Despejando la X de VOX. ¿Cuál es la razón de este cabreo?

Toda vocación política nace de la percepción de un agravio. Digo de la percepción porque para su nacimiento no importa tanto que el agravio en cuestión sea real o inventado, palpitante como una llaga o simulado con el maquillaje de la propaganda. Esa decantación compete al paso del tiempo. Si el agravio era cierto, el líder o el partido nacidos de la reacción a ese daño durarán; si no lo era, ambos se extinguirán como se extinguen finalmente los ecos de un grito gratuito. Porque como sabe el moderantismo, tan denostado hoy como hace un siglo exacto, todo lo exagerado termina por volverse irrelevante.

Busquemos por tanto el agravio del que nace VOX y tratemos de dilucidar si se trata de un padecimiento veraz o de uno estratégicamente exagerado. El partido de Santiago Abascal es el partido de la reacción a la intemperie global que parece alejarnos cada día más del brasero de la tradición: de la patria, de la religión, de la familia, de la raza. Se trata por tanto de un partido netamente reaccionario, aunque su nacionalismo viene matizado por la paradoja de sus contactos con la internacional populista -de Trump a Le Pen, de Salvini a Orbán- y su catolicismo militante se nos antoja más cultural que coherente: la retórica agresiva de su líder no parece sacada tanto del Evangelio como del Antiguo Testamento. El catolicismo de clase de VOX remite más bien al clásico chiste de Mingote, datado en tiempos conciliares, en que una señora bien, en presencia de su trajeado marido, explica a su interlocutora con mantilla: "No, mujer, lo de la libertad de conciencia es para tranquilizar a la gente moderna. Porque al Cielo, lo que se dice ir al Cielo, iremos los de siempre".

El agravio que sienten los votantes de Abascal lo sentimos todos en cualquier época de cambios, aunque cada cual lo gestione a su manera. También el Renacimiento incubó a un Savonarola indignado por el exceso de permisividad que roía los lazos comunitarios de una Florencia entregada a la disipación, sorda a la amenaza de las nuevas potencias que forjaban su hegemonía abriendo rutas de comercio transcontinental e imponiendo modas tan exóticas como irresistibles. Todo populismo postula un pasado mítico -el mito de la edad dorada, de la tribu pura, de la comunidad originaria, del contrato social edénico- y un futuro distópico en el que los bárbaros consumarán su deseo de suplantarnos. Siempre ha sido así y siempre lo será, porque el miedo es una emoción política cuya potencia solo es comparable a la que libera la esperanza. De la esperanza emergen las revoluciones progresistas y del miedo se nutren las reacciones conservadoras.

Hoy Occidente vive en la cumbre histórica de su progreso, y por eso mismo le atenaza el miedo a caer de allí. Los ojos se vuelven al Estado nación, al proteccionismo aduanero, al folclore propio, incluso a la fe tradicional como mecanismo de defensa instintiva, aunque esté escrito que ese repliegue resultaría contraproducente y aceleraría la descomposición -frente a China, Rusia o África será la unidad supranacional europea la que haga la fuerza y no la soberanía- que se pretende combatir. Los ingenios de Silicon Valley han detonado una revolución tecnológica equiparable a la que desató la invención de la imprenta: hoy al Renacimiento lo llaman globalismo todos los que experimentan con ansiedad resistencialista la competencia mundial y el sfumato de sus contornos identitarios. Donde otro ve una oportunidad de liberación y crecimiento a través de la mezcla y el comercio, el reaccionario advierte amenaza, cuerna de vikingo anunciando desembarco.

Sin embargo, el repliegue ante el globalismo, como las desgracias en las familias de Tolstoi, cursa en cada país a su manera peculiar. No todos los países han padecido una dictadura nacionalcatólica en el siglo XX ni una insurrección separatista contra el conjunto del Estado a manos de una de sus partes más favorecidas. El nacionalismo español de VOX bebe de los mitos cohesivos que tiene más a mano, y esos vienen a coincidir básicamente con los que sistematizó la retórica oficial del franquismo: desde la Reconquista a los últimos de Filipinas pasando por Hernán Cortés. Por supuesto, el franquismo no inventó aquellas hazañas ni dejaba de ser un heredero de la historiografía admirativa -de Menéndez Pelayo en adelante-, pero dispuso de mucho tiempo para ahormar dichos materiales a su cosmovisión triunfalista y excluyente. Y ese es el problema: al disponer de 40 años para inocular su cosmovisión de la única España posible, favoreció que años después, cuando la denominación de origen perdiera su halo maldito, alguien retomara aquel legado para hacer política. VOX también es eso: la euforia del complejo sacudido, el fin de la vergüenza por ser tildado de facha, la revancha en fin contra la hegemonía cultural tejida durante las últimas décadas por el omnímodo antifranquismo socialista, más o menos sobrevenido y oportunista. El reciente cuestionamiento editorial de la leyenda negra, una tarea historiográfica necesaria y científica, también es aprovechado por los intelectuales del nacionalismo español para muscular el discurso del nuevo partido, como si no fuera posible plantear una reivindicación de nuestro pasado más heroico en clave liberal o izquierdista -del fusilamiento de Torrijos al levantamiento popular del 2 de Mayo-, o como si el rechazo de la leyenda negra debiera traducirse inevitablemente en el abrazo pendular de la leyenda rosa.

