Desórdenes públicos y desorden del Estado

La  ingeniosa discusión imaginada por Lewis Caroll entre Alicia y Humpty-Dumpty sobre el significado de la palabra "gloria" desvela la profunda conexión existente entre lenguaje y poder.

–Cuando yo uso una palabra, -insistió Humpty-Dumpty con un tono más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga. Ni más ni menos.

– La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión -zanjó Humpty-Dumpty- es saber quién es el que manda. Eso es todo.

Creo que este diálogo descubre lo que se pretende con la reforma del Código Penal: que lo que a muchos nos pareció un intento de ruptura del orden constitucional (llámese rebelión, traición o sedición como dijo el Tribunal Supremo) a partir de ahora lo llamemos piadosamente desorden público agravado.

Y en poco más de un mes, que es lo que previsiblemente durarán los trámites legislativos, veremos lo que se puede hacer con palabras.

La proposición de ley que los grupos parlamentarios de la mayoría han presentado en el Congreso el 11 de noviembre merece algún comentario tanto respecto a las formas y procedimiento como a la sustancia.

La citada iniciativa que, dado su tecnicismo es presumible pensar que se ha redactado en sede gubernamental, sumerge el objeto capital de la misma en lo más profundo de un texto que adapta el Código Penal a diferentes Directivas de la UE referidas a materias heterogéneas. Es lo que se llama una ley ómnibus que, pese al intento de camuflaje, no puede impedir que parpadee con intensa luz roja su objetivo principal: la eliminación del delito de sedición.

Delegar la iniciativa legislativa en materia tan delicada como la penal en los grupos parlamentarios es un procedimiento legítimo. Pero tiene sus riesgos. Dados los bienes en cuestión, históricamente, las reformas de los Códigos Penales venían precedidas de estudios documentados en los que, con la participación de grandes especialistas (Comisiones de Codificación) y con el asesoramiento de órganos específicos (Consejo de Estado y, en este caso, el Consejo General del Poder Judicial) se aquilataban los tipos, se armonizaban las penas y se estudiaban las eventuales incoherencias y dificultades en la aplicación de cualquier reforma parcial.

En suma, dando participación a los expertos y a los profesionales que habrían de aplicar la norma se pretendía que la decisión legislativa penal fuera, como querían los Ilustrados, voluntas ratione animata. Esto es, una decisión del Parlamento alumbrada por la razón.

Pero, últimamente, el principio de deferencia está entrando estrepitosamente en declive en nuestras sociedades, impulsando el populismo penal. Capas cada vez más extensas de ciudadanos rechazan la autoridad, hasta hace poco incuestionada, de los expertos.

Se alega que estos viven en su torre de marfil, totalmente desconectados del espíritu del pueblo y prisioneros de sus propios intereses corporativos. No hay ya confianza en los profesionales a quienes se considera ahora parte de la casta (John Pratt, Penal Populism).

Y desde que, con la remontada del populismo, ha declinado la confianza en los expertos y en los técnicos de la propia Administración pública, vemos con qué frivolidad, respondiendo a las presiones de grupos o a la emotividad de los tiempos, se modifica en cuestión de días el Código Penal y se juega con ese poder terrible, según Montesquieu, que es todo lo referido a las penas.

Reformas legales que antes requerían largos debates entre versados en política criminal se aprueban ahora expeditivamente. Una negociación sin publicidad entre tres o cuatro personas profanas alrededor de una mesa camilla basta para decidir qué bienes jurídicos hay que proteger penalmente y con qué intensidad.

El Parlamento, dividido en bloques de piedra berroqueña, se limitará a certificar los resultados de la negociación realizada tras las cortinas y no faltará algún jurista de cámara que avale a posteriori la decisión.

Así es como se está legislando en tiempos de declive de la deferencia. No nos debería sorprender después lo que está ocurriendo, por ejemplo, en la aplicación de la famosa ley del 'sí es sí', o de lo que pueda ocurrir más tarde con la anulación proyectada del delito de sedición.

Si hubiera sido el Gobierno quien hubiera presentado este proyecto, los informes preceptivos habrían cuestionado previsiblemente las razones que se alegan para justificar la supresión del delito de sedición. Según la exposición de motivos, es el derecho comparado el que nos fuerza a revisar tipos penales obsoletos como el de sedición para homologar nuestro Código Penal a los países de nuestro entorno. Mantiene la mayoría de Gobierno que no existe fuera de España el delito de sedición.

Pero la cuestión no está en el nombre del delito, sino en saber si los hechos que castiga el actual tipo de sedición en España están regulados con menores penas fuera de nuestras fronteras. A lo que nosotros llamamos mesa, más allá de los Pirineos lo llaman table, Tisch, tabela, tavolo… pero se refieren a lo mismo.

