Desnudas

Francisco de Goya se prepara para una cita tan lóbrega e inquietante como algunas de sus pinturas. 15 de marzo de 1815. Hace exactamente 200 años. Al día siguiente, debe presentarse ante la Cámara Secreta de la Inquisición de Madrid para reconocer y declarar si el escandaloso retrato de 'La maja desnuda' es obra suya, por encargo de quién la ha pintado y con qué fin. Nada se sabe de lo que sucedió aquel día. No se conserva ninguna declaración. Tan solo la sospecha de que el cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga, amigo del artista, intercedió para conseguir la absolución del pintor. Las dos majas, la vestida y la desnuda, fueron requisadas y ocultadas al público en la Academia madrileña hasta 1901. Anteriores al cuadro de la discordia, hay escasas referencias en la pintura española de desnudos femeninos, menos aún que mostraran el vello púbico. Considerado tema tabú, la piel femenina debía preservarse de las miradas.

El pensamiento, las relaciones de poder, los intereses de cada época permanecen plasmados en el arte. Si lo contemplamos como un medio para comprender la evolución de la sociedad, la piel femenina es un lienzo en el que, durante siglos, ha estado reflejada su ausencia de autoridad. Pura o puta. En los oleos de tradición europea, el cuerpo desnudo de la mujer sirvió para ilustrar uno de los dos extremos. Bien era utilizado para sacralizar los valores más virginales, representados por pieles blanquísimas y largos cabellos dorados, bien se plasmaba para aleccionar en la culpa y el castigo. Diosa o bruja, siempre símbolo, siempre cosa. En cualquier caso, nunca igual al hombre. Nunca una representación real. Mujeres desnudas que siempre se mostraban, se exhibían para ser juzgadas, para deleitar al espectador masculino. Solo un puñado de excepciones posaban de forma natural. La mayoría eran mujeres lánguidas, con la mirada fija en el espectador u observándose, vanidosas, en un espejo. Mostrándose siempre para alimentar apetitos ajenos.

El escritor, pintor y crítico de arte John Berger publicó en 1972 'Modos de ver', un ensayo que marcaría para siempre el modo de interpretar el arte. Berger sostenía que "los hombres miran a las mujeres y las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas". Unas miradas que les recuerdan constantemente el aspecto que tienen o deberían tener. Unas miradas que pesan en su propia aceptación y que les recuerdan que no son simples cuerpos desnudos, sino cuerpos expuestos.

A una conclusión similar a la de Berger, pero menos reflexiva, debió de llegar la sufragista Mary Richardson unas décadas antes. Cuando el 10 de marzo de 1914 irrumpió en la National Gallery de Londres armada con un hacha corta de carnicero y la emprendió con 'La Venus del espejo' de Velázquez. El ataque vandálico se saldó con siete cortes limpios que fueron reparados por los restauradores del museo y seis meses de cárcel para ella. Aunque la prensa de la época retrató a la activista como una simple desequilibrada y radical feminista, su acción formaba parte de un auténtico movimiento revolucionario que luchaba por el sufragio de la mujer y cuyas líderes sufrieron una represión brutal. Richardson la emprendió contra el lienzo en protesta por la detención de una compañera del movimiento y, evidentemente, para denunciar la utilización del cuerpo de la mujer como un objeto. En una entrevista en 1952, comentó que no le gustaba "la manera en que los hombres que visitaban el museo permanecían asombrados todo el día frente al cuadro".

Observamos esos cuadros antiguos y los comparamos con la imagen actual de la mujer en la publicidad y comprobamos que hay una mirada que se perpetúa. En demasiados casos, el cuerpo femenino sigue entendiéndose como un elemento de exhibición. La postura, la expresión de los rostros no destilan libertad, sino que se ofrecen para el placer. Un objeto disponible. Un cuerpo regido por unas obligaciones estéticas tan severas como irreales. Incluso la pasividad, esa languidez de siglos pretéritos, sigue ahí. Mientras en la vida real las mujeres se visten de'superwoman' y emprenden una frenética carrera para tratar de alcanzar lo imposible, en la fantasía publicitaria siguen desmayadas como Blancanieves, dormidas sin nada que despierte su interés, esperando el beso de un príncipe para despertar.

Así, la desnudez femenina se convierte en el último disfraz del que resulta imposible desprenderse. En lugar de considerar la piel como la representación más pura de nuestra esencia, de nuestra realidad, la convertimos en una nueva máscara. No solo seguimos expuestas, sino que nos miramos y sentimos el peso de otras miradas. En función de ellas nos juzgamos, nos gustamos o nos reprobamos. La Santa Inquisición se abolió definitivamente en España en 1834. Pero aún quedan muchos tribunales por derribar, empezando por el de la mirada propia.

Emma Riverola, escritora.

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