Después de ETA

No sorprende que la mayoría de los comentarios tras la ruptura del alto el fuego por parte de ETA suenen a profunda frustración. Aunque las esperanzas creadas por el anuncio del alto el fuego fueran diversas y plurales, pues no todo el mundo esperaba lo mismo, lo cierto es que todo el mundo se halla frustrado. Y digo que todo el mundo, pues la misma ETA, en el colmo de los sarcasmos, deriva su amenaza de volver a atentar de su frustración con el mal llamado proceso.

Como la condena de ETA, y más si cabe la condena de su vuelta al ejercicio del terror, se dan por evidentes, muchos comentarios han optado por subrayar la necesidad de la unidad, y por analizar quién puede ser el culpable en el caso de que tal unidad no se consiga. Y en esa línea de análisis se critica o bien la dura oposición del PP tildándola de desleal para con el Gobierno, o bien la incapacidad del Gobierno de atraer al PP a un consenso necesario, o bien ambas cosas. Algunos afirman que no hay que mirar atrás, sino sólo hacia adelante, mientras otros creen que no se puede caminar hacia el futuro sin saber qué hemos hecho mal, suponiendo que alguien esté dispuesto a pensar que haya hecho algo mal.

La tónica general es de que esto no tiene remedio, pero que no nos podemos dar por derrotados, aunque se piense que ante ETA tanto la búsqueda de la derrota como el diálogo han fracasado.

Pero ETA va a desaparecer, más pronto que tarde. No hay, por definición, nada permanente en la Historia. Y su desaparición no vendrá, estoy convencido, de ninguna conversión de sus militantes a la democracia. Vendrá porque todo se agota. Vendrá porque todo el contexto va cambiando, y no me refiero al contexto internacional, que probablemente poco le importará. Lo que va cambiando, y más profundamente de lo que crea ETA, es el contexto de la sociedad vasca y de la política española. Porque la equivocación de ETA no radica sólo en la decisión de volver a atentar. Su profunda equivocación es creer que el proceso ha fracasado por el carácter de una persona, aunque esa persona sea el presidente del Gobierno. El proceso ha fracasado porque el proyecto de ETA no cabe en un Estado de Derecho. Porque el Estado de Derecho, aunque sea a tropezones y trompicones, no se deja doblegar fácilmente.Y porque la sociedad vasca es terca en su complejidad.

Para que el cambio de contexto que puede propiciar y acelerar la desaparición de ETA vaya creciendo y sea más profundo sería importante que algo que muchos han planteado después de la ruptura del alto el fuego se ampliara de forma notable. Muchos han sido los que, especialmente en referencia a los pactos necesarios y posibles para la formación de Gobierno en Navarra, han exigido no dejarse condicionar la agenda por ETA. Quieren decir: el hecho de que ETA haya roto la tregua no debiera suponer impedimento alguno para que el pacto del PSN con Nafarroa Bai siguiera siendo posible.

ETA, con su decisión de volver al terror -que nunca ha abandonado porque mientras ella exista el terror está presente-, no puede condicionar la política. Debemos, se afirma, liberarnos del condicionamiento de ETA. Y es, básicamente, una argumentación correcta. Debiera ser posible la coalición entre partidos perfectamente legales, tanto antes de la ruptura como después de la ruptura. Los argumentos debieran ser valorados en sí mismos, y no dependiendo de lo que quiera ETA, aunque a nadie se le oculta que, por lo menos hacia el público, el futuro de Navarra haya sido uno de los elementos básicos de la estrategia de ETA.

Pero si es válida la exigencia de proceder a pactar en Navarra independientemente de lo que plantee ETA, debiera ser válido también exigir que el futuro de Euskadi se planteara independientemente de lo que quiera ETA, de lo que ETA haya querido, obviando su existencia y su presencia. Y si dejamos a un lado a ETA -y dejar a un lado a ETA significa dejar a un lado el recuento de los votos que tenga o pueda tener-, preguntémonos qué significa normalizar la política vasca, normalizar la sociedad vasca. Preguntémonos qué significa trabajar por una convivencia en la sociedad vasca en la que quepan todos -el presidente del Gobierno en su primera alocución tras el anuncio de la ruptura del alto el fuego-.

