Después de las lluvias, ¿la rosa de la paz?

Por Bichara Khader, director del Centro de Estudios e Investigaciones sobre el Mundo Árabe Contemporáneo, Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Traducción: Joan Parra (LA VANGUARDIA, 27/08/06):

Las lluvias destructoras del verano han amainado, provisionalmente, en Líbano. Y mientras se multiplican los análisis para hacer balance y valorar las secuelas, las consecuencias y las perspectivas, Israel, dicen, prepara las armas para una segunda ronda,en desesperada búsqueda de una improbable victoria decisiva.

Pero ya ha pasado el tiempo de las guerras decisivas y las victorias aplastantes en el marco de una relación de fuerzas asimétrica. Hoy la superioridad aérea y el poderío táctico ya no bastan para imponer la ley del más fuerte. Ésta es sin duda la primera lección de esta locura mortífera.

Ante semejantes cifras de muertos y heridos y la magnitud de la destrucción, ningún libanés puede echar las campanas al vuelo. Sin embargo, Hezbollah, convertido en el nuevo icono, puede jactarse de haber puesto patas arriba los postulados conceptuales en los que se basa la doctrina estratégica israelí y haber demostrado palpablemente su inanidad. En efecto, desde su creación, Israel ha apostado por la ley del más fuerte en la relación con sus vecinos, pero la guerra de Líbano ha demostrado que la fuerza bruta, por sí sola, ya no puede garantizar las fronteras de Israel ni aún menos convertir el país en una fortaleza inexpugnable. Aunque Israel no ha sido derrotado militarmente, es innegable que su soberbia ha sufrido un duro revés.

Por lo demás, la guerra de Líbano ha empañado la imagen de Israel en el mundo entero. Ese país que se vanagloriaba de ser la única democracia de la región, de tener un ejército moral, de constituir un baluarte de Occidente frente al islamofascismo, se ha convertido en blanco de innumerables críticas procedentes de todas partes. Ya ha pasado la época en que podía reclamar un derecho prioritario a la compasión y la solidaridad. Sus propios escritores se han alzado contra una guerra inútil, argumentando que defender el derecho a la existencia de Israel no significa reconocerle el derecho a hacer lo que le venga en gana, y que por lo tanto es necesario imaginar otros métodos para salir del callejón sin salida. En efecto, por haber querido ver en el Hezbollah libanés - y también en el Hamas palestino- solamente fuerzas maléficas que deben ser erradicadas, Israel se ha empeñado en una lógica de guerra infinita contra dos movimientos nacidos de la resistencia a su ocupación, y no es capaz de constatar la verdadera medida de su implantación y su peso en las respectivas sociedades. Israel ha optado por un camino equivocado, igual que EE. UU. en Iraq, porque no es capaz de distinguir entre esos movimientos populares - sea cual sea la valoración que se haga de sus métodos- y los terroristas de Al Qaeda, que sitúan su acción criminal en una especie de fascinación por el apocalipsis y que, por lo tanto, no están abiertos a la negociación ni al diálogo.

Sí, la guerra de Líbano ha revelado los límites de la supremacía militar de Israel, empañado su imagen, desconcertado a su sociedad, puesto a prueba las relaciones con sus amigos y demostrado la vaciedad de su retórica sobre la erradicación de sus adversarios. Y con todo, quien lea atentamente la resolución 1701 verá que se han satisfecho todas las demandas israelíes: reconocimiento de que Hezbollah desencadenó la ofensiva al secuestrar a dos soldados israelíes, afirmación de la soberanía del Estado libanés en todo su territorio y despliegue del Ejército regular en la frontera sur, prohibición de suministrar armas a Hezbollah y de la presencia armada de esa organización a lo largo de toda la frontera.

¿No era ése el objetivo de Israel? Ciertamente, el Estado israelí no ha conseguido destruir el Partido de Dios y sus infraestructuras, pero ha logrado lo que deseaba: proteger su frontera norte. De este modo, ahora las tres fronteras terrestres de Israel ya están aseguradas: las de Egipto y Jordania mediante tratados de paz, y la de Líbano mediante un alto el fuego, a la espera de un arreglo definitivo.

Queda en pie la gran incógnita: ¿Qué pasa con los territorios palestinos? Es ahí donde está en juego el futuro de la paz regional. Israel puede caer en la peligrosa tentación de seguir parcelando los problemas, ignorando las conexiones geopolíticas con la excusa de la falta de interlocutor. Pero ni en Líbano ni en otros lugares será posible un entendimiento a largo plazo si la cuestión palestina, causa original de todas las turbulencias, agravios y resentimientos, permanece congelada. Empeñarse en ocultar ese hecho incontestable, por ceguera o cerrazón, no sólo puede hacer volar en pedazos todo arreglo entre Israel y Líbano, sino que desterraría hasta un futuro indefinido toda posibilidad de paz en Oriente Medio.

El compromiso de la comunidad internacional es primordial a la hora de diseñar el futuro de Oriente Medio. Los conflictos recurrentes de la zona, que son producto de una injusticia duradera, salpican al conjunto de la región y planean ya sobre Europa y más allá. Los reveses que sufre EE. UU. en Iraq y otros lugares demuestran hasta la saciedad que la democracia y la paz necesitan algo muy distinto a la retórica estéril sobre la hegemonía benévola y el Nuevo Oriente Medio. La UE ya no podrá complacerse con un papel subalterno: se juega en ello su imagen, su papel en el mundo y su propia identidad.

El alto el fuego en la frontera libanesa no ofrece ninguna garantía duradera de estabilidad para ese país ni de seguridad para Israel. Y aunque se consiga desplegar el Ejército regular, con el apoyo de 15.000 efectivos de las Naciones Unidas, parece poco probable que el Estado libanés sea capaz de desarmar a Hezbollah, que ha salido bendecido de su enfrentamiento con Israel. Sin olvidar que mientras Israel continúe ocupando impunemente territorios árabes y haciendo oídos sordos a la legalidad internacional, Líbano se arriesga a pagar los costes de los conflictos de liderazgo regional o incluso de la estrategia de potencias exteriores.

Es urgente, por lo tanto, una nueva resolución de la ONU, inspirada en la 242, que apele al derecho internacional, afirme la ilegalidad de la ocupación y de la anexión de los territorios tomados a los árabes durante la guerra de 1967, exija la retirada israelí y al mismo tiempo reitere el derecho del pueblo palestino a un Estado soberano al lado del Estado de Israel. Esta resolución debe ser el preludio para la convocatoria de una conferencia internacional bajo la égida del Cuarteto, ampliado con China y la Liga Árabe.

No niego que una propuesta así pueda pecar de ingenuidad. Pero si se quiere que el alto el fuego entre Líbano e Israel no quede reducido a un simple aplazamiento, si se desea evitar la peligrosa marginación de Siria y la demonización a toda costa de los peligros de Irán, si se quiere apaciguar las relaciones entre los Occidentes cercano y lejano y los mundos árabes y musulmanes, si se quiere segar la hierba bajo los pies a los agoreros, hay que ponerse manos a la obra sin dilación. Es una exigencia estratégica, una urgencia política y un deber moral.