Despreciar la bandera y educar en la discordia

La estupidez es un rasgo que caracteriza a la especie humana, pero en España lo de pegarse un tiro en el pie parece que ha devenido en moda obsesiva y afición desenfrenada. Erasmo de Rotterdam, en su Elogio a la estupidez (mal traducido por “locura”, pues el título original era: Enchomion moriae seu laus stultitiae) señalaba que la felicidad era hija de la ignorancia y que por eso las personas necias eran más felices. Pero a veces se olvida que se trata de una obra satírica. De hecho, Erasmo se preguntaba en la misma obra: “Quien se odia a sí mismo ¿puede amar a alguien?”.

En España parece que alguien solo puede ser moderno si odia a su país, sus símbolos y su historia. Eso sí, puede amar a las partes pero siempre que odie al todo. El brazo puede exclamar todos los días “¡Qué bello eres, brazo, te amo!”, al tiempo que mira con desdén al resto del cuerpo, soñando que una vez amputado vivirá por fin feliz, liberado de la pesada carga de tener que colaborar con el resto de órganos para vestirse todas las mañanas o comer al medio día.

Pero este desprecio al todo implica necesariamente, aunque el brazo no lo perciba en su cortedad de miras, un desprecio a sí mismo. Algo parecido ocurre con nuestros hermanos americanos que echando la culpa de sus males al “pasado español” tratan de esconder su responsabilidad propia olvidando que dicho pasado fue consecuencia, con sus luces y sombras, de las acciones y omisiones de sus propios antepasados y por tanto suya. ¿Queremos crear adolescentes irresponsables?

Lo que ha ocurrido en el colegio de Palma de Mallorca no es un mero conflicto entre una profesora y sus alumnos. Si tal fuera el caso no habría sido portada de todos los medios de comunicación ni objeto de debates encendidos en tribunas políticas. Esconde un conflicto más profundo que viene pudriendo la convivencia y el progreso de este país desde hace años.

Tanto la profesora como los alumnos no son más que pobres víctimas de una esquizofrenia patria que nos carcome tanto a nivel personal como colectivo. Por ello, este asunto no debe focalizarse en unos protagonistas ocasionales (a quienes, tanto a una como a otros, resulta ridículo e injusto amenazar), pues sería tanto como echar la culpa de la guerra entre Ucrania y Rusia a los soldados que combaten en las trincheras. Debemos subir de nivel y preguntaros: ¿qué sucede en este país para que este conflicto estrambótico haya ocurrido en un colegio, además católico?

Pues que tenemos un grave problema con nuestros símbolos, no por ser franquistas ─ya que ni bandera, ni himno, ni escudo lo son al ser los tres previos─, sino por lo que representan. Aunque fuera cierto que Franco hubiera secuestrado los símbolos, uno no quiere menos a su hijo si se lo devuelven los secuestradores tras años de cautiverio. Pero es que “sim-bólico” literalmente significa “que une lo que estaba separado” y se contrapone a dia-bólico o dia-bálico, que llevara a Eugenio Trías a hablar de “cesura dia-bálica”. No nos extraña que cada club de fútbol o cada iglesia adopte sus propios símbolos, pero cuando llega a España: ¡Houston, tenemos un problema!

¿Por qué alguien nacido en España se puede sentir ofendido por nuestros símbolos? Difícilmente puede ofender un himno que no tiene letra; otra cosa es “La Marsellesa”, tan amada paradójicamente por los hispanófobos, que habla de “Dios”, lo que ofendería a los ateos; de “espíritu viril”, lo que ofendería a las feministas; y de “sangre impura que corre por las aceras”, lo que nos ofende a todos. Difícilmente puede ofender un escudo histórico e integrador, vigente con variaciones desde hace cinco siglos, que representa a los reinos originarios.

Ahí aparecen Cataluña y Baleares como partes de la Corona de Aragón (que es lo que eran) y las barras de la señera que de ese origen derivan. Y ahí aparece Navarra porque el País Vasco, aunque se olvide, nunca existió como entidad política diferenciada, siendo los territorios donde se hablaba vasco entonces (que es lo que había) parte, sin polémica ni contestación, del Reino de Castilla. ¿En cuántos otros escudos aparecen representadas sus partes, incluidos los Estados federales? Es más, nadie se queja de que figuren fieros leones, incluso armados (Reino Unido, Noruega y Finlandia), dragones y toros (Islandia) o águilas (Alemania).

Y difícilmente puede ofender una bandera que es de tiempos de Carlos III, cuando no había rebeliones separatistas ni en España ni en América. Esa fue la bandera desde 1785 a 1830 de toda la monarquía hispana, lo que incluía a los territorios de América y también de Cuba, Puerto Rico y Filipinas hasta 1898. También fue la bandera bajo la que combatieron los españoles (incluidos vascos y catalanes) frente al invasor francés o frente a una gran potencia militar como los Estados Unidos que arteramente (acorazado Maine) intervinieron para quedarse con los últimos territorios de ultramar (aunque los filipinos sufrieran como consecuencia un genocidio del que nadie habla). Por tanto, despreciar nuestra bandera implica despreciar a todos los que vivieron y combatieron bajo ella.

¿Es éste un sentimiento sano a inculcar en las escuelas? No se trata de cantar el himno todas las semanas en los colegios o realizar homenajes a la bandera, como de forma natural hacen la mayoría de los Estados del mundo (en Francia aprender de memoria la Marsellesa forma parte de los programas de moral y civismo). Pero tampoco de generalizar su desprecio u ocultación.

No se trata de politizar la escuela, pero resulta curioso que algunas normas de convivencia se basen en el silencio de una parte o que sólo se llame adoctrinar a lo que trata de unir y honrar el pasado común, mientras “educar” sería lo que persigue separar, dividir y sembrar el autoodio. Que esto ocurra además en un colegio católico, religión que estaría hoy probablemente limitada a Italia sin la aportación histórica de esa España que tanto molesta, da todavía más que pensar.

Algunos partidos se quejan de que nuestros adolescentes presenten problemas preocupantes de salud mental. ¿Cómo puede ser de otra manera si se les roba su autoestima colectiva y los referentes históricos de los que tomar ejemplo? Frente a una imagen de Blas de Lezo, que tuerto, con un brazo inutilizado y sin una pierna venció a una de las mayores floras inglesas, difícilmente alguien puede sentirse deprimido.

En lugar de eso, se normaliza una manera perversa de pensar que naturaliza excluir a lo común para privilegiar a las partes. Y esto, paradójicamente se hace a menudo desde posiciones de izquierda, cuanto lo natural sería lo contrario: privilegiar a lo común por encima de sus partes. ¿Qué queda del grito “el pueblo unido no será vencido”? Porque si se apuesta por el “pueblo dividido” no sólo seremos derrotados (todos), sino que los vencedores serán los que se beneficien de nuestra autodestrucción personal y colectiva. De esto también deberían ser conscientes los educadores.

Alberto Gil Ibáñez es autor de los libros La leyenda negra: Historia del odio a España y La Guerra Cultural: los enemigos internos de España y Occidente.

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