Para empezar, el enfoque es equivocado. Cuando la Constitución dice en su art. 122.3 que el Consejo General del Poder Judicial será nombrado por un periodo de cinco años, lo que quiere es que sus renovaciones no coincidan con los ciclos de las elecciones generales, que son cada cuatro años, separando los resultados electorales de la configuración del CGPJ. Eso convierte ese plazo de cinco años en un mínimo, no en un máximo. Si no se alcanzan las mayorías necesarias, puede durar lo que sea necesario hasta que se alcance el acuerdo. No hay problema porque, por ello, la Ley Orgánica del Poder Judicial ha dispuesto en su art. 570.2 que, una vez pasen los cinco años, el CGPJ siga funcionando con normalidad, salvo para nombrar a su presidente.
Así que ese empeño en renovar «porque hay que volver al marco constitucional» es un discurso que todos hemos comprado, pero, en verdad, no es fiel al espíritu de la CE. Es muy deseable renovar cada cinco años, por supuesto, nada como abrir las ventanas de las instituciones para que el aire fresco oxigene el músculo del Estado de derecho. Pero no hacerlo porque no se llega al acuerdo exigido no es inconstitucional. De hecho, lo inconstitucional es renovarlo sin cambiar el actual sistema por el que todos los vocales, los ocho juristas, pero también los 12 jueces, son elegidos por los partidos.
No es ya que el Consejo de Europa lleve lustros afeándonos este sistema de elección política por ser un factor de corrupción (así en el último informe GRECO, de 21 de junio de 2019). No es ya que la Unión Europea haya dicho que el hecho de que todos los miembros del Consejo sean elegidos por los parlamentarios «hace dudar de su independencia» y se considera que infringe la normativa europea (STJUE del Asunto C-169/18, en relación a Polonia). Es que el propio Tribunal Constitucional ya lo dijo cuando avaló el actual sistema.
La STC 108/1986, de 29 de julio, estableció que el fin constitucional de asegurar que la composición del CGPJ refleje el pluralismo de la sociedad y del poder judicial se pone en riesgo si las Cámaras del Parlamento, a la hora de renovar, «atienden sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos». Eso, dice el TC, sería actuar conforme a «criterios no admisibles».
Es decir, el TC dejó claro que el actual sistema admite una interpretación constitucional solo si los partidos no se repartan los vocales por cuotas parlamentarias. Tiene sentido. El juego de la mayoría cualificada de tres quintos de cada Cámara que la CE y la Ley exigen para renovar el CGPJ persigue el mayor consenso posible entre los partidos, a fin de que éstos vayan más allá de la ideología y se pongan de acuerdo en elegir a los mejores candidatos. Ello se pervierte si el acuerdo no es sobre los candidatos sino sobre cuotas que luego cada uno cubre con quien quiera, previo compromiso de votarse respectivamente a los que pongan.
Y este fraude inconstitucional es justo lo que lleva sucediendo desde que se implantó este sistema, allá por 1985. Basta echar un vistazo a los titulares de los últimos días para comprobar, como antaño, que el proceso de renovación del CGPJ es una lucha de los partidos políticos, no por elegir quiénes serán los vocales, sino por ver el número de vocales que corresponde a cada uno de los que desean participar en el reparto.
Es verdad que ahora PP y PSOE están vetando a determinados candidatos. Pero ello no obedece a un intento de encontrar a los mejores, sino de evitar a los que el bloque contrario considera peores. No es una muestra de regeneración democrática, sino reflejo de la polarización política que estamos viviendo actualmente.
Pero todavía es peor. El actual proceso de renovación del CGPJ se inició el verano de 2018, y su continuación ahora, tras la disolución de las Cortes en marzo de 2019, es una ilegalidad. Así, el art. 207 del Reglamento del Congreso de los Diputados es muy claro al indicar que, disuelto el Congreso, «quedarán caducados todos los asuntos pendientes de examen y resolución por la Cámara». Ello, indefectiblemente, incluye el proceso de renovación del CGPJ, que quedó interrumpido con esa disolución. Ahora, debería comenzar desde el principio.
