Despertando rencores

EL 22 de noviembre de 1975, tiene lugar la solmene sesión de Cortes en la que Don Juan Carlos de Borbón asume la Corona del Reino, tal como desde antaño estaba previsto. Se han producido momentos en los que de todo ha habido: alegrías de unos, lágrimas de otros y... serenidad. Esto último constituyó el factor más importante para la gran tarea que el país afrontaba, sobre todo por la existencia y sensatez de la clase media aparecida en décadas anteriores y reacia a cualquier clase de choque violento como ocurrió en 1936. El valiente discurso del nuevo Monarca, todavía pronunciado ante los llamados procuradores de las Cortes emanadas de la hasta entonces denominada «democracia orgánica», causa lógicas molestias entre ellos. Hasta el final, muchos habían apostado por lo que precisamente el mismo Franco nunca apostó: que habría un franquismo sin Franco. El titulado «Caudillo por la gracia de Dios» sabía muy bien que «aquella gracia» (al fin y al cabo derivada del triunfo en una guerra, algo que nadie podía heredar) terminaría cuando también terminase su propia vida. De diferentes e incluso ideológicamente opuestas fuentes, es conocida la última y única petición que el falleciente hace todavía al Príncipe cuando éste le visita en el Hospital: «lo único que pido a Su Alteza es que mantenga la unidad de España». Parecía importarle poco todo lo demás. Y el ilustre visitante así lo prometió.

De aquí que el aludido discurso estuviera pensado y pronunciado para otros destinatarios: la totalidad de los españoles. Esto no empaña ni mucho menos dos importantes gestos del ya Rey. No decir nunca una palabra contra quien, a la postre, había instaurado la Monarquía en su persona y distinguir a la viuda y a la hija del fallecido con los títulos de Señora de Meirás y Duquesa de Franco, respectivamente. Aunque no lo parezca, mucho hay de afán conciliador en ambos gestos.

Y por ello, no para el pasado que no había que remover ni mucho menos continuar o resucitar, sino para aquel difícil presente y para un ilusionante futuro (son expresiones del Rey) va dirigido el contenido de sus palabras que hoy parece voluntariamente olvidado por algunos. «Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional». Ha aparecido la palabra clave para lo que luego serán los hechos: concordia entre todos los españoles. Vencedores y vencidos. De dentro y de fuera. Es el momento de la reconciliación que tenía que borrar para siempre las huellas tanto de una sangrienta guerra civil, cuanto de los largos años que a ella siguieron.
A las palabras siguieron los hechos que avalaban el contenido de esta nueva etapa de nuestra historia política. Amplísima amnistía en que tuvieron su alcance los condenados por el régimen anterior. Reconocimiento, contra la voluntad de algunos, del Partido Comunista. Y, sobre todo, la figura de un hábil político llamado Adolfo Suárez que conduce el cambio sin fisuras alarmantes. No lo olvidemos: se ha sabido conectar con el deseo y el sentimiento de la mayor parte de la sociedad española. La que, en feliz término de Julián Marías, se caracterizaba, sobre todo, por su noluntad, por lo que no quería: ni vuelta atrás, ni nuevos enfrentamientos, ni nada que pusiera en peligro lo adquirido en años anteriores. Y esa gran nueva clase y ese «no querer» está muy todavía ahí, permitiendo y colaborando en el desarrollo de nuestra democracia, a pesar de sus evidentes defectos. El 18 de noviembre de 1976 se aprueba en las Cortes la Ley para la Reforma Política que suponía la autodisolución de las mismas y el camino para llegar a las elecciones de 1977 (¡misterioso silencio al cumplirse ahora los treinta años de la misma!). Muy poco después (15 de diciembre) el pueblo español respalda con muy sólida mayoría esta Ley mediante referéndum convocado al efecto. El régimen político de Franco ha terminado.

Y los españoles caminan, mirando al futuro y empeñados en el logro de una Constitución de consenso, nuevamente respaldada en otro referéndum. Y aquí hay que hacer una apostilla. Ni antes, ni durante el proceso constituyente se habló de reparar nada. En el gran pacto de nuestra transición, la revancha no podía tener lugar. Todos estaban de acuerdo. Y con esta ejemplar muestra de «asumir» (que no supone olvidar, ni dejar de investigar), se suceden las meritorias empresas con los gobiernos de UCD. El muy largo tracto de un PSOE dirigido por Felipe González que no se enfrentó con ningún sector de la sociedad a pesar de aciertos y desaciertos (lo de Maravall con la Universidad no se perdonará nunca). Y, en fin, la etapa de gobierno del Partido Popular.

Pero, de pronto, se ha vuelto a una de las nocivas constantes que tanto ha dañado siempre nuestro caminar político. La de resucitar el pasado y convertirlo en pieza de discordia en la actual contienda como arma arrojadiza. La ventura se nos torna preocupación.

Y lo que todos, repetidas veces, habían decidido dejar atrás, quizá esperando que el paso del tiempo ofreciera la necesaria distancia para un análisis desprovisto de pasiones en unos y otros, se trae a un muy peligroso primer plano. La sociedad no ha cambiado en sus auténticos deseos. Más aún: el país anda ya poblado de nuevas generaciones que hasta desconocen los detalles de un ayer con cuya resurrección nada bueno puede venir. Porque al resucitar se cae en las falsas generalizaciones y, por supuesto, en las verdades a medias. ¿A qué se ha debido el empeño en una «memoria» que todavía no tiene la entidad temporal como para ser llamada «histórica»?

La apelación a la historia no se puede hacer desde lo que todavía puede escocer y hasta dividir. Ni la historia ni la política que de ella se derive pueden tener como gestores la ira o el rencor. Por eso no estaba en el discurso regio con el que hemos comenzado estas líneas y contra el cual camina sin reparo esta vuelta atrás. Y por eso tampoco se quiso incluir en el contenido de una transición que, de haber tenido como baluarte el escudriñar en ese inmediato pasado, sencillamente no habría sido posible. Y creo que ni entonces, ni ahora. Hace falta mucho tiempo para comprender y asumir. Y ese paso del tiempo es el que traerá mesura para unos y para otros.

Como lo que aquí predico es tiempo, mesura y, sobre todo, objetividad en la valoración, no voy yo a caer en estas líneas en el recuento de lo que hicieron mal unos y otros. Sí: también otros. Y como la escalada de reproches si se hace desde esta ira y ese rencor citados, pueden no resultar fiables, vuélvase, como testimonios directos, a la lectura de «Las causas de la guerra de España» del gran Manuel Azaña o a la de «La guerra civil en la frontera» de Pío Baroja. Ambos padecieron muy de cerca, sufriendo con ello, lo que ahora quiere resucitarse sin la distancia y con el prejuicio. Y ninguno de los dos habló nunca de fascismo, totalitarismo, genocidios o llamada a la revancha. Más bien a todo lo contrario. Bien sabían que lo de asumir, incluso dejando atrás jirones de desgracias en ciudades y en pueblos (esto último poco estudiado y producto de nuestra ancestral envidia), requería algo más que talante: requería también talento. Y muy posiblemente lo segundo sea más importante que lo primero a la hora de atreverse a retomar la página de nuestro inmediato pasado. Que, claro está, puede convertirse, ¡una vez más!, en doloroso presente. Y para todos.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.