Los pasados traumáticos, de guerras y dictaduras, suelen provocar conflictos entre diferentes memorias, individuales y de grupos, entre distintas maneras de mirar a la historia. Aunque a muchos españoles les parece que eso de tener memorias divididas y enfrentadas sólo nos pasa a nosotros, en realidad esa fractura ha ocurrido y ocurre en todos los países que sufrieron regímenes políticos criminales, como la Alemania nazi, la Rusia estalinista, las dictaduras militares del Cono Sur o la España de Franco. En esos casos, como declaró hace ya dos décadas el historiador conservador alemán Ernst Nolte a propósito del nazismo, el pasado no quiere irse. Y la memoria histórica, lejos de ser un terreno neutro, se convierte en un campo de batalla cultural, de apropiación de símbolos, y político. En ello estamos ahora en España, más de treinta años después de la muerte de Franco.
La sociedad que salió del franquismo y la que creció en las dos primeras décadas de la democracia mostraron índices elevados de indiferencia hacia la causa de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura. Por diversas razones, ampliamente debatidas, la lucha por desenterrar el pasado oculto, el conocimiento de la verdad y la petición de justicia nunca fueron señas de identidad de la transición a la democracia en España, pese al esfuerzo de bastantes historiadores por analizar aquellos hechos para comprenderlos y transmitirlos a las generaciones futuras. España estaba llena de lugares de la memoria de los vencedores de la Guerra Civil, con el Valle de los Caídos en primer plano, lugares para desafiar "al tiempo y al olvido", como decían los franquistas, homenaje al sacrificio de los "héroes y mártires de la Cruzada". Los otros muertos, las decenas de miles de rojos e infieles asesinados durante la guerra y la posguerra, no existían. Pero ni los gobiernos ni los partidos democráticos parecían interesados en generar un espacio de debate sobre la necesidad de reparar esa injusticia. Y tampoco había una presión social fuerte para evitar ese olvido oficial de los crímenes de la dictadura franquista.
Todo eso empezó a cambiar, lentamente, durante la segunda mitad de los años noventa, cuando salieron a la luz hechos y datos desconocidos sobre las víctimas de la Guerra Civil y de la violencia franquista, que coincidían con la importancia que en el plano internacional iban adquiriendo los debates sobre los derechos humanos y las memorias de guerras y dictaduras, tras el final de la guerra fría y la desaparición de los regímenes comunistas de Europa del Este. Surgió así una nueva construcción social del recuerdo. Una parte de la sociedad civil comenzó a movilizarse, se crearon asociaciones para la recuperación de la memoria histórica, se abrieron fosas en busca de los restos de los muertos que nunca fueron registrados, y los descendientes de los asesinados por los franquistas, sus nietos más que sus hijos, se preguntaron qué había pasado, por qué esa historia de muerte y humillación se había ocultado y quiénes habían sido los verdugos. El pasado se obstinaba en quedarse con nosotros, en no irse, aunque las acciones para preservar y transmitir la memoria de esas víctimas, y sobre todo para que tuvieran un reconocimiento público y una reparación moral, encontraron muchos obstáculos. Con el Partido Popular en el poder, no hubo ninguna posibilidad. Mientras tanto, en esos años finales del siglo XX y en los primeros del XXI, varios cientos de eclesiásticos "martirizados" durante la Guerra Civil fueron beatificados. Todo seguía igual: honor y gloria para unos y silencio y humillación para otros.
La llegada al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero abrió un nuevo ciclo. Por primera vez en la historia de la democracia, una democracia que cumplía ya treinta años, el poder político tomaba la iniciativa para reparar esa injusticia histórica. Ése era el principal significado del proyecto de ley presentado a finales de julio de 2006, conocido como Ley de Memoria Histórica. Con una ley, la memoria adquiriría una discusión pública sin precedentes y el pasado se convertiría en una lección para el presente y el futuro. El proyecto no entra en las diferentes interpretaciones del pasado, no intenta delimitar responsabilidades ni decidir sobre los culpables. Y tampoco ha creado una Comisión de la Verdad que, como en otros países, registre los mecanismos de muerte, violencia y tortura, e identifique a las víctimas y a sus verdugos. Aun así, ha encontrado airadas reacciones políticas de la derecha (Mariano Rajoy declaró que anularía la ley cuando el PP llegara al Gobierno), de la Iglesia católica y de sus medios de comunicación. Esquerra Republicana no lo apoya porque exige la anulación de los juicios del franquismo, y los nacionalistas vascos y catalanes ponen también sus condiciones: los primeros, la devolución de los documentos del Gobierno vasco que se conservan en el Archivo de Salamanca; los segundos, un reconocimiento más claro de los abusos y de la violencia en el bando republicano. Más de un año después de ser presentado el proyecto, todavía no ha podido aprobarse como ley en el Congreso de los Diputados.
La democracia española necesita esa ley. Una ley que integre las diversas memorias, pero que asuma que sólo las víctimas de la represión de los militares sublevados contra la República y de la violencia de la dictadura de Franco necesitan la reparación moral y el reconocimiento jurídico y político después de tantos años de vergonzosa marginación. Una ley que condene a la dictadura franquista y declare ilegítimos a sus órganos represores, desde el Tribunal de Responsabilidades Políticas hasta el Tribunal de Orden Público, y a las sentencias emanadas de ellos. No debería haber ninguna duda en la ilegitimidad de origen de ese sistema de terror institucionalizado, investigado con rigor y detalle en los últimos años por decenas de historiadores.
El olvido oficial, que es lo que sigue presente en España, no hará desaparecer el recuerdo de las víctimas, porque nadie ha encontrado todavía la fórmula para borrar los pasados traumáticos, que vuelven a la superficie una y otra vez. El futuro de la memoria pasa por transmitir esas experiencias de violencia política y de violación de los derechos humanos a nuestros jóvenes, a quienes no formaron parte de esa historia. Algunos dicen que ya vale, que estamos hartos de memoria, de guerra, de historia, aunque nunca nos hartemos de fútbol o del chismorreo que domina la programación televisiva. Nos pasará como a Ireneo Funes, el personaje del cuento de Jorge Luis Borges Funes el memorioso, capaz de aprender muchas cosas, pero incapaz de pensar. España la memoriosa: mucho recuerdo, pero sin justicia ni verdad. Y sin ley.
Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.