Franco o no Franco

Aclaremos que llamar franquista a VOX -un partido con creciente éxito entre mileniales- es tan absurdo si se aspira a una definición comprensiva como negar todo vínculo sentimental y teórico con el régimen del general Franco. A nadie se le oculta que la cruzada antifranquista -exhumación incluida por decreto y sin acuerdo con la familia- emprendida por Pedro Sánchez e Iván Redondo perseguía justamente una polarización maniquea que deslegitimase a la oposición; operación que el sectarismo y la chapuza empantanaron por el camino, pero que logró cabrear a un sector nostálgico o provocador que, con el fenicio concurso del sensacionalismo mediático, se ha hecho más facha de lo que era solo por contrariar a Sánchez. Justo lo que Sánchez buscaba... hasta que perdió Andalucía. Nunca el Valle de los Caídos registró tal caravana de curiosos; nunca los medios dedicaron tantos minutos documentales a la momia dictatorial y su obra. El antifranquismo en diferido ha terminado activando un posmo-franquismo en directo. Solo un ciego o un taimado negarían cuanto de nacionalcatolicismo recoge el ideario de VOX, por no hablar del postulado antipolítico que figura en el manifiesto fundacional: "Un grupo reducido, cooptado y oligárquico de dirigentes de partido maneja a su arbitrio el Estado". Parece que esté hablando José Antonio Primo de Rivera antes de declarar degenerada la democracia parlamentaria o Gonzalo Fernández de la Mora antes de rendir el búnker del tardofranquismo.

¿Y cómo no acordarse de los mantras esencialistas de los que se componía la asignatura de Formación del Espíritu Nacional cuando Ortega Smith pastorea a las juventudes de VOX por las calles en busca de mendigos a los que socorrer por Navidad? Entiéndase bien: nadie puede oponerse a una obra de misericordia. Pero venderla en redes bajo el axioma "Un joven patriota es un joven generoso" constituye un ejercicio zafio de nacionalización de la moral, una patrimonialización de la bondad simétrica a la que pretendió Podemos con la dignidad de los de abajo frente a la corrupción de los de arriba. Es como si los ideólogos de VOX coquetearan con la añoranza carlista de la alianza entre el trono y el altar. Como si no demostraran generosidad los activistas de izquierdas que dedican los fines de semana a acompañar a mujeres maltratadas o a negros sin techo en Lavapiés. La virtud no pertenece en exclusiva a ningún partido. Da un poco de vergüenza tenerlo que recordar.

Ahora bien, a su votante no le mueve tanto la identificación con el programa joseantoniano de unidad de destino en lo universal como el desafío abierto al estigma más manoseado de nuestra opinión pública: el de fascista. La hiperinflación de este término lo ha banalizado definitivamente, hasta el punto de convertirlo a veces en distintivo de libertad de pensamiento y valentía opinativa. Claro que de la valentía crítica al exhibicionismo irreverente no hay más que un paso; uno que el caballo declarativo de Abascal cabalga a diario. Hoy VOX es el partido de la incorrección política, la militancia más identificable en nuestra oferta política contra la asfixia puritana que nació en Estados Unidos y colonizó nuestra conversación pública y nuestros medios de comunicación y nuestros campus universitarios hasta extender un clima irrespirable. Cada vez que una feminista dogmática desdobla artificialmente el género gramatical no está visibilizando a las mujeres, como ella cree: está visibilizando su obsesión por tutelar a las mujeres, empezando por sus votos. Y fomenta por ello el exabrupto en sentido contrario, cuando no entrega al machista de toda la vida la coartada para alardear de su pulsión sin civilizar.

El malismo

Cuando Abascal proclama que VOX dice en público lo que los españoles se dicen en sus Whatsapps está vendiendo el atractivo secular de las verdades del barquero, las opiniones del cuñado, las certezas del tertuliano de puñetazo en el velador del café. Había una buena razón para mantener muchas de ellas en privado: la misma por la que los cuartos de baño no son transparentes. Exhibir la visceralidad desacomplejada que reservábamos para los nuestros rebaja la exigencia de la moral pública y legitima los discursos del odio en sociedades plurales. Claro que la sinceridad es una virtud; claro que la corrección política instaura una hipocresía opresiva; pero la solución para depurar el agua sucia del barreño no obliga a arrojar al niño que se baña en él. El niño es la convivencia, un bien siempre frágil, que requiere a menudo mentiras piadosas para desarrollarse sin resentimientos antes de que pueda aprender la compleja negociación de lo común y desaprender el tóxico narcisismo de la diferencia.

