Destituir a Pedro Castillo solo significaría gobernar sobre cenizas

El presidente del Perú, Pedro Castillo, asiste a una ceremonia en Lima, Perú, el lunes 22 de noviembre de 2021. Actualmente se discute la vacancia del mandatario. (AP Photo/Guadalupe Pardo)
El presidente del Perú, Pedro Castillo, asiste a una ceremonia en Lima, Perú, el lunes 22 de noviembre de 2021. Actualmente se discute la vacancia del mandatario. (AP Photo/Guadalupe Pardo)

Es poco probable que Pedro Castillo termine su mandato presidencial de cinco años en el Perú. La oposición en el Congreso ha planteado un pedido de vacancia por permanente incapacidad moral que, si no triunfa en las próximas semanas, volverá insistentemente a perseguirlo ante los nuevos escándalos. En apenas cuatro meses, Castillo ha dilapidado, a golpe de malas decisiones, el corto capital político que tenía al empezar su gobierno.

Ante cada problema que el Gobierno ocasiona, su propia reacción es lenta e insuficiente cuando no está siendo forzada por medidas de los operadores de justicia. Tras la última denuncia de un continuo ocultamiento de información sobre reuniones fuera del Palacio de Gobierno, Castillo se victimizó acusando a la oposición y a los principales grupos económicos de no aceptar que un campesino haya ganado las elecciones. Recién dos días después, la primera ministra, Mirtha Vásquez, anunció que se hará público el registro de estos encuentros.

La gestión de Castillo es caótica y opaca. Pese a eso, vacarlo es una pésima idea que solo enrumbará al país en un camino de enfrentamientos más profundos. La fuerza que se imponga en los próximos meses gobernará sobre las cenizas del enfrentamiento.

En el debate público se ha instaurado la política del ojo por ojo, pues se señala que la izquierda, que en el 2018 apoyó el segundo intento de vacancia al presidente derechista Pedro Pablo Kuczynski, no tiene autoridad moral para oponerse ahora a una medida similar contra Castillo. Más allá de las culpas que la izquierda deba pagar electoralmente, los hechos nos obligan a ver los conflictos vividos desde entonces —cierre del Congreso, cambios continuos de presidentes, interrupción de reformas y debilitamiento de las identidades políticas— como una lección antes que como una venganza.

Los promotores de la vacancia tienen una mirada cortoplacista: Pretenden arrancar de raíz a un pésimo presidente creyendo que cualquier situación futura será mejor que lo que se vive ahora. Pero nada garantiza que la salida de Castillo derivará inmediatamente en una mejor situación para el país. Para empezar, no queda claro si intentarán redefinir el poder derrocando también a su sucesora, la vicepresidenta Dina Boluarte, investigada por un caso de lavado de activos —aunque en un papel secundario— y ungirán como presidenta interina a la cabeza del Congreso —controlado por la oposición— la que tendría que convocar a nuevas elecciones inmediatamente.

Por supuesto que en la derecha hay un sector que quiere vacar a Castillo desde el primer día de su gobierno por diferencias ideológicas. Por ello, el presidente y la coalición de izquierda que lo acompaña —y lo apaña— tenían el deber de hacer reformas ordenadas, que le quiten piso a esos discursos y generen aceptación popular. Pero no lo hicieron, y hoy las discusiones no son sobre sus reformas, sino sobre el prontuario de los funcionarios que Castillo designa.

Si Boluarte permanece como presidenta, su gobernabilidad dependerá de la ratificación continua que demuestre ante la opinión pública, en tanto ella no recibió el voto popular en las elecciones. Esto ya sucedió durante el gobierno de Martín Vizcarra, quien era vicepresidente de Kuczynski, y tomó medidas populistas, como el cierre del Congreso. En lugar de tener incentivos para hacer un gobierno moderado de ancha base, la precariedad del poder que le herede Castillo, sumado a la inestabilidad que generen las fuerzas de derecha ante un gobierno débil, la podrían llevar a la confrontación continua con el Parlamento.

La coalición opositora de derecha (un tercio del pleno) podría intentar vacarla bajo los mismos términos que a Castillo, y ganar capital político por ello. Pero no será fácil que encuentren eco en las fuerzas de centro, pues estas tendrían que cargar el peso de sacar a una persona más moderada que el actual presidente y que aún no ha generado mayores problemas. En cambio, la oposición más recalcitrante podría coincidir en su objetivo con el partido de gobierno, el izquierdista Perú Libre, liderado por Vladimir Cerrón, con quien Boluarte ha marcado distancias. Ellos podrían evaluar que les conviene que se realice un nuevo proceso electoral para intentar retomar el poder que perdieron tras el distanciamiento entre Castillo y Cerrón. Para Boluarte será difícil gobernar dando batalla en dos flancos.

Pero si la vicepresidenta se alía con la oposición, o si el Congreso la vaca y la presidenta del Congreso asume como jefa de Estado interina, la izquierda y los sectores que se sientan marginados por la vacancia de Castillo tendrán incentivos para hacer un antagonismo férreo por sentirse víctimas de un golpe de Estado. Allí colisionarán con los grupos de choque de derecha radicalizados y golpistas.

Algunos sectores de la oposición plantean que Castillo renuncie por decisión propia para evitar el choque de poderes. Esto podría significar un hecho menos traumático entre las élites políticas, pero no a nivel social.

Hay un factor de fondo que no se contempla en este debate: por qué ganó Castillo, y por qué ganó con tan baja votación. Esto último ha sido usado para cuestionar la legitimidad del presidente, pero en realidad cuestiona la representatividad de todos los líderes políticos que fueron derrotados.

Como lo reflejan las encuestas, el motivo principal del voto por Castillo fue la necesidad de un cambio. La pregunta que continúa abierta es cuál es el cambio por el que votaron. Uno de ellos podría ser la inclusión política de los más excluidos en el debate nacional. La vacancia no soluciona este problema de fondo.

En el nuevo proceso electoral, la oposición no tiene el éxito que busca asegurado, en tanto hoy sus líderes no sobresalen. Entraremos nuevamente a la ruleta rusa de candidatos pitufos, con resultados fragmentados y la confianza erosionada.

La prudencia debería aconsejar a que Castillo sea consciente de su debilidad, rinda cuentas de sus actos y genere consensos con las fuerzas opositoras antes que la conflictividad escale más. Pero nada nos sugiere que su gobierno brindará ese clima de paz de forma duradera, ni si quiera que tendrá una lectura acertada de los deseos populares para sintonizar mejor con la población y ganar respaldo.

Si la oposición logra los votos en el Congreso para admitir a debate la iniciativa de vacancia, Castillo tendrá que comparecer para responder por las acusaciones que se le hacen. Aunque se cuestione que legalmente el proceso de vacancia no es similar a una interpelación que se le hace a un ministro, políticamente es el único camino abierto para que Castillo dé cuenta de los errores de su gestión.

Pero para vacarlo necesitan un número de votos más alto. Aunque en particular creo que las razones esgrimidas para hacerlo son insuficientes y cualquiera de las acusaciones que se le han hecho hasta ahora deben ser procesadas al final de su mandato, este debate queda de lado, pues en la práctica lo que se impone es la fuerza de los votos. Y nada hace pensar que la oposición no alcanzará los votos necesarios más temprano que tarde. Disculpen el pesimismo.

Jonathan Castro es periodista peruano y editor general de ‘La Encerrona’.

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