Después de la sucesión en Cuba

Cuando se afirma que en las próximas horas “Cuba elegirá a un nuevo presidente" se incurre en un error o en una metáfora. Lo que sucederá mañana jueves es que los 605 diputados a la Asamblea Nacional votarán en bloque por una lista de miembros del Consejo de Estado, vicepresidentes y presidente de ese organismo, elaborada por una “comisión de candidatura” del propio gobierno. Los diputados, que a su vez han sido avalados o designados por otras “comisiones de candidatura”, no harán más que confirmar con su voto a los titulares del Estado, decididos por la máxima dirigencia del Partido Comunista y el gobierno cubano.

En Cuba no es la ciudadanía sino el Estado quien elige a sus líderes. Y, sin embargo, esta vez esa elección tiene elementos nuevos que podrían alentar la postergada reforma de un sistema que se reproduce a sí mismo. Por primera vez, la jefatura del Estado y del gobierno será diferente a la del Partido Comunista y, probablemente, recaiga en un líder civil, nacido después de la Revolución de 1959. A pesar de que la composición del Consejo de Estado e, incluso, del Consejo de Ministros, no será obra del mandatario entrante sino de Raúl Castro y el núcleo de la cúpula histórica, el nuevo presidente deberá responder a la expectativa de renovación de su investidura.

La élite del poder en Cuba, acostumbrada por décadas a un tipo de política inmediatista, en la que cualquier proceso institucional puede ser convertido en una “gran victoria contra el imperio”, intentará presentar la sucesión autoritaria como una transición democrática. Ya lo hizo cuando el traspaso de poderes entre Fidel y Raúl Castro, entre 2006 y 2008, y volverá a hacerlo ahora. En los próximos meses veremos una explotación mediática de la sucesión dirigida a lograr mayor reconocimiento internacional y mayores avances en la concesión de créditos e inversiones para la raquítica economía cubana.

Sea mucho o poco lo que consiga esa ofensiva mediática, el nuevo gobierno se enfrentará a la creciente demanda de cambios dentro y fuera de la isla. El propio Raúl Castro ha reconocido que la reforma económica fue detenida y lo que hemos podido leer en algunos resquicios de la esfera pública insular es que ese freno no sólo se debió a la reacción del sector más inmovilista contra la apertura diplomática de Barack Obama sino a una indecisión, en la cúpula, en torno a temas primordiales como el volumen necesario del sector no estatal, el papel de la pequeña y mediana empresa nacional o el nuevo esquema de distribución del ingreso que requiere una economía mixta.

Esas indecisiones de la élite pasarán de un jefe de Estado a otro y, sobre todo, de un Consejo de Ministros a otro. Si este último, que es el principal órgano de gobierno, se renueva generacionalmente, como es de suponer, no habría que descartar que el proyecto reformista sea retomado con mayor empuje y eficacia. En ese caso, el papel de Raúl Castro, desde la dirigencia del Partido Comunista, que preservará por varios años más, será clave, ya sea como portavoz o como moderador de las corrientes más ortodoxas e inmovilistas que se alojan en el aparato burocrático e ideológico de esa institución.

De cara a la comunidad internacional, a amplios sectores académicos e intelectuales y a la sociedad civil de la isla —no me refiero, desde luego, a la “sociedad civil” oficial sino a la más autónoma y crítica—, el nuevo gobierno deberá enfrentar una ansiedad de cambios, no únicamente ligada a la reforma económica. Todos los proyectos de reforma constitucional y política, que se acumularon entre 2012 y 2016, y que fueron deliberadamente pospuestos por el liderazgo histórico, reaparecerán luego de la sucesión, reclamando la atención del nuevo gobierno.

El cambio generacional en el poder hará visible otro, más decisivo aún: el que tiene lugar dentro de la propia sociedad. La mayoría de la población cubana nació después de 1959, pero el hecho que sólo haya conocido el socialismo no la hace menos partidaria de las reformas. Al contrario, los jóvenes cubanos, especialmente los que han crecido con la revolución tecnológica del siglo XXI, pugnan por mayor autonomía, libertad de movimiento, acceso a internet, fin de la censura y la represión, facilidades para emprender negocios, protección del medioambiente y respeto a la orientación sexual de cada quien. Si son responsables y tienen los pies bien puestos en el siglo XXI, los nuevos gobernantes deberían, cuanto antes, traspasar el mando a sus hijos.

Rafael Rojas es historiador.

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