VOX hace de la ofensa a los sentimientos de las minorías una bandera de libertad. Pero solo es la bandera que alzan los críos, los privados de responsabilidad. Libertad es una palabra demasiado importante como para confundirla con la falta de educación. Por supuesto que la corrección política obliga a reprimir la autenticidad -nada más auténtico que el odio que nos nace hacia el diferente- y a conducirse con hipocresía por la vida pública. Pero el principio en el que se basa la hipocresía social es civilizatorio: no es posible convivir espetándole a todo el que se topa con nosotros lo que pensamos de él. Eso solo lo hacen los borrachos y los niños, y si es cierto que ambos arquetipos componen hoy victoriosos carteles electorales, ninguno de ellos será reelegido tras su primer mandato si no ha ofrecido otra cosa que desahogos verbales. De ahí que sea inevitable que sus huracanados portavoces modulen el discurso en cuanto accedan a las instituciones, pues el gamberrismo resulta tan gratificante en la oposición como suicida en el Gobierno. Es algo que el adanismo populista de la otra orilla, Podemos, ha terminado asumiendo. De clamar contra el euro y ofrecer la renta básica universal ha pasado a presumir de recortar la deuda en Madrid y preocuparse por la cuota de autónomos.

Los integrados defendemos de los apocalípticos el sistema porque un día fuimos apocalípticos como ellos, gozosamente pirómanos, y agradecemos al sistema habernos aguantado las tonterías sin que nadie resultara herido. La adolescencia termina y el sistema funciona, y cambia a los líderes carismáticos mucho más de lo que los líderes carismáticos logran cambiar el sistema. Por fortuna. Lo previsible es que las moquetas de los parlamentos amortigüen la rudeza de los cascos de los caballos: que obliguen a los reaccionarios a desmontar y a sofocar sus llamaradas patrióticas en la bendita tibieza del pacto presupuestario en comisión, en la transaccional largamente negociada y en las infinitas horas de épica imposible a lomos de un escaño y no de Rocinante. Si sus votantes se sienten defraudados cuando vean a los diputados verdes coincidiendo en una moción con el voto del PNV, o tomando un café con un portavoz de Podemos en el bar de la Carrera de San Jerónimo, tienen dos opciones: o madurar de una vez y aceptar con buen humor la porción de teatro que exhibían sus campeadores; o esperar ceñudos el nacimiento de la enésima fuerza populista que jure que ellos sí que son puros y distintos, que al enemigo oligárquico ni agua, que ellos vienen de verdad con la escoba y la espada flamígera. Y todas esas chorradas propias de inadaptados, de ingenuos, de cursis o de pícaros. O de todos a la vez.

La otra opción, claro, es el fin del parlamentarismo y la tercera guerra mundial. Pero ya la apetecen demasiados lunáticos de internet como para dar pábulo aquí a sus espesas humedades.

VOX se declina a sí mismo en positivo, por amor filial a España, pero en su estrategia y programa pesan más las fobias que las filias. Como todo populismo emplea una táctica agonista: para crecer necesita de la confrontación entre un ellos maligno y un nosotros inmaculado. El cordón sanitario es el mejor regalo que sus rivales podrían hacerle, pues acreditaría su aura resistencialista frente a los partidos establecidos. Se trata por tanto de un partido fóbico, diseñado para ofrecer la revancha contra los valores dominantes. Sin la superioridad moral de la izquierda, tan estomagante, habría sido imposible el revanchismo emancipador que predica VOX: una furiosa contestación del buenismo que podríamos bautizar como malismo. Si la retórica progre se empeña en visibilizar a los transexuales y en acoger a los refugiados y en respetar la fluencia del género no binario, el malismo le pega una diabólica patada a ese inasumible tablero de ángeles y llama a los españoles normales a la revancha, donde por normales hemos de entender a los nativos heterosexuales blancos. Vuelve el hombre al que le gustan las mujeres, vuelve la mujer a la que le gustan los hombres, vuelve el cristiano de la catacumba cultural en que había sido confinado, vuelve el contribuyente blanco harto de las ayudas públicas que reciben pieles más oscuras. Lo de menos es que los datos desmientan su delirio victimista. En realidad, todos esos que vuelven nunca se fueron, pero la derecha identitaria desde Trump ha soplado con puntería en las brasas de un orgullo cultural herido para aventar la llama del revanchismo. Puede parecer ridículo postular que esa gran identidad está amenazada y debe empoderarse por pura necesidad de supervivencia, pero si el mensaje de VOX cala es porque la protección a las minorías se percibe ciertamente como una hiperprotección. Y en la era de la posverdad no importan los hechos sino la percepción de tu tribu, convenientemente fabricada y estimulada por los filtros burbuja de las redes sociales.

El viaje del péndulo se ha completado: nada más políticamente correcto que definirse hoy políticamente incorrecto. El deseo de no ofender sensibilidades vuelve a ser lo que siempre fue: el privilegio de unos pocos bien educados.

Es la representación, estúpido

Ya era hora, ahora me toca a mí, cantaba Bebe al principio de Aída. Esta es la grosera sintonía de nuestro tiempo político: la ansiedad por el reconocimiento. Solo que en el caso de VOX, no hablamos tanto de un reconocimiento económico como mediático. Abascal no apunta adonde apuntó Trump, por la sencilla razón de que ni nuestra estructura productiva ni nuestra usanza política traducen una sociología comparable a la norteamericana. Aquí no hay rednecks, y en todo caso también Pedro Sánchez exhibió la mano dura de la devolución en caliente de los asaltantes de la valla de Ceuta tras el error demagógico del Aquarius. Contra la inmigración ilegal está también el PSOE; lo que ofrece VOX es endurecer una postura transversal con retórica malista: una subida desalmada de decibelios que exculpa la fobia de siempre al extranjero. Ahora bien, salvo en aquellos lugares donde la convivencia con la inmigración -apenas un 9,8% en España, nada que ver con lo que se advierte por las calles de Londres o París- se tensa por la falta de trabajo, la mayoría de los votos de VOX provienen del PP y corresponden a estratos de clase media o media-alta. Su agravio económico no es real -el español blanco no es una víctima: sigue siendo un privilegiado- pero su sentimiento de marginación sí lo es. ¿Cómo se explica?

Se explica porque somos un animal social, pero también un animal simbólico. No solo de pan vive el hombre: también de representaciones con las que identificarse. Por sus símbolos ha hecho guerras, ha destruido pueblos enteros, se ha hecho matar en empresas suicidas. Y lo cierto es que la posición socioeconómica del español de derechas llevaba demasiados años sin encontrar un fiel reflejo en su proyección mediática. La hegemonía de las clases medias carece en España de un correlato hegemónico en los medios de masas desde la salida del poder de Aznar. El votante conservador tiene la sensación de que, desde los atentados de Atocha, una España posible se truncó y fue corregida abruptamente por otra que abandera un programa de ingeniería social y constituyente. Cuando Rajoy relevó a un Zapatero calcinado por la crisis, tornaron las esperanzas de reanudación de la vía aznarista; pero solo para quedar decididamente sepultadas por la abulia funcionarial y economicista del marianismo. De ahí también VOX. No es la economía, estúpido: es la representación.

Que en nuestro país el periodismo y la cultura hayan estado o sigan estando mayoritariamente en manos izquierdistas se comprende fácilmente invocando la inmediata razón histórica: el revanchismo cultural que sobrevino a la muerte de Franco lo copó todo. Era comprensible tras décadas de psicosis censora, puritanismos impuestos e hipocresías toleradas. Pareció firmarse un pacto tácito durante el felipismo por el cual la economía sería de derechas a cambio de que la cultura fuera de izquierdas. Y ese pacto, que ha operado con eficacia durante años, ha saltado en mil pedazos por la doble presión de la globalización económica y la digitalización política. La primera incentiva la competencia desleal y la deslocalización empresarial, y con ellas la precariedad del menos apto; la segunda elimina los intermediarios tradicionales -los partidos- y favorece la atomización de la comunidad y la emergencia de los demagogos. En ambos casos el Estado nación, que ha articulado las relaciones humanas desde la paz de Westfalia en el siglo XVII, experimenta una tensión centrífuga que cursa con ansiedad, ira y miedo en los teóricos titulares de su soberanía.

Es entonces cuando la nostalgia de un espacio-tiempo reconocible detona en las conciencias y origina el repliegue nacionalista. La España esencial se convierte en una agarradera existencial para el nativo que contempla su barrio infestado de locales regentados por chinos, marroquíes o indios. Por eso el nacionalpopulismo. Porque promete restaurar el vínculo del pueblo con su representante genuino. El ser desplaza el hacer, la identidad suplanta la razón, que guiaba el arte de lo posible entre adversarios. El conflicto se cronifica, el consenso es detectado por las patrullas de la edad de la transparencia y señalado como claudicación vergonzante, los parlamentos no aprueban presupuestos. Los problemas estructurales persisten bajo la inercia tecnocrática mientras la guerra cultural procura emociones líquidas y satisface identidades enfrentadas. Es nuestro país, es nuestro periodismo. Es mi vida cotidiana.

