Después de un suicidio: la culpa de los que se quedan

Una foto familiar de alrededor de 1976 de la autora y su padre, quien realizó múltiples intentos de suicidio.
Una foto familiar de alrededor de 1976 de la autora y su padre, quien realizó múltiples intentos de suicidio.

Cuando era chica, mi padre pensaba en maneras de quitarse la vida tantas veces como yo tenía que comprar zapatos nuevos. Planeaba usar píldoras cuando me compraron mis mocasines; monóxido de carbono, cuando mis sandalias; navajas cuando mis Doc Martens. Yo tenía 4, 10 y 28 años cuando mi padre hizo sus intentos más dañinos.

Lo encontramos: a un lado del camino, a un lado de la cama, en la cochera de mi abuela cuando intentó hacer su tumba en el gran Oldsmobile azul al que llamábamos Orca.

Cuando no estaba tratando de suicidarse, yo lo consideraba un superhéroe. Recuerdo mis pensamientos de niña: está vivo hoy y hoy, y también hoy. Lo he amado lo suficiente para mantenerlo con vida.

Era una carga terrible sentir que yo era responsable de mantenerlo vivo. Trataba de no hacer ruido. Si mi hermana y yo nos reíamos, podríamos hacerlo enojar, lo que después lo pondría triste. ¿Eran más mis ganas de reír que de ver a mi padre con vida? Aprendí a no pedir cosas, como dinero para ir a comer pizza con mis amigos después del colegio. Si él no tenía dinero para darme, se sentiría culpable y eso lo deprimiría. ¿Quería más una rebanada de pizza que ver a mi padre con vida?

El razonamiento era tan simplista como ilusorio.

Ahora entiendo que fracasaba en sus intentos debido a la casualidad y al arrepentimiento por igual, y después se mantenía vivo gracias a la terapia y los medicamentos, así como a sus estancias hospitalarias cuando necesitaba un cuidado más intensivo.

Sorpresivamente, después de todos sus intentos para acabar con su vida, mi padre murió en julio pasado cuando lo atropellaron dos autos mientras caminaba con un amigo al costado de una calle, rodeados de una espesa neblina mañanera. La investigación policiaca confirmó que fue un accidente.

Cuando me levanté hace unas semanas con la noticia de que Anthony Bourdain se había suicidado a los pocos días de la noticia de que Kate Spade también lo había hecho, me invadió una enorme tristeza por dos motivos: porque ya no estaban y porque habían sufrido mucho.

No obstante, lloré por sus seres queridos y sus amigos, a quienes imaginé recordando sus últimas interacciones, tratando de encontrar las señales que no vieron, la oportunidad que deberían haber tomado, el punto en el tiempo en que podrían haberlo salvado o haberla rescatado.

Twitter, Facebook e Instagram estallaron con pena y compasión. Es algo hermoso darse cuenta de cuánto amor hay en la gente. Es verdaderamente alentador escuchar las llamadas de lucha para eliminar el estigma de las enfermedades mentales. Ver a extraños compartir sus propios números telefónicos: ¡Llámame! ¡Llámame! Si alguna vez te sientes así, ¡llámame!

Sin embargo, los mensajes que exhortan a la gente a ayudar a sus seres queridos o a extraños llevan un reverso escondido y no intencionado: que si una persona logra quitarse la vida, la gente a su alrededor quizá no le prestó suficiente atención ni hicieron su mejor esfuerzo.

Me preocupa el efecto que estos mensajes puedan tener en aquellos que perdieron a alguien que se suicidó, haciendo que su pena sea aún más profunda y con una capa adicional de culpa.

“En lugar de pensar: ‘Ojalá pudiera haber arreglado esto’, si pudiéramos usar estos momentos como llamadas de atención para pensar: ‘Quiero estar más presente, atento, conectado y ser empático en general’, eso sería mucho más productivo”, dijo Gregory Dillon, profesor adjunto de Medicina y Psiquiatría en la Escuela de Medicina Weill Cornell. “Además, quizá si todos hiciéramos eso —y si la comunicación, la comprensión y la empatía fueran mejores en general— quizá habría menos situaciones como esta”.

No podría haber salvado a mi padre de las toneladas de metal que se abalanzaron sobre él cuando esos autos lo atropellaron, así como no podría haberlo salvado de las píldoras que tragó, la navaja que empuñó o el monóxido de carbono que inhaló.

Eso no significa que no deberíamos estar presentes, ser amorosos, estar involucrados. Tampoco significa que no deberíamos ofrecer consejos, herramientas, empatía. Debemos tratar. Con todas nuestras fuerzas.

“Es cruel culparnos a nosotros mismos y a otros por algo que estuvo, a fin de cuentas, fuera de nuestro control”, dijo Lakeasha Sullivan, psicóloga en Nueva York. “Pero podemos soportar la carga en conjunto. Podemos comenzar a involucrarnos en conversaciones reales —conversaciones nacionales— sobre la vocecita dentro de nosotros que a veces nos hace preguntarnos cuál es el significado de la vida y permite que la desesperanza y la desesperación se instalen en nosotros”.

Es imperativo que tratemos de ayudar a la gente a encontrar un camino de salida para su dolor, uno que no termine en la muerte, pero necesitamos reconocer que, si logran su cometido, no es porque nuestro amor haya fracasado.

Amanda Avutu está preparando sus memorias.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *