Desterrar la palabrería

El permanente objetivo de la reforma administrativa -permanente porque o bien fracasa o porque, en caso de tener éxito, quien aspira a gobernar siempre considera que hay que corregirla- está encontrando en la última década renovados motivos y justificaciones. Las sucesivas crisis de todo tipo que nos están arrasando se han erigido en el motor de continuos planes de reforma de la Administración, confirmando así que la bandera reformadora es un valor político del que no se puede prescindir. Quien no presente a los electores un amplio programa de cambios no puede aspirar a gobernar. Y es que la estabilidad y mantenimiento de cualesquiera regulaciones preexistentes, como regla general termina identificándose con un inmovilismo e ineficacia rechazables. Todo gobernante -y sobre todo, todo aspirante a gobernar- inexorablemente ha de disponer y ofrecer un amplio programa de cambios y reformas. Sin ese programa no hay futuro. Cuestión distinta es que, cuando llegue el momento, el resultado final sea mera simulación o pura cosmética.

La crisis de 2010 llevó a la adopción de un amplio programa de reestructuración del sector público que al parecer de bien poco ha servido. Y de ahí también que la actual crisis sanitaria de nuevo haya dado lugar a un plan de «modernización» de la Administración Pública. Y es que la crisis -así nos lo recuerda el Gobierno- representa una magnífica ocasión para emprender cambios que transformen la actual Administración, de manera que no se ha tardado en acometer el reto. El año 2020 se ha despedido con la aprobación de un nuevo real decreto ley, de fecha 30 de diciembre, «por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia».

La forma y manera con la que el gobierno-legislador proclama sus afanes modernizadores resultan en verdad llamativos. Baste, entre otras más que podrían recordarse, con un par de declaraciones. En el preámbulo del real decreto ley se puede leer que con las medidas urgentes adoptadas se trata de «conseguir una Administración Pública que cuente con instrumentos del siglo XXI para poder cumplir sus funciones de un modo eficaz, estratégico y basado en el cumplimiento de objetivos para el mejor servicio público a los ciudadanos». Y en el artículo 1, se puntualiza que «el real decreto ley incorpora […] un conjunto de medidas de modernización de las Administraciones Públicas, que permitan una gestión más ágil y eficiente, para facilitar la absorción de los fondos europeos».

¿Qué hay de cierto en tan solemnes declaraciones? ¿De verdad se han adoptado medidas efectivas para alcanzar esa tan deseada «modernización» de la Administración? Pero, además, ¿qué entienden por «modernización» quienes tan enfáticamente la proclaman?

Nada de lo dicho encuentra plasmación en el articulado del real decreto-ley. Y es que, en realidad, las medidas adoptadas están dirigidas, sin más, a facilitar la gestión de los fondos para la recuperación económica que se espera lleguen de Europa, o, más abiertamente dicho, tal como se reconoce, a posibilitar la rápida «absorción» de los mismos.

Dado que para hacer efectivas esas transferencias y préstamos, los Estados deben acordar proyectos que cuenten con el visto bueno de los órganos comunitarios, el Real Decreto Ley 36/2020 ha venido a establecer el procedimiento a seguir. El punto de partida es el «Plan de Recuperación Transformación y Resiliencia» que deberá aprobar el Gobierno y en el que se fijarán lo que se ha dado en denominar «proyectos tractores» (una aportación más a la jerga reformista, que en el decreto-ley luce con especial intensidad) con arreglo a los cuales se habrán de concretar los llamados «Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica» (un nuevo acrónimo, pues, los Pertes).

A partir de esta premisa, las medidas organizativas y funcionales complementarias se resumen en la creación de unos cuantos órganos -la Comisión para la Recuperación, que no es sino el Gobierno con la incorporación de seis altos cargos más, y un comité técnico de apoyo, una nueva conferencia sectorial y diversos foros de participación y grupos de alto nivel-, incluida la recuperación de las agencias que la precedente reforma de 2015 desterró, y en la flexibilización de los requisitos para la constitución de consorcios. Y junto a medidas organizativas tan innovadoras, también se ha optado -asumiendo, eso sí, importantes riesgos para la garantía del imprescindible control de la actuación administrativa- por facilitar la celebración de convenios, por eliminar trámites en los procedimientos de gestión de subvenciones y de control presupuestario, por habilitar la tramitación urgente tanto de los procedimientos para la ejecución de los proyectos como de los procedimientos de contratación pública, y por introducir mayor flexibilidad, asimismo, en los procedimientos de evaluación ambiental.

Por tanto, dejando de lado lo mucho que con un lenguaje tecnocrático tan fútil como exasperante («implementación eficaz», «planificación estratégica», «innovación en la gestión y creación de sinergias», «evaluación, seguimiento y reprogramación para el cumplimiento de objetivos», «proyectos de carácter estratégico con gran capacidad de arrastre para el crecimiento económico», «refuerzo y aumento de la resiliencia», y otros muchos más términos y expresiones similares), el Real Decreto Ley 36/2020 trata de aparentar, su contenido innovador es mínimo, por no decir nulo. De manera que sólo queda por ver el contenido de los Pertes que se vayan aprobando y, desde luego, los resultados que puedan deparar.

En lo expuesto se resume sustancialmente la «modernización» de la Administración Pública que el Gobierno ha alumbrado, lo que me mueve a afirmar que, por insólito que sea, el desahogo, la falta absoluta de rubor, tanto en el decir como en el hacer, está alcanzando cotas insuperables. ¿Instrumentos del siglo XXI para que la Administración pueda cumplir sus funciones como es debido? ¿Lograremos algún día desterrar la simulación, la palabrería sin más? ¿Hasta cuándo habrá que soportar el falaz marketing político de la reforma administrativa? ¿O acaso estamos ya completamente insensibilizados ante tales modos y prácticas de proceder?

Germán Fernández Farreres es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid.

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