¿Por qué ahora VOX y ya no Podemos? Porque sucede que Marx exageraba. El primer dogma de la religión política que fundó proclamaba que el ser social determina la conciencia; es decir, que pensamos como pensamos porque vivimos como vivimos: con unos determinados ingresos, en un determinado barrio, con un determinado trabajo. Muchos muertos nos habríamos ahorrado si en vez de escribir un verbo tan fanático como determinar, Marx hubiera elegido influir, por ejemplo. Porque no cabe duda de que nuestra posición socioeconómica nos condiciona, pero entregar el destino de un hombre a la dictadura de su bolsillo entraña una negación de la libertad y una rendición al determinismo, lo que equivale a ponerse en manos de los científicos sociales. Que son esos tipos que siempre acaban diseñando un campo de concentración para dar consistencia a sus teorías. Tan verdadero es que con el estómago vacío casi nadie piensa en los estómagos vacíos de los demás como que uno es capaz de tenerlo lleno y dedicar el sobrante a la filantropía progresista; o que de una misma familia salgan tres hijos de derechas, uno de centro y dos de izquierdas.

Entre los votantes de VOX habrá ricos insolidarios con el Estado de bienestar que aspiran a pagar menos impuestos, y estos son los que sí sustentan el dogma marxista sobre el ser social y la conciencia; pero también hay católicos de clase media que exigen leyes conformes a su escala de valores; y también hay clases populares que recelan del inmigrante como la clase obrera detestaba al lumpen, enemigo de la revolución por su incapacidad para el compromiso. Pero todas estas categorías estaban incluidas ya entre los votantes del PP. En una sociedad poscapitalista donde los autónomos sustituyen a los asalariados, la motivación de clase para explicar el voto populista palidece frente al deseo ciego de castigar a un establishment con el que no se identifican. El bolsillo mueve cada vez menos voto y la rabia punitiva cada vez más, lo que constata el declive de la burguesía demoliberal y su sensata previsibilidad. Con el partido desacomplejado de Abascal -es decir, emancipado de responsabilidades civilizatorias-, el votante encuentra una identidad radicalizada de sí mismo que le evita el engorro moderador de la buena vecindad y la cortesía.

VOX por tanto nace de un agravio como toda fuerza política: se alimenta de la percepción de una desigualdad indignante. Pero siendo de derechas no podía nacer de una desigualdad material, sino de una desigualdad espiritual: estamos ante un antimarxismo. No promete primeramente pan sino valores, y unos valores que refutan los valores dominantes: esa arrogante superioridad moral de la izquierda que lleva años ignorándolos, tildándolos de parias culturales, de deplorables en sentido clintoniano, de caspa irremediable. Son una legión famélica, pero fundamentalmente tienen hambre de reconocimiento. Su marxismo invertido copia las estrategias revolucionarias de Gramsci para construir una hegemonía no nacida de la usurpación de los medios de producción sino de la usurpación de los medios de representación. Por eso los votantes de VOX no solo castigan sino que premian el lenguaje agresivo de su líder en las redes sociales. Abascal tan solo les está dando lo que piden a gritos: venganza cultural. Ya está bien de identidades y minorías: ahora nos toca a nosotros. Los de siempre. Los buenos. Esta es la razón medular del voto VOX: una cólera restauradora. Voto lo que me garantiza que más cabrea a los que me han cabreado.

Y luego está la nación, claro. Porque Marx se equivocaba: los obreros sí tienen patria, y cuelgan banderas de sus viviendas dormitorio. Y los burgueses también. La sociedad sin clases es tan utópica como la tecnocracia sin banderas. La gente ama a su país y se enfada cuando lo agreden. Punto.

España versus Constitución

El talante conservador, advirtámoslo, no tiene por qué ser esencialista. De Burke a Disraeli, de Cánovas del Castillo a Manuel Fraga, una rica veta de conservadurismo constitucionalista, pragmático, ha desconfiado siempre de la utilidad de las verdades eternas para hacer política y entendido la necesidad del acuerdo con el otro para impulsar el desarrollo y preservar el bien mayor de la convivencia. La actual ola populista rompe con esa tradición, y en el caso de VOX postula de nuevo la preexistencia mítica, iliberal, casi mosaica de la nación española para menospreciar las concesiones de las que está tejida la Constitución. El Estado, como artefacto racional para la distribución equitativa de derechos y deberes, le suscita al discurso nacionalpopulista tanto desprecio como amor le inspira la nación, sin reparar en que toda nación es un constructo tan artificial -tan humano- como el Estado, solo avalada cuando resiste unida el baqueteo de la historia. VOX denuesta el espíritu pactista del 78 por las traiciones que entonces ofreció el franquismo aperturista, del mismo modo que Podemos desacredita la Transición por las traiciones que Carrillo personificó; de ambas traiciones nació el periodo más próspero y pacífico de la historia de España, pero para un esencialista una traición es una traición, y los principios hay que regarlos con la sangre de patriotas si es preciso.

