Despoliticemos los proyectos de desarrollo

Dentro de unos días, el presidente chino Xi Jinping encabezará una reunión con muchos de los líderes de los 65 países que participan de la iniciativa “Cinturón y ruta de la seda” (OBOR, por la sigla en inglés), un revolucionario programa que canalizará inversiones por miles de millones de dólares a proyectos de infraestructura en Asia, África y Europa. El proyecto se apoya en sólidos argumentos económicos, pero ha generado reacciones ambiguas.

El principal motivador de la iniciativa OBOR es la conectividad física: una infraestructura eficiente mejora la productividad, alienta la inversión y reduce los costos del comercio. La existencia de canales eficaces de intercambio de bienes y redes de información bien conectadas acelera el crecimiento, aumenta las oportunidades económicas y reduce la desigualdad.

La buena noticia es que esa infraestructura puede construirse en forma eficiente y rentable. La clave es una cooperación que aproveche las ventajas comparativas de cada país (trátese de capital, habilidades tecnológicas, capacidades logísticas o constructivas, materias primas o incluso bienes industriales). Esta estrategia puede ser disparador de desarrollo en países de bajos ingresos y ayudar a las economías emergentes a eludir la temida trampa de los ingresos medios.

Pero para que la conectividad física funcione no basta contar con financiación a gran escala, sino que también se necesitan políticas coordinadas y armonización regulatoria. En el corto plazo, la presencia de niveles importantes de riesgo político, soberano y financiero puede obstaculizar la inversión en infraestructura.

Para empezar, existe el riesgo de que la dirigencia política anteponga intereses inmediatos a una visión a largo plazo; por ejemplo, que trate de conseguir votos reduciendo peajes o tarifas de servicios, con lo que proyectos de infraestructura que deberían ser viables sufrirán pérdidas netas. También puede faltarle motivación para recaudar fondos para proyectos de gran escala, a menos que estos se conviertan en votos.

Los elevados niveles de deuda pública de muchos países agravan el problema, al dificultarles obtener préstamos de instituciones multilaterales de desarrollo. La falta de margen de maniobra fiscal puede obligar a los gobiernos a financiar la inversión en infraestructura con nuevos impuestos (una solución políticamente difícil) o reduciendo la inversión en otras áreas cruciales como educación, salud o protección del medioambiente.

También puede ocurrir que los inversores privados no quieran o no puedan conservar en su poder activos ilíquidos durante todo el proceso de gestación y construcción, que en el mejor de los supuestos, siempre es largo, y en los países en desarrollo con debilidades institucionales suele extenderse considerablemente, lo que crea inmensos costos adicionales.

En respuesta a estos problemas, muchas autoridades nacionales procuran mejorar la gobernanza y ofrecer un entorno propicio para la inversión en infraestructura, por ejemplo mediante la promoción de alianzas público‑privadas. Pero hasta ahora los ejemplos exitosos han sido escasos.

China ve todo esto, y reconoce la urgencia con que los países en desarrollo necesitan inversiones (y lo que les cuesta conseguirlas) en rutas, ferrocarriles, centrales y redes de energía, aeropuertos y puertos de mar. Y es muy consciente de los beneficios potenciales de la conectividad (sobre todo una que se extienda más allá de la región de Asia y el Pacífico).

Desde la introducción de la iniciativa OBOR, se acusó muchas veces a China de estar buscando más control sobre los países en desarrollo, e incluso de reemplazar a Estados Unidos como superpotencia global dominante. Algunos señalan el registro histórico y advierten sobre la “trampa de Tucídides”: en algún momento, una potencia en ascenso cuestionará el poder de la potencia establecida.

Pero esas advertencias pasan por alto una lección fundamental de la historia: que ese cuestionamiento casi siempre termina mal. China es muy consciente del riesgo que supone la trampa de Tucídides para la potencia dominante y la retadora, incluso tras una aparente victoria de la segunda. Pero esto no impidió que algunos políticos alienten el temor a China y a la iniciativa OBOR.

Sri Lanka es un buen ejemplo. Hasta hace poco, el país recibía gustoso la inversión china en infraestructura (e incluso la buscaba). Pero algunos políticos empezaron a tratar de conseguir apoyo sembrando dudas sobre las intenciones de China, y la actitud dominante en relación con China pasó del agradecimiento a la indignación. A continuación, los políticos aceptaron recibir apoyo financiero de Estados Unidos y la India, pero el dinero nunca llegó.

Hoy, la única alternativa para el gobierno de Sri Lanka es reactivar la relación con China. Felizmente para el país (y para otros participantes de la iniciativa OBOR), no hay ninguna malevolencia en las intenciones de China. El objetivo real de China es liderar un proceso inclusivo y cooperativo de integración que beneficie a todos los participantes.

Y de hecho, es probable que China sea el país más indicado para hacerlo. Estados Unidos tiene un importante atraso en infraestructura, provocado entre otros factores por cuestiones políticas. En cambio, en palabras de Jeffrey D. Sachs, China “se ha mostrado muy eficaz en la construcción de infraestructuras grandes y complejas” que “complementan el capital industrial”, algo que “atrajo tecnologías y capitales del sector privado extranjero”.

Es cierto que cualquier acción de China en el exterior puede ser vista como un intento de promover una agenda propia. Y hasta cierto punto, la acusación sería acertada, como lo es cada vez que una potencia global interviene en el extranjero, cualquiera sea el motivo. El Plan Marshall de Estados Unidos no buscaba solamente colaborar con la reconstrucción de Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial, sino también reactivar mercados para las exportaciones estadounidenses y contener a la Unión Soviética.

Esto no quiere decir que China no podría haber hecho algunas cosas mejor en relación con la iniciativa OBOR. Por el contrario, a su presentación del valor económico de la conectividad física le faltó eficacia. Y las empresas chinas deberían haberse esforzado más en comprender y valorar las costumbres y culturas locales para evitar tensiones innecesarias con los residentes, y en garantizar la sostenibilidad medioambiental.

Pero estos errores tienen corrección, algo de lo que se están ocupando el gobierno de Xi y las empresas chinas que invierten en el extranjero. El mayor desafío está en crear una institución que coordine las numerosas iniciativas incluidas en el plan OBOR. En este frente, el éxito sólo será posible si los países conservan una mirada no enturbiada por consideraciones políticas. No se justifica rechazar una iniciativa global económicamente razonable sólo porque la lidera China.

Keyu Jin, a professor of economics at the London School of Economics, is a World Economic Forum Young Global Leader and a member of the Richemont Group Advisory Board. Traducción: Esteban Flamini.

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