontos que van desde el alocado o tontiloco hasta el pavitonto, pasando por el tonto peligroso, el tonto engreído o tontivano, el tontílocuo, el tontuelo inofensivo, el tontucio o medio tonto y así hasta 527. Cuenta que la última voz se la dio Rafael García Serrano y era la de «tonto del voto», que es expresión un tanto antidemocrática y que seguro que es en la que el alcalde señor Crespo estaba pensando cuando pronunció el disparate.

Decía Umbral que en España hay políticos que prefieren el insulto al diálogo y la palabrota a la argumentación y muchos siglos antes, allá por el comienzo de la democracia griega, Pericles afirmaba que «el que sabe y no se explica claramente, es lo mismo que si no pensara». La oratoria es arte muy confuso y, cuando se inflama, recibe el nombre de verborrea, enfermedad difícil de combatir. En política deben prevalecer las palabras mesuradas sobre las palabras insurrectas. No se olvide que el alma de la política es la palabra y el político se cobija en ella y se sirve de ella para expresarse y gobernar, pero jamás debe jugar con ella ni abusar de ella, puesto que puede ser vengativa y tiene mucha memoria.

La democracia es la democracia y la solemne observancia de las reglas del juego se llama liturgia que, más o menos, quiere decir servicio público. La democracia está constituida por gente del estado llano y por representantes de los ciudadanos que han de saber hacer artesanía del oficio y de la política. En Inglaterra se les llama commons, comunes. Los diputados y ediles darían mejor ejemplo al país empleando adjetivos constructivos en lugar de epítetos chabacanos. Al recuerdo me viene Cervantes cuando pensaba que con los insultos «se deslindan los linajes» y conste que los personajes de Cervantes insultan como los mejores. Para mí que los padres de la patria o de la comunidad autónoma o del municipio deberían ser elegidos, en primarias, entre personas bien educadas o, lo que es igual, entre hombres y mujeres no propensos a echar los pies por alto a destiempo y antes de tiempo.

Por la boca muere el pez, y por la boca han muerto no pocos políticos, lo cual podría evitarse si en el momento preciso se les metiese acíbar en la boca, como se hace con los niños descarados y lenguaraces. Quizá sea esto lo que necesitan el diputado y el alcalde a quienes me refiero, aunque no descarto que cuando, sin mayores eufemismos ni más rodeos, uno voceó lo de «muera el Borbón» y el otro salió directamente con lo de tontos genitales, fue porque quienes les tenían que entender les entendían mejor y sobre todo porque de lo que se trataba era de poner a parir al enemigo. O sea, que lo de ambos fue como un bando para que el personal no se calentase la cabeza en interpretaciones complicadas.

Tranquilícense los intranquilos, edúquense los maleducados o, en otro caso, retírense del mundanal ruido de la política. Recuérdese que la política es una forma de cultura. Como el otro día me dijo Pedro J., no es que en democracia las formas sean muy importantes, es que la democracia son las formas. El político permanentemente asediado por tentaciones a la vulgaridad acaba no teniendo tiempo para pensar y discurrir. A lo mejor este es el caso. El señor de La Rouchefoucauld, que no tenía pelos en la lengua, afirma en su máxima 451 que «no hay tonto más molesto que el ingenioso». Que cada cual se aplique el cuento, si ve que le conviene.

Nota de alcance: Al rato de firmar estas líneas, leo que en un desayuno con periodistas, el presidente fundador del PP, el senador Fraga Iribarne, ha dicho que el peso de los partidos nacionalistas había que ponderarlo «colgándolos de algún sitio». ¡Hombre, don Manuel, no nombre usted hoy la soga en casa del ahorcado! Quizá sea éste uno de los más claros supuestos donde lo recomendable es guardarse la sinhueso y pensar en la brevedad de la vida.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.