Es verdad que la traición que hoy más nos daña es la de los nacionalistas, cuya deslealtad no ha conocido principio -fueron traidores desde el origen- y ha finalizado en golpe a la Constitución. Pero hay soluciones a esa deriva que no requieren la destrucción del Estado autonómico y su sustitución por otro centralista, ajeno a nuestra historia y diversidad realmente existente. Como ha argumentado con lucidez Miguel Ángel Quintanilla, "las tensiones territoriales en España no existen porque haya autonomías. Hay autonomías porque había tensiones territoriales que tienen que ver con quienes vivimos en España y con lo que ha pasado aquí desde hace siglos". El centralismo franquista solo se sostiene sobre la dominación dictatorial. Una visión semejante de España, por lo demás, instaura una guerra de esencialismos con la república catalana de la fantasía procesista que anula el argumento inclusivo de la España constitucional y pone a pelear dos xenofobias en pie de igualdad. Si combatimos el supremacismo catalán no es en virtud de otro supremacismo castellano ni en nombre de las carabelas de Colón o la cota de malla del Cid, sino en virtud de la superioridad moral -esta vez sí- del proyecto agregador que inspira el 78 frente al plan segregacionista que lanza la Generalitat contra la mitad de sus gobernados y el resto de españoles. Porque la Generalitat tampoco preexiste a la Transición, ni procede de la sangre ininterrumpida de Wilfredo el Velloso, sino que su legitimidad procede jurídicamente de la Constitución, que la establece de nueva planta en 1978, aunque conceda nominal y simbólicamente al nacionalista catalán la ilusión de un entronque lineal con el Medievo para saciar su sed historicista de autolegitimación.

Por lo demás, cuando Santiago Abascal abjura del europeísmo más elemental para cargar contra Manuel Valls por francés, está escamoteando a sus enardecidos seguidores las alianzas internacionales de VOX, así como la dependencia ideológica que el mismo Abascal manifiesta respecto de Marine Le Pen: Marine es tan francesa como Valls, pero no puede exhibir la españolísima cuna barcelonesa de Manuel. VOX se dice de pura raza española, pero pertenece de pleno derecho a la internacional nacionalpopulista de los Le Pen, Orbán, Wilders, Alternativa por Alemania y compañía, bajo la benevolente mirada de Steve Bannon y Vladimir Putin.

Para quien experimenta la pertenencia a España con un vívido orgullo ancestral, la invocación a la Constitución ciertamente le sabe a poco. Algo así le pasaba a Agustín de Foxá, que no perdonaba a los comunistas el haberse tenido que hacer falangista, pero que reconocía que eso de morir por la democracia le sonaba a sacrificarse por el sistema métrico decimal. Las democracias liberales ya murieron una vez hace un siglo por su inanidad discursiva, por su delgadez simbólica y por su terca fidelidad al tedioso procedimiento frente al fuego declamatorio y la promesa decisionista de sus competidores autoritarios. No me encuentro entre los jeremiacos que piensan que en este siglo las veremos morir de nuevo de la misma manera, pero estaría ciego si no advirtiera la misma amenaza de siempre sobre el único sistema en que los culpables de lo que les pasa son los propios ciudadanos mayores de edad, según la definición de democracia liberal que le gusta citar a Fernando Savater.

El liberalismo político que ha labrado la paz y la prosperidad más hondas y duraderas de la historia de Europa vuelve a estar en cuestión, como ya previó Raymond Aron, porque carece del encanto de sus enemigos nacionalistas o comunistas. Estos promueven una soteriología, una política de salvación más que de gestión, porque cuando la gente se ve desahuciada no llama al médico sino al cura. La democracia es frágil porque no es más -ni menos- que un conjunto de normas para reglamentar el conflicto: un sistema de competencia pacífica que se define por la aceptación del adversario. Decía Pessoa que el liberalismo es tolerancia en acción, pero la tolerancia se convierte en lujo cuando nos sentimos amenazados y resuena en nuestro interior la llamada desesperada de la tribu. Hay que saberse fuerte para admitir las razones del otro y conceder que uno puede estar equivocado, pero estos son tiempos de niños-votantes acojonados por la globalización y de oportunistas que ocultan sus complejos bajo la máscara de una virilidad sobreactuada. El temor engendra anhelo de autoridad. Cuando el pueblo tiene miedo, al tirano le llega su ocasión.

Ocurre que quienes apreciamos la libertad por encima de cualquier otra consideración -por encima del miedo a la soledad o la pérdida del sentido de pertenencia a los tuyos, sean quienes sean- no juzgamos esa debilidad demoliberal como una mala noticia, sino como el único ecosistema de tolerancia en que sabemos que seremos más felices que en cualquiera de sus alternativas: desde la ingeniería de identidades de la izquierda reaccionaria hasta la imposición del modelo unívoco del patriota español. Hay quien se emociona con el mitin altisonante del líder que profiere ataques al adversario y promete una España que no la conozca ni la madre que la parió; pero uno, que sabe que en todo revolucionario -también en el de derechas- se agazapa un déspota, se emociona cuando cubre una aburrida sesión en el Congreso y descubre a dos portavoces de dos grupos -de esos que la engañada opinión pública juzga irreconciliables- pactando en un pasillo una medida beneficiosa para todos los españoles. Porque yo no creo en machos alfa ni en líderes carismáticos ni en ventriloquias mágicas con el pueblo ni en soluciones susceptibles de retuiteos masivos, sino en negociaciones grises, aburridas, burocráticas y leales entre adultos que no pueden permitirse el lujo de bloquear las leyes que esperan sus empleadores, los ciudadanos. Esa es la España del 78, generosa incluso con quienes quieren destruirla, y hasta la fecha superviviente de todos los orates o codiciosos que ladran extramuros del sistema por su pedazo de pastel y se vuelven mansos una vez lo saborean en su rincón del hemiciclo. Así funcionan y para eso se inventaron las instituciones: para que sigan siendo de todos después de resistir el paso de los salvapatrias en trance de apropiación indebida.

