Desmontando el Estado de Derecho

Desde la lectura de las leyes catalanas, los días 6 y 7 de septiembre de 2017, de referéndum y de transitoriedad jurídica aprobadas por el Parlament de Cataluña, atropellando todo lo que se les pusiera por delante, hasta estas últimas semanas no había vuelto a experimentar esta sensación de asombro y profunda desolación. La producen textos jurídicos que no solo son incomprensibles y erróneos desde el punto de vista técnico-jurídico, sino que su finalidad última es desmontar nuestro Estado democrático de derecho. Ahora, desgraciadamente, vuelve esa sensación y con ella la preocupación acerca de si nuestras instituciones van a resistir estos test de estrés a los que están siendo sometidas de forma inmisericorde por nuestros gobernantes con una frivolidad pasmosa.

La última alarma ha sido (en el momento de escribir estas líneas) la aprobación de una orden ministerial que establece una Comisión Permanente y un procedimiento para «luchar contra la desinformación». El problema, claro está, es qué se entiende en cada caso por desinformación y quién lo interpreta. El que la Comisión sea exclusivamente gubernamental y el que todos los órganos involucrados tengan un marcado carácter político tampoco. Aunque el Gobierno se ha apresurado a señalar que no se trata de limitar la libertad de expresión ni de controlar a los medios de comunicación, y que el fundamento se encuentra en un plan europeo de lucha contra la desinformación (European Democracy Action Plan) para combatir las fake news, en particular frente a campañas procedentes de terceros Estados que pretenden desestabilizar los procedimientos electorales, lo cierto es que la regulación (o actualización) de este delicadísimo tipo de instrumentos por orden ministerial, sin debate parlamentario de ningún tipo, sin la contribución de expertos y de la sociedad civil, sin transparencia y con suma velocidad no resulta la mejor forma de generar confianza. De ahí que hayan saltado todas las alarmas.

Desmontando el Estado de DerechoY es que la credibilidad del Gobierno con respecto al respeto a las instituciones y al Estado de derecho está bajo mínimos después de una serie de actuaciones que en un cortísimo espacio de tiempo están socavando las reglas del juego y poniendo de manifiesto que, para sobrevivir, las instituciones necesitan algo más que normas; necesitan convicciones y valores democráticos que las sustenten, sin las cuales estas normas son papel mojado.

Por si creen que exagero, recordemos que PSOE y Podemos han suspendido (que no retirado) una propuesta de reforma normativa para politizar aún más el órgano de gobierno de los jueces con la excusa de acabar con un «bloqueo institucional» provocado por esa misma politización. Hasta la propia Unión Europea ha tenido que salir en defensa de nuestra separación de poderes; pese a ello, nuestros representantes políticos siguen defendiendo abiertamente que son los partidos los que tienen que nombrar a todos los vocales del órgano de gobierno de los jueces en función de las mayorías parlamentarias; exactamente la misma fórmula que, en el caso de Polonia, ha considerado el Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea contraria a la separación de poderes y a los valores fundamentales de la Unión.

No podemos olvidar tampoco la prórroga durante seis meses del nuevo estado de alarma aprobado por Decreto 926/2020 de 25 de octubre por amplia mayoría del mismo Congreso que debería ser el principal interesado en controlarlo, tal y como establece el artículo 116 de la Constitución y en la Ley Orgánica 4/1981 reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio. Lo más surrealista es que la única oposición encontrada ha sido de la extrema derecha.

Cierto es que nuestros parlamentarios son, cada vez más, dóciles correas de trasmisión de las directrices de sus respectivos líderes; pero nunca hasta ahora se había visualizado de forma tan clara que lo único que importa es lo que decidan –en los pasillos– sus jefes de fila. Por lo que se ve, ellos no tienen nada que decir; incluso algún tímido intento de disentir «a posteriori» (después de haber respetado la disciplina de voto) en redes sociales fue rápidamente silenciado. Por si alguien tenía alguna duda, hemos comprobado en vivo y en directo cómo el caudillismo de nuestros partidos políticos, nuevos y viejos, ha debilitado el parlamentarismo. Quizás entonces nuestros representantes no deberían sorprenderse tanto de que haya gente que empiece a considerarles a ellos y a la democracia parlamentaria algo superfluo.

Todo esto ha sucedido sin un mínimo debate político y social digno de tal nombre; sólo unos pocos juristas hemos advertido de la gravedad de una interpretación tan laxa de lo que debe de ser una situación excepcional, y que afecta de manera tan relevante a nuestros derechos y libertades fundamentales. No parece que a nadie más, empezando por los políticos y terminando por los ciudadanos, le haya parecido demasiado relevante. Y sin embargo es lo que los anglosajones denominan una «red flag», lo que podemos traducir como una «alerta roja», un peligroso límite que hemos superado sin prestarle apenas atención. Todo por la salud, aunque no parece que tanto sacrificio democrático esté sirviendo de mucho, al menos por ahora.

No quiero tampoco dejar de mencionar la propuesta –nada menos que en la enésima reforma educativa partidista– de blindar el catalán como lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña como forma de contentar a los aliados independentistas. Se consagra así normativamente de forma claramente inconstitucional, antidemocrática y profundamente reaccionaria lo que ya viene siendo una situación de facto fundada en la constante vulneración de los derechos de los ciudadanos castellanohablantes, que en Cataluña son los más vulnerables tanto en términos económicos como sociales. De hecho, el incumplimiento sistemático de leyes y sentencias (muchas veces obtenidas laboriosamente por los particulares) por parte de las Administraciones responsables, empezando por la catalana y siguiendo por la estatal, ha sido constante. Cuando se piensa que estamos hablando no ya de la lengua oficial del Estado español sino de la lengua materna de muchísimos catalanes, además de la lengua común de todos los españoles, el despropósito alcanza tintes un tanto sombríos.

Lo más grave, insisto, es que todas estas alertas están sonando sin que nadie parezca demasiado concernido; incluso hemos escuchado algunas voces defendiendo abiertamente que tampoco es para tanto o que los Gobiernos del PP eran peores. De forma que nos estamos acostumbrando día sí y día también a presenciar cómo se arrumban como si fueran trastos instrumentos normativos esenciales para nuestra convivencia democrática, que se sustituyen por otros que no reúnen los mínimos requisitos ni técnicos ni democráticos, sin el menor rubor. Ahora da igual que una norma sea abiertamente inconstitucional, contraria a los valores esenciales de una democracia pluralista o contraria a las normas de la Unión Europea. Todo vale para conseguir los objetivos políticos; el fin justifica los medios y si los medios no son muy aseados, qué se le va a hacer. Si como decía la famosa máxima del duque de la Rochefoucauld la hipocresía no es sino el tributo que el vicio rinde a la virtud, está claro que el vicio ya no necesita molestarse. Hemos normalizado como sociedad un deterioro institucional y de nuestro Estado de derecho que, si bien lleva años produciéndose con gobiernos de uno y otro signo, se está acelerando a ojos vistas. Lo más interesante es que esta deriva que detectamos con tanta claridad y precisión en otros países no seamos capaces de verla en el nuestro. O, para ser más exactos, cuando gobiernan los nuestros. Si como decía el jurista Rudolf von Ihering la forma más segura de juzgar a un pueblo es por su reacción frente a las agresiones a su Estado de derecho, da la impresión de que el juicio de las generaciones futuras no va a ser muy benévolo con la nuestra. ¿Qué les vamos a dejar del Estado democrático que nuestros padres y abuelos construyeron con tanto esfuerzo?

Elisa de la Nuez es abogada del Estado y coeditora de ¿Hay derecho?

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