Y como ha puesto ya de manifiesto el Tribunal Supremo (Informe del indulto de la Sala Penal del Tribunal Supremo emitido en el expediente tramitado con ocasión de la ejecutoria correspondiente a la causa 3/209907/2017, 29 de mayo de 2021, pp. 15-17) los hechos tipificados en nuestro delito de sedición se castigan mucho más duramente, aunque con otro nombre, en EEUU, Alemania, Francia, Italia, Bélgica o Portugal.

Si nos atenemos a las declaraciones previas de los partidos que promueven la iniciativa, no es descabellado concluir que la proposición de ley no es más que el resultado de un acuerdo entre ERC, Bildu, UP, PNV y el PSOE por el que, a cambio de reducir las penas por los hechos acaecidos en Cataluña en 2017 (un derecho penal de autor), se aprueban los Presupuestos para 2023 y se blinda la actual legislatura.

Si así fuera, deberíamos recordar que utilizar la política criminal con tales fines es una perversión de la función del Derecho penal. Es utilizar el Código Penal para una finalidad que no le es propia al convertirle en un simple recurso más de la gobernación del país, como la política fiscal, presupuestaria o educativa. No es lo mismo aprobar la ley de carreteras, por ejemplo, que reformar el Código Penal.

Es un exceso pretender que llamemos y tratemos como un desorden público el ataque más extremo (después del coronel Tejero) a nuestro orden constitucional, y creer que una mayoría puede hacer en política criminal lo que le convenga prescindiendo de los grandes principios del Derecho penal como son la taxatividad, la lesividad y la proporcionalidad.

Son principios que vinculan no sólo a los jueces y magistrados, sino también a los legisladores, que están obligados a producir tipos penales cerrados, a castigar aquellos comportamientos lesivos de determinados bienes públicos y a que su castigo sea proporcional a la gravedad de los hechos.

"Algún penalista de gran autoridad ha argumentado sobre las deficiencias técnicas del actual delito de sedición y ha sugerido que lo que habría que hacer es penalizar, también, la deslealtad constitucional"

Al haberse eludido los informes preceptivos de todo proyecto de ley, no se ha podido aclarar los distintos bienes jurídicos en presencia. El bien jurídico básico que pretende proteger la propuesta de la mayoría es, como dice en su primer artículo, la paz pública. La paz pública alterada ocasionalmente por manifestaciones, huelgas o desalojos incontroladas es un bien digno de proteger. No sé si hay un problema general de desórdenes públicos que sea necesario tipificar ahora. Si lo hay, hágase.

Pero hay otros bienes jurídicos diferentes, que no se subsumen en el anterior, como es el de la integridad del orden constitucional, golpeada por referéndums ilegales o declaraciones de independencia. Sólo un legislador Humpty-Dumpty puede pretender proteger este otro bien jurídico mediante el mismo tipo de los desórdenes públicos agravados. Una cosa son unos desórdenes públicos graves y otra cosa muy distinta una tentativa frustrada de desordenar el Estado. Que no es lo mismo.

Algún penalista de gran autoridad ha argumentado sobre las deficiencias técnicas del actual delito de sedición y ha sugerido que lo que habría que hacer es penalizar, también, la deslealtad constitucional. Tal vez los especialistas puedan construir un tipo penal al respecto.

No parece fácil, porque nuestra generosa democracia, a diferencia de Alemania o Italia, no es militante y protege el derecho de cualquier ciudadano a defender y promover la independencia de cualquier parte del territorio nacional, siempre que respeten las reglas de cambio que son las establecidas en la Constitución para su reforma.

Por ello, si finalmente se elimina el delito de sedición (cosa que puede tener graves repercusiones en el proceso pendiente en instancias supranacionales), tiene en todo caso que tipificarse la conspiración y tentativa de modificar la estructura del Estado por vías que no estén previstas en el título X la Constitución.

Si no se hace así, se debilitará la estabilidad de nuestro orden constitucional y quedará claro que, como decía Humpty-Dumpty a Alicia, lo que con esta proposición se quiere hacer es que las palabras de la ley penal signifiquen lo que se quiera según convenga para mantener el poder.

A pocos días de celebrar el 44º aniversario de la Constitución y ante la posibilidad de que se desarme más a nuestro Estado de Derecho con esta proposición de ley, tal vez no sea ocioso recordar a los legisladores estas sabias palabras de un gran constitucionalista sobre la voluntad de poder y la voluntad de Constitución.

"La Constitución", decía Konrad Hesse, "se vuelve fuerza actuante cuando dicha tarea es asumida, cuando se está dispuesto a hacer determinar la conducta propia por el orden regulado por la Constitución. Cuando se está decidido a imponer ese orden frente a cualquier cuestionamiento o ataque en base a circunstanciales consideraciones de utilidad. Cuando, por tanto, en la conciencia general y concretamente en la conciencia de los responsables de la vida constitucional se halla viva no solamente la voluntad de poder sino, sobre todo, la voluntad de Constitución".

Virgilio Zapatero es catedrático emérito, exrector de la Universidad de Alcalá y exministro de Relaciones con las Cortes.

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