La pinza rojifacha

Ya hemos dicho más arriba qué cabe esperar de VOX: seguramente una institucionalización de lo más instructiva que cumpla con la función básica de la representación democrática: llevar a la palestra legislativa los intereses de sus votantes. Cuánto altere eso la correlación de fuerzas es lo de menos, aunque de momento ya estamos viendo al PP de Pablo Casado voxizarse para tapar la fuga del mismo modo que Sánchez se podemizó para lo mismo. Que sendas derivas hacia los extremos del bipartidismo convencional terminen mermando a PP y PSOE y dejen descubierto el centro para que lo cope Ciudadanos es otra reacción natural del hábitat multipartidista. Veremos caer los cordones sanitarios que se trazan de veras o de mentira, como un arma de destrucción ajena o en defensa del victimismo propio. Veremos pactos como los que ya ha visto Europa. Veremos la resucitada importancia del programa tras el galope ensordecedor de las campañas. Y veremos el entrañable, formativo efecto bumerán de la hemeroteca golpeando en la boca a los bocazas de hoy.

Hay, claro, otra posibilidad menos edificante. La de la reencarnación de nuestros fantasmas en un nuevo guerracivilismo, con el centro reducido a tierra quemada por el incendio retórico del rojifacha, animal maldito y maldecidor. El rojifacha es una criatura mitológica que se resiste a extinguirse de la España cañí: miente de continuo, piensa a corto plazo y viene equipado desde el siglo XIX con un calcificado seso binario que tolera al rojo o al facha pero nunca al centrista, al moderado, al liberal. El caín español no solo odia al abel español: odia también la disonancia cognitiva que le propone el centro, que toma de la izquierda y de la derecha lo que le conviene porque cree que las ideas deben servir al hombre y no el hombre a las ideas. Odia que le reconvengan por odiar. Detesta que le recuerden que existen alternativas limpias de rencor. Detesta al casco azul obsesionado con el consenso que le priva de la sagrada orgía de la guerra. Lo que el rojifacha llama coraje u honor es una indigesta papilla de Calderón y Zorrilla donde se mezclan la paranoia de la limpieza de sangre y el culto a la autenticidad del romanticismo, "que encuentra virtuoso el fanatismo siempre que se practique sinceramente", según John Gray. Cualquier intento de mediar en el conflicto schmittiano esencial entre enemigos irreconciliables se toma por cobardía o soborno, pues solo el compromiso enfervorecido permite al español realizarse plenamente.

Esta bazofia pueril y antipolítica que ya desmontó Maquiavelo resucita hoy en los pechos de los incautos partidarios del nacionalpopulismo. Y explica desde luego el odio sincero que VOX profesa a Ciudadanos, una hostilidad que solo puede sorprender a quien se hubiera creído que el liberalismo progresista y el conservadurismo reaccionario pueden ser aliados naturales. En España han convivido bajo el heterogéneo paraguas del PP por razones tácticas: no había otra manera de batallar electoralmente contra el pacto del socialismo con el nacionalismo. Pero si el común amor a España no bastó para amistar a Unamuno con Millán-Astray, tampoco va a hacerlo ahora con sus herederos más o menos fidedignos.

El liberal no necesita proclamar su orgullo de ser español, pues uno no se enorgullece de lo que no ha conquistado con su esfuerzo: le basta afirmar su gratitud por serlo. El liberal sabe que la unidad de España es importante porque garantiza la igualdad y la libertad de sus conciudadanos, y sabe que pagar con sus impuestos la sanidad de otros españoles proclama un patriotismo más elocuente que la exhibición de rojigualdas. El liberal lucha contra el separatismo sin caer en otro nacionalismo, porque sabe que la nación solo importa si sirve al individuo, mientras que el nacionalista cree que es el individuo el que ha de servir a la nación. El liberal, en suma, ama a su patria con el cerebro y su trabajo, no tanto con el corazón y su poesía.

El marsupial tecnológico

¿Qué pasará si VOX apuesta por sostener su registro montaraz para perseguir el triunfo del resentimiento social? No mucho: seguramente que se repetirán elecciones sine die o que volverán a decidir los nacionalistas. Todo dependerá, como siempre, de los votantes. El populista cacarea que los políticos secuestran la voluntad popular, cuando en realidad la democracia mediática ha invertido esa relación: es el político -por lo general bastante menos dogmático que el ciudadano de a pie- el que vive fiscalizado por el ojo omnímodo de su votante, que le impide pactar con ese o fotografiarse con aquel. Todo puede estropearse si los españoles se abandonan a este estadio entre religioso y nihilista de la política posmoderna -que no por nada coincide con la edad de oro de la adicción a la ficción televisiva- y prescinden de los hechos y las noticias por el placer de echar las ramitas de su credulidad a la hoguera populista y sentarse a ver cómo arde Roma. Eso es desde luego más entretenido que hacerse responsables de su destino.

No abunda ese ciudadano kantiano -si alguna vez abundó- que prefiere admitir sus culpas intransferibles con tal de no ceder su libertad a instancias ajenas, sean los inmigrantes, los mercados, Bruselas o el globalismo. La lógica del reality ha invadido la política, como advirtieron Zygmunt Bauman y Gustavo Bueno: rige esa pulsión punitiva que lleva a expulsar de la casa al candidato más aburrido, más sensato, mientras que el pintoresco canalla es premiado con el favor de la audiencia. La telerrealidad y el teléfono inteligente han reeducado al votante posmoderno, vaciándolo de capacidad para el razonamiento sutil, empachándolo de yuxtaposición audiovisual, troquelando remesas de supersticiosos digitales que exigen de la democracia parlamentaria las soluciones taumatúrgicas que solo procuran la tecnología o la fe. Recordemos ese inquietante capítulo de la serie Black Mirror, emitido proféticamente en 2013, en el que la retórica del odio de Waldo, un oso azul virtual manejado por un actor satírico, acaba deslegitimando a los políticos convencionales y obteniendo un resultado espectacular en unas elecciones.

Entre los agentes emocionales que infectan nuestra democracia sentimental, el profesor Manuel Arias Maldonado destaca especialmente el resentimiento. Su triunfo en las sociedades primermundistas, donde pese a todos los problemas nunca se ha vivido tan bien como hoy se vive, no se explica tanto por condiciones objetivas de miseria como por la transparencia digital de sus desigualdades. La envidia, más que nunca, es el motor político de la era Instagram: no porque los descamisados envidien a los millonarios, sino porque dos vecinos de la misma urbanización pugnan por imponer al otro la versión más inalcanzable de sí mismos. Si la burbuja cognitiva que diseña el algoritmo borra lo ajeno y acentúa lo propio, la sociedad panóptica que permiten las redes estimula la competitividad y socava la igualdad democrática: a partir de un cierto estatus nadie quiere ser igual que el otro, sino aún mejor. Está demostrado que cuando el sapiens sapiens encuentra una solución, lejos de quedar satisfecho amplía el perímetro del problema. En ese inconformismo reside su éxito adaptativo, y también por cierto el secreto del negocio de las malas noticias. Vivimos en urbes tecnificadas, bombardeados por publicidad -de servicios empresariales como de perfiles humanos- que insisten en que merecemos siempre más y que embotan nuestra imaginación para hurtarnos la retroactividad del progreso: no concebimos que podamos estar peor por culpa del presidente elegido con nuestro furioso voto de castigo. Pero la historia demuestra que podemos retroceder a la peor barbarie. Que se lo pregunten a un sofisticado judío vienés de 1933.

¿Nos deparará el futuro sociedades más abiertas o más cerradas? ¿Es la ola nacionalista un sarampión necesario que anuncia el estirón de una nueva madurez -el último coletazo de un mundo que agoniza-, o la identidad y el proteccionismo redefinirán el tablero geopolítico? ¿Remitirá la ansiedad con el paciente tratamiento institucional o somos una especie que necesita escarmentar en cabeza propia pese a tanto documental sobre el siglo XX? De momento el siglo XXI nos está trayendo los saltos -y sobresaltos- de la política marsupial, que ofrece al desarraigado votante el retorno a la calidez de su bolsa de valores nutricios: nación, familia, religión, raza, identidad. No todas las especies cabemos en esa bolsa, pero a la camada de los indistintos no le importa que los distintos se queden fuera. Fuera ellos, dentro nosotros. El universo entero deja de existir cuando nuestro yo es acariciado. El mundo es frío y no nos quiere. Bien lo sabía Nabokov: "¡Qué pequeño es el cosmos (cabría en el marsupio de un canguro), qué mezquino e insignificante en comparación con la conciencia humana, con un solo recuerdo individual y su expresión en palabras!" O en votos.

Jorge Bustos, jefe de Opinión de EL MUNDO.


Este artículo reprodice íntegro el capítulo de La sorpresa VOX (Deusto) donde el jefe de Opinión de EL MUNDO analiza los motivos del malestar que explican la emergencia del nacionalpopulismo.

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