Después del juicio, negociación

El frustrado intento de establecer un espacio de diálogo entre los Gobiernos del Estado y de la Generalitat catalana demuestra la enorme dificultad de superar el punto muerto actual. Dentro de unos días se inicia el juicio oral en el proceso contra los dirigentes políticos y sociales del movimiento independentista. Tras su conclusión y sea cual fuere su desenlace, el conflicto que lo ha ocasionado seguirá pendiente de solución. Después de la publicación de la sentencia, se comprobará que judicializar la cuestión era una de las tres salidas equivocadas que han intentado darse al asunto. Las otras fueron el no hacer nada y la declaración unilateral de independencia.

Hay que pensar, por tanto, en el día después, cuando se verifique que las cosas siguen en lo sustancial como están hoy, aunque sean apartadas de la escena algunas —no todas— de las personas que han jugado un papel notable en esta cuestión. Seguiremos sin disponer de una salida inmediata y prefabricada. Lo motiva, entre otras cosas, las dinámicas contrapuestas que animan a la opinión pública en España y en Cataluña. Una amplia mayoría de la opinión en Cataluña —incluido un notable contingente no independentista— aspira a un incremento de la capacidad política de su Gobierno. En cambio, la mayoría de la opinión pública española se inclina por rebajar el actual grado de autogobierno territorial o por limitarlo al modelo actual.

Una muestra significativa de este contraste se ha revelado en la reciente y llamativa declaración del Parlamento regional de Extremadura como probable reflejo de la opinión de sus ciudadanos. Según datos recientes del CIS (Encuesta 3.234, diciembre de 2018), el 13% de los extremeños se muestra partidario de aumentar el autogobierno, mientras que lo es el 60% de los catalanes. En el polo opuesto, el 30% se inclina en Extremadura por suprimir las comunidades autónomas o recentralizar el Estado, opción que convence solamente al 14% de los catalanes. Por la conservación de la situación actual, se pronuncian el 42% de los extremeños y el 23% de los catalanes. Sin pretensión de exactitud en las cifras, las tendencias marcadas son muy claras. Posiciones semejantes a las extremeñas e incluso más acusadas se dan en casi todas las comunidades autónomas donde es minoritaria la demanda de aumentar el autogobierno y predomina la inclinación a disminuirlo o, en todo caso, a conformarse con el actualmente disponible.

Esta disparidad de tendencias entre la opinión catalana —compartida solo con el País Vasco y Navarra— y las demás comunidades se mantiene desde hace tiempo. Su persistencia es causa y señal de la complejidad de la cuestión que tenemos entre manos. Por esta razón, difícilmente tendrán éxito soluciones tan simples como conservar —sea por vía judicial, gubernativa o militar— lo sustancial del actual statu quo o intentar alterarlo de forma radical por la vía unilateral. ¿Qué le queda a la política como vía de salida?

En un contexto democrático, la política debe emprender el camino de la negociación, larga y complicada, con objeto de llegar a una transacción. Es la vía que aspira al compromiso. La vía democrática no es la del “todo o nada”, “blanco o negro”, “sí o sí”. Está hecha de concesiones mutuas. No se propone la derrota sin paliativos del adversario, ni exige su rendición incondicional. Porque, entre otros motivos, se supone que deberá seguir conviviendo con él.

Sin embargo, al camino de la negociación no se va a llegar fácil ni rápidamente porque la situación de partida está notablemente deteriorada. Y cuando se inicie, deberá ajustarse además a algunas condiciones. Exigirá paciencia y resistencia porque tendrá un recorrido prolongado. Por lo mismo, será recomendable abordarlo como un trayecto por etapas, adoptando una perspectiva gradualista.

Avanzar por etapas será más útil que aspirar a una llegada fulminante a un resultado. En alguna de dichas etapas, habrá que contar con el recurso a un referéndum o consulta pactada sobre las condiciones acordadas: sin una revalidación popular directa, será muy difícil asegurar una aplicación sólida del acuerdo. Finalmente, esta larga marcha habrá de ser encabezada mano a mano por los Gobiernos del Estado y de la Generalitat catalana. Porque el problema territorial ha sonado siempre en España —y sigue sonando— con un fuerte acento catalán, claramente perceptible a no ser que se padezca una intensa sordera política. Ello no quita que deba haber también momentos de multilateralidad, porque hay otros actores con intereses legitimados para intervenir. Pero sin pretender que sumergiendo la “cuestión catalana” en un tratamiento general podrá encontrarse más fácilmente la respuesta adecuada al problema.

¿Están a punto los compañeros de viaje en este camino de negociación? Creo que no. Lo acabamos de ver. Por lo que hace a Cataluña, es indispensable construir una posición compartida por una amplia mayoría. Aunque a primera vista no lo parezca, hay indicios de que existen elementos para elaborarla a medio plazo, superando intereses de facción o preocupaciones personalistas. Por parte del Estado, el Gobierno del presidente Sánchez se esfuerza voluntariosamente por aproximarse a la vía de la negociación. Pero su posición precaria le impide dar pasos más decididos, sometido como está al acoso sin cuartel de adversarios frontales y de presuntos amigos. El clima mediático y los intereses que este clima refleja le son particularmente hostiles cuando se trata del problema en cuestión.

La conclusión es que el viaje hacia una negociación efectiva no cuenta todavía con las condiciones básicas para iniciarlo con algunas posibilidades de éxito. Hay que añadir a las dificultades actuales las que representarán el juicio que nos aguarda o el incierto resultado de las futuras convocatorias electorales. Sin embargo, y pese a todo lo problemática que se presenta, la negociación parece la única alternativa viable para que el sistema político gestione sin colapsar un problema de esta envergadura. Negociación dentro de la ley, ciertamente. Pero con una interpretación de la ley tan generosa e imaginativa al menos, como la que permitió a Andalucía acceder a la autonomía por la vía del artículo 151 sin cumplir sus requisitos o la que confiere en la práctica a Navarra una relación cuasi confederal con el Estado.

Y mientras esta negociación no llega, sería muy útil un esfuerzo de autocontención en el lenguaje, rehuyendo no solo la injuria directa al discrepante o la descalificación irónica de sus argumentos, sino también la desatención a sus razones y motivaciones como si el mero hecho de ignorarlas pudiera hacerles desaparecer. Es una responsabilidad de los dirigentes políticos, de los profesionales de la comunicación y de todos los ciudadanos que desean honestamente salir del laberinto actual por la única vía que ofrece la política democrática: negociar para transaccionar.

A esta vía habrá que recurrir, más tarde de lo deseable, cuando comprobemos después de la futura sentencia del Tribunal Supremo que el problema sigue ahí, reclamando una salida bastante más compleja que las equivocadas soluciones del derecho penal o del aventurerismo unilateral.

Josep M. Vallès es catedrático emérito de ciencia política (UAB).

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