Después de la indignación

No es cuestión de ideologías ni de estrategias. Es un problema de naturaleza moral, cuya raíz afecta al núcleo mismo de la convivencia. Una sociedad sólo puede subsistir cuando gana la gente honorable y pierden los miserables, los malvados, los asesinos y sus cómplices. La lucha por el Derecho puede ser larga y difícil. Hay que apoyar siempre al bando de las personas decentes. Aunque a veces se equivocan, «aciertan lo principal», como dice el personaje de Calderón. El presidente del Gobierno ha tomado una decisión que tal vez le costará el puesto en las próximas elecciones generales. Mucho antes que las maniobras partidistas o los cálculos interesados está la responsabilidad que conlleva el ejercicio del poder. No hace falta insistir sobre argumentos jurídicos o intenciones políticas. La convivencia quiebra cuando falla el principio de legitimidad, mucho más exigente en democracia que en cualquier otro sistema. Hemos pasado del estupor a la rabia y es hora de asumir la propia responsabilidad como ciudadanos. La respuesta está ahora en la calle y pronto en las urnas. No hace falta ser profeta para adivinar que el escándalo De Juana Chaos marca un punto de inflexión en esta legislatura errática que amenaza con hacerse interminable. El PSOE puede ser derrotado siempre que la mayoría social esté dispuesta a ejercer ese poder originario que corresponde al pueblo español, titular único de la soberanía. Por desgracia, vivimos otra encrucijada histórica.

Es triste reconocer que la España constitucional guarda alguna relación con el mito de Sísifo. Parece que estamos condenados a que nuestro esfuerzo sea inútil. Sin embargo, situada en el límite de lo intolerable, incluso esta sociedad hedonista y fragmentaria puede mostrar una fortaleza insospechada. Por primera vez en la historia estamos en condiciones de ofrecer una base estable para la «politeia» democrática. Esto significa, como ya sabía Aristóteles, una pluralidad de clases medias con un nivel razonable de formación y bienestar. Es triste comprobar -una y otra vez- que la inmadurez política convierte a personas sensatas en sectarios intransigentes. Somos (casi) ricos, pero seguimos siendo muy vulnerables. Ha llegado la hora de exigir algo más a la clase política, pero también a la gente de la calle. Reclamar al PSOE que ponga fin sin demora al fallido experimento radical. Al PP, que ofrezca un proyecto capaz de abrir un tiempo de moderación y buen sentido. A los ciudadanos de buena fe, que sepan escuchar las voces sensatas aunque no hagan tanto ruido. Cuando llegue la hora será el momento de reforzar el poder constituyente surgido de la Transición, incluida una reforma inteligente de la norma fundamental. Carece de sentido precipitar las cosas. En política está todo inventado. Nuestro sistema -como es habitual en Europa- sólo es posible mediante la alternancia razonable de un centro-derecha liberal y una socialdemocracia moderna. El requisito común es un patriotismo natural, sin complejos ni dogmatismos. Han pasado treinta años y ya está bien de empezar siempre de cero. Si perdemos la ocasión, tal vez no se repetirá nunca. Lo cierto es que España (nación, Estado y sociedad) no puede permitirse otra legislatura como ésta. También el bienestar material, que tapa muchas miserias, tiene como fundamento la estabilidad de las instituciones.

Ahora ya sabemos por que ETA no tenía prisa por aceptar las buenas condiciones que el Gobierno le ofrece desde hace tiempo. Quieren conseguir mucho más. De momento, disfrutan con la quiebra del Estado de Derecho producto de una decisión arbitraria. Sin embargo, confunden sus deseos con la realidad. El «Estado español» no es un artificio sin alma. España existe porque vive con naturalidad en el sentimiento de muchos millones de personas. No es la primera vez que ofrece una lección de dignidad: ¿hace falta recordar el espíritu de Ermua? La fuente de legitimidad de la Constitución se llama España. Dicho al modo de Burke, la nación es el origen de nuestra Constitución prescriptiva. Zapatero ha cometido un error determinante para su futuro político. Lo pagará muy caro en términos democráticos. Ahora pretende volver la vista hacia la época de Aznar, una prueba evidente de debilidad y desconcierto. La política mira por definición al futuro y no al pasado, mal que le pese a nuestra educación sentimental. Algunos también tenemos motivos para la nostalgia. La respuesta colectiva ante la guerra, antes y después del 11-M, refleja las limitaciones de una sociedad que contempla las relaciones internacionales con mentalidad de adolescente. Todavía no estamos preparados para actuar en primera fila. Todo llegará: muchas empresas han abierto ya caminos insospechados. En cambio, sabemos como afrontar el terrorismo doméstico. El dolor nos ha hecho fuertes. La gente de bien siente asco ante la infame alegría de los criminales. Contra ETA hemos ganado hace mucho la batalla de las ideas, gracias a las víctimas y a tantos héroes de la libertad que defienden la causa de la justicia. Grave error de los estrategas socialistas. El modelo Irak no es aplicable: jugamos mucho mejor en casa que fuera.

Los votantes del PSOE deben hacer examen de conciencia antes de que sea tarde. Desde la izquierda se alzan voces aisladas, aunque en el momento decisivo les puede el espíritu partidario. Deberían dar un paso al frente y afrontar las consecuencias. El PP tiene que abrir espacios de diálogo y cooperación con los disidentes, fáciles de identificar en estos días de tribulación. La izquierda española no puede entregarse por (discutibles) razones utilitarias al juego infernal de provocar una fractura social irreparable. Ya saben que el sedicente socialismo posmoderno sólo sirve para enviar al museo de la arqueología ideológica a esos viejos principios que llegaron al corazón de los pioneros; entre ellos, nada menos que la igualdad y la solidaridad, las señas de identidad intocables. Zapatero ha perdido la confianza de muchos de los suyos, dolidos por la imagen insoportable de aquella ambulancia que trasladó al asesino etarra, símbolo del triunfo del chantaje sobre la virtud cívica. Una decisión incomprensible, en efecto, considerada incluso desde el interés particular de sus autores. Se arrepentirán de haberla tomado. No importan las sutilezas de la legislación penitenciaria, vulnerada sin pudor alguno. Tampoco sirven las falacias que repiten la vicepresidenta y el ministro del Interior, tratando sin éxito de asumir la carga que tendrá que soportar su jefe. Apelan -quizá sin saberlo- a la ética weberiana de la responsabilidad y al frío cinismo que se atribuye a los políticos mal llamados «realistas»: el poder nos obliga a hacer cosas que no nos gustan. Craso error. A la hora de la verdad, el bien y el mal son opciones incompatibles. Un dilema moral no admite posibilismos, argucias utilitaristas ni cálculo de beneficios hipotéticos. La injusticia disfrazada de legalidad provoca todavía mayor rechazo.

Después de la indignación, vienen los argumentos. Es la oportunidad de la derecha inteligente. Sin banderías, sin populismos y -sobre todo- sin mezclar una causa justa con los intereses particulares. Es el tiempo de la política frente al partidismo. La hora del liderazgo de Rajoy (en la línea de su Tercera de ayer) y de un proyecto que tiene que garantizar la vigencia de la España constitucional sin ocultar a los ciudadanos que deben hacer un sacrificio personal y colectivo. Confianza en la sociedad española frente a quienes cuentan con el silencio cómplice de una mayoría anestesiada. Tal vez hay más gente dispuesta de lo que parece: una sociedad herida en su orgullo puede ser un vendaval democrático.

Bengino Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.