Algunos dirán que los trámites ya habían concluido respecto de los vocales judiciales y que por eso no le afecta la disolución de las Cortes. Pero desde luego no concluyeron respecto de los vocales no judiciales, pues faltaron dos juristas por comparecer ante la Comisión Consultiva de Nombramientos; José Miguel Castillo Calvín y Blas Jesús Imbroda Ortiz. No es posible, pues, continuar donde quedó.
Y, en todo caso, nos encontramos varios problemas jurídicos al continuar el proceso interrumpido. Para empezar, no se respeta el derecho fundamental de acceso a los cargos públicos de los integrantes de las dos promociones que se han incorporado a la carrera judicial desde 2018, que, por ello, quedan impedidos de poder presentarse ahora como candidatos y ser elegidos vocales del CGPJ. Además, los datos que éste envió al Parlamento sobre la situación de la carrera judicial, primer paso en todo proceso de renovación, han quedado desfasados: el escalafón es distinto, distintos son los números de afiliación a las asociaciones judiciales y distintas las categorías profesionales de los jueces, pues entre tanto se han producido varios ascensos y modificadas varias situaciones administrativas. Ello afecta directamente a algunos candidatos. Por ejemplo, María Victoria Rosell era magistrada en activo cuando en 2018 se presentó como candidata a vocal avalada por Juezas y Jueces para la Democracia. Ahora, sin embargo, está en situación de servicios especiales al formar parte del Gobierno (es delegada contra la violencia de género), por lo que es discutible que pueda acceder al CGPJ por el turno de jueces en el que iba, ya que el art. 573.1 LOPJ lo impide.
Por eso mismo, el magistrado José Ricardo de Prada se postuló en 2018 como candidato al CGPJ por el turno de juristas dado que, entonces, no estaba en activo. Ahora sí lo está, por lo que no puede acceder por el turno de juristas, pero tampoco por el de jueces, pues no cumple el requisito, indispensable, de haber sido avalado por 25 compañeros o por una asociación judicial.
SIN CONTAR con que, con el cambio que ha habido desde 2018 en el arco parlamentario, algunos partidos con mayor representación que entonces podrían querer participar proponiendo a sus vocales, pero, al seguir el proceso anterior, no tienen oportunidad de hacerlo. Se incurre en el contrasentido de querer actualizar el CGPJ adaptándolo al nuevo Parlamento, pero tomando los candidatos que hace tres años propuso el viejo.
En definitiva, existe más de un motivo para abjurar jurídicamente de esta renovación que está por venir.
Y no me olvido de las dos reformas legales que, desde los partidos en el Gobierno, se están promoviendo para, de un lado, rebajar la mayoría necesaria para renovar el CGPJ y, de otro lado, quitar al CGPJ la función de nombrar a la cúpula judicial si no se renueva a los cinco años. Reformas aun en trámite que han merecido todos los reproches sobre su inconstitucionalidad e, incluso, una llamada de atención desde Europa en defensa de la separación de poderes. Se puede observar, por tanto, un empeño desmedido de los nuevos partidos y de los nuevos líderes de los viejos partidos por asaltar el órgano de gobierno de los jueces: tanto desean hacerlo, que nos les importan las sombras jurídicas que empañarán esa renovación. Argumentan que el CGPJ debe reflejar la nueva mayoría parlamentaria, pero, como hemos visto, la CE quiere justo lo contrario.
Y el art. 630.1 LOPJ dispone que los nombramientos de la cúpula judicial que corresponde al CGPJ se hagan por mayoría de tres quintos de los vocales. Es decir, los vocales del PSOE y los del PP deberán ponerse de acuerdo para nombrar a esa cúpula judicial.
Nuestros políticos perciben el CGPJ como una agencia de colocación de afines. No se trata tanto de asegurarse que están las nuevas mayorías, como de asegurarse que están los que los nuevos políticos quieren que estén. Que para eso son los que ahora mandan.
Fernando Portillo Rodrigo es juez decano de Melilla y vicepresidente de Foro Judicial Independiente.