Después de Ben Laden

La muerte de Osama ben Laden a manos de fuerzas especiales de los Estados Unidos constituye una importante victoria contra el terrorismo mundial, pero es un hito, no un punto de inflexión, en la que sigue siendo una lucha permanente y sin un fin previsible.

La importancia de lo logrado se debe en parte al relieve simbólico de Ben Laden. Ha sido un icono, que representaba la capacidad de golpear con éxito contra los Estados Unidos y Occidente. Ahora dicho icono ha quedado destruido.

Otra consecuencia positiva es el efecto demostrado de las operaciones contraterroristas llevadas a cabo por soldados de los EE.UU. A consecuencia de ello, algunos terroristas –es de esperar– decidirán pasar a ser ex terroristas... y algunos jóvenes radicales podrían ahora pensárselo dos veces antes de decidir meterse a terroristas, para empezar.

Pero toda celebración debe ir atemperada por ciertas realidades. Con todo lo satisfactoria que es la desaparición de Ben Laden, no se debe equipararla con el fin de la amenaza terrorista.

El terrorismo es un fenómeno descentralizado: en su financiación, planificación y ejecución. Acabando con Ben Laden no se pone fin a la amenaza terrorista. Hay sucesores, comenzando por Ayman Al Zawahiri, en Al Qaeda, además de en los grupos autónomos que actúan en el Yemen, Somalia y otros países. De modo que el terrorismo continuará. De hecho, podría incluso volverse algo peor a corto plazo, pues no faltarán, seguro, quienes quieran demostrar que aún pueden golpear a Occidente.

El mejor paralelismo que se me ocurre a la  hora de entender el terrorismo y cómo tratarlo es el de la enfermedad. Hay medidas que se pueden y se deben adoptar para atacar o neutralizar ciertos tipos de virus o bacterias, reducir la vulnerabilidad a la infección y las consecuencias de la infección, si, pese a todos nuestros esfuerzos, caemos enfermos. La enfermedad no es algo que se pueda eliminar, pero con frecuencia se puede dominar.

Hay paralelismos evidentes con el terrorismo. Como hemos visto recientemente, se puede atacar y detener a los terroristas antes de que puedan hacer daño, se puede defender a las personas y a los países y las sociedades pueden adoptar medidas para reforzar su resistencia, cuando sean atacadas con éxito, como a veces ocurrirá inevitablemente. Esos elementos de una estrategia contraterrorista amplia pueden reducir la amenaza hasta niveles al menos tolerables.

Pero, a la hora de proteger vidas inocentes, no basta con que sea tolerable. Queremos hacer algo mejor. Se debe buscar la respuesta en el ámbito de la prevención. Se debe hacer más para interrumpir el reclutamiento de terroristas, con lo que se reducirá la amenaza antes de que se materialice.

En la actualidad, la mayoría de los terroristas son varones jóvenes y, aunque una mayoría abrumadora de los musulmanes del mundo no son terroristas, muchos de los terroristas del mundo son musulmanes. A ese respecto, ayudaría enormemente que los dirigentes políticos árabes y musulmanes se pronunciaran en público contra el asesinato intencionado de hombres, mujeres y niños por cualquier persona o grupo con fines políticos. A ese respecto, también corresponde un papel decisivo a los dirigentes religiosos, los educadores y los padres. Se debe despojar al terrorismo de cualquier aparente legitimidad que pueda tener.

Una posible novedad positiva a ese respecto se debe a los cambios políticos que estamos viendo en muchas partes de Oriente Medio. Existe una posibilidad mayor que antes de que los jóvenes lleguen a estar más integrados en sus sociedades (y a ser menos receptivos a la llamada del extremismo), si disponen de mayores oportunidades políticas y económicas.

Lo más probable es que el Pakistán resulte decisivo para determinar la futura prevalencia del terrorismo. Lamentablemente, mientras que alberga a algunos de los terroristas más peligrosos del mundo, está claro que dista de colaborar plenamente en la lucha contra él. Algunos sectores del Gobierno pakistaní simpatizan con el terrorismo y no están dispuestos a actuar contra él; otros simplemente carecen de la capacidad para actuar contra él eficazmente.

Resulta mucho más fácil obtener la capacidad que la voluntad. El mundo exterior puede y debe contribuir a prestar asistencia para ayudar al Pakistán a adquirir la fuerza y las aptitudes necesarias a fin de afrontar a los terroristas de la actualidad.

Pero, por mucha que sea la asistencia exterior, no puede compensar una falta de motivación y compromiso. Los dirigentes pakistaníes deben optar de una vez por todas. No basta con ser un socio limitado en la lucha contra el terror; el Pakistán debe pasar a ser un colaborador pleno.

Habrá pakistaníes que protesten contra la reciente actuación militar americana, sosteniendo que ha violado la soberanía del Pakistán, pero la soberanía no es absoluta; entraña obligaciones, además de derechos. Los pakistaníes deben entender que, si no cumplen con su obligación de velar por que no se utilice su territorio como refugio de terroristas, sacrificarán algunos de dichos derechos.

Si no cambia la situación, el tipo de operación militar independiente llevada a cabo por soldados de los EE.UU. pasará a ser menos la excepción que la regla. Ése no es un resultado en modo alguno tan deseable como el de que el Pakistán se una a lo que debe ser un empeño internacional común. Lo que está en juego no es sólo la asistencia, sino también el futuro del Pakistán, pues, a falta de un compromiso auténtico con el contraterrorismo, sólo es cuestión de tiempo que el país caiga víctima de la infección que se niega a tratar.

Por Richard N. Haass, ex Director de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado de los EE.UU, y Presidente del Consejo de Relaciones Exteriores. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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