Y quizá tengamos que concluir que lo primero que tenemos que hacer es olvidarnos de esas palabras, normalización y convivencia en la que quepan todos, porque la una y la otra son expresiones que describen una situación condicionada profundamente por ETA. Si excluimos a ETA de todo planteamiento político en lo que afecta a Euskadi, a su futuro, a su definición jurídico-institucional, ¿en qué consistiría la anormalidad vasca que requiriera de un proceso de normalización? ¿En qué consistiría el déficit de convivencia que necesitara de un esfuerzo enorme para posibilitar una convivencia en la que cupieran todos? Sin ETA, ¿seguirían esos planteamientos teniendo algún contenido, y cuál?

Aquí entra en juego el nacionalismo vasco que no es ETA, y fundamentalmente entra en juego el nacionalismo vasco del PNV. Porque ha sido desde el propio nacionalismo en su conjunto, incluyendo al PNV, desde donde se ha establecido la vinculación de pacificación y normalización. Ha sido el propio PNV el que a lo largo de los últimos 30 años ha pasado de explicar la violencia de ETA recurriendo a su marxismo y a su espíritu revolucionario a explicarla como manifestación del conflicto existente entre Euskadi y España. Esa fue la razón de la apuesta de la unidad de acción nacionalista, incluyendo a Batasuna y firmando papeles con una ETA en tregua, la razón de la apuesta del pacto de Estella-Lizarra: la convicción de que la única manera de resolver el problema de ETA era accediendo a su petición de territorialidad y de reconocimiento del derecho de autodeterminación.

Del fracaso de esa apuesta queda -maldita herencia- la pretensión de que lo que ETA quiere se puede alcanzar mejor sin violencia, que el cese de la violencia es la condición necesaria para alcanzar lo mismo que quiere ETA. Sin reflexionar ni un solo segundo sobre las consecuencias de que durante tanto tiempo el PNV haya vinculado pacificación y normalización, es decir, haya vinculado la desaparición de ETA a la concesión de la territorialidad y del derecho de autodeterminación. Y sin reflexionar demasiado, salvo algunos intentos tímidos, sobre lo que significa normalización dejando totalmente de lado a ETA.

Pero resulta que, dejando de lado a ETA y su macabra idea de que el pueblo vasco y su historia sólo existen gracias a la conciencia que representa ella, lo que la legitima para eliminar cualquier obstáculo que se oponga a esa conciencia, la anormalidad política vasca consiste en que siguen existiendo proyectos políticos que entienden que no ser nacionalista, ser vasco de forma compleja en variaciones diversas en las que lo español se incluye en grados distintos, es un obstáculo para la existencia misma del pueblo vasco.

La normalización, en ausencia de ETA, de la política vasca no significa la superación del conflicto entre Euskadi y España, sino la búsqueda de los compromisos necesarios para convivir en una sociedad plural cuya identidad está caracterizada por la complejidad, y no la homogeneidad soñada que todavía, aunque con matices, sigue vinculando a todos los nacionalistas. Normalizar la política vasca consiste en extraer todas las consecuencias del hecho de que la sociedad vasca es compleja, plural, rica, no homogénea, dotada de sentimientos de pertenencia no exclusivamente limitados a un ámbito como Euskadi. No se trata de convivir con España, sino de convivir entre nosotros. Y la única forma que hasta ahora en la historia hemos encontrado para ello es el pacto estatutario. Ese pacto permite que quienes anteponen lo vasco, incluso hasta el límite de la exclusividad, tengan suficientes elementos político-institucionales de referencia y de reconocimiento. Y que quienes dan seguimiento a la larga tradición vasca de compartir sentimientos de pertenencia y lealtades no se queden exclusivamente referenciados a Euskadi, porque la fórmula institucional vasca estatutaria es abierta e integrante hacia España.

En cualquier caso ETA no podrá desaparecer nunca definitivamente de la agenda política vasca, porque ETA estará siempre presente en los asesinados. Y no puede haber memoria y respeto hacia éstos pretendiendo hacer política en el futuro como si ETA no hubiera existido. Ello significaría hacer política como si los asesinados no existieran. Sería matarlos de nuevo. Pero ¿qué pocas referencias a esta memoria ha habido en las reacciones a la ruptura del alto el fuego!

